Compromiso

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Por Julián Schvindlerman

  

A diez años del 9/11 – 09/11

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La respuesta estadounidense al más grave atentado en la historia universal del terrorismo quedó esencialmente expresada en dos vectores de consecución simultánea: the war on terror (la guerra contra el terror) y the war of ideas (la guerra de las ideas).

Manifestación de la primera fueron las intervenciones militares en Afganistán y en Irak, las operaciones anti-terroristas en tierras remotas, la reorganización de la estructura de inteligencia, la creación de un marco jurídico adecuado para llevar adelante el combate y, por sobre todo, el reconocimiento de que lo ocurrido había sido efectivamente un acto de guerra. En un reciente documental emitido por el canal de National Geographic, el ex presidente George W. Bush afirmó: “Con el primer avión se pensó que era un accidente. Con el segundo, que era un ataque. Con el tercero, que era una guerra”. Esto podrá lucir obvio hoy, una década posterior al hecho. Pero en aquél entonces requirió un esfuerzo general comprender -y aceptar- que las guerras del siglo XXI ya no serían primordialmente interestatales sino entre estados-nación y actores sub-estatales. Que, a diferencia de la Segunda Guerra Mundial o de la Guerra Fría, esta vez no habría un Berlín y un Moscú a los cuales responder directamente. La agresión islamista del 9/11 no había emanado del gobierno de un estado soberano, sino de una agrupación dentro de una comunidad religiosa global y demandaba una respuesta no convencional.

La guerra contra el terror aún permanece inconclusa, la presencia norteamericana en Afganistán e Irak, prolongada, y los recursos que ella insume son enormes (“no podemos ignorar el costo de la guerra” decía poco tiempo atrás el presidente Barack Obama al contemplar los quinientos treinta mil millones de dólares que su país gasta en defensa anualmente). Pero ella no estuvo exenta de sus propios triunfos. La eliminación de Osama Bin-Laden en Pakistán, y la de su segundo al mando al poco tiempo, marcó un punto de inflexión extraordinario en la lucha contra el jihadismo. El derrocamiento del régimen Talibán en Afganistán y de Saddam Hussein en Irak han sido victorias militares importantes, aún cuando la era posterior a esos gobiernos haya resultado complicada. La exportación del combate a países lejanos ha sido otro logro crucial, que da cuenta de un hecho increíble: en la década transcurrida desde el 9/11 no ha habido otro atentado terrorista islámico de envergadura en suelo norteamericano. Ello estaba lejos de ser una certeza en las semanas inmediatas posteriores al derrumbe de las Torres Gemelas.

La guerra de las ideas consistió principalmente en librar una lucha ideológica contra el fundamentalismo islámico y quedó contenida en la denominada Agenda de la Libertad. El presidente Bush la explicitó en éstos términos en un discurso ante la nación en el año 2005: “Es política de los Estados Unidos de América buscar y apoyar el crecimiento de movimientos democráticos e instituciones en toda nación y cultura, con el fin último de terminar con la tiranía en nuestro mundo”. La base conceptual de esta noción se hallaba en la filosofía kantiana. En un ensayo publicado en 1795 titulado La Paz Perpetua, el filósofo alemán argumentaba que las democracias propenden a la paz y las tiranías, a la guerra. Immanuel Kant lo expresaba en términos de repúblicas y monarquías y la precisión de su visión quedó confirmada en los siguientes doscientos años. Según el profesor R. J. Rummel, desde comienzos del siglo XIX hasta fines del XX hubo 198 guerras entre dictaduras, 155 guerras entre dictaduras y democracias, y ni una sola guerra entre democracias. A su vez, durante el siglo pasado 170 millones de personas fueron muertas en situaciones de no-beligerancia, y el 99% de estas muertes fueron provocadas por regímenes totalitarios. Ante esta evidencia agobiante, la Administración Bush decidió promover democracia en el Oriente Medio con el fin último de dar lugar a entidades más pacíficas y estables. Años después, presenciando revueltas pro-democráticas en múltiples países de la zona, el presidente Obama abrazaría el legado de su predecesor. En un discurso pronunciado en mayo del corriente, él aseguró: “Será la política de los Estados Unidos de América promover la reforma a lo largo de la región, y apoyar las transiciones hacia la democracia”.

Al igual que la guerra contra el terror, esta lucha aún no ha terminado. El Islam radical todavía reúne millones de adeptos y el desprecio colectivo de muchos árabes y musulmanes a la idea de la democracia es tangible. Pero es igualmente claro que muchos otros millones de árabes y musulmanes anhelan vivir en libertad y auto-gobernados, como las revueltas populares en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Siria, Irán, Bahrein y otras partes han probado. La transformación política y cultural del Medio Oriente que estamos presenciando es inédita y sus consecuencias, potencialmente enormes. Pero ya ha dejado su primera certeza: los rebeldes de Trípoli, los activistas del Cairo y los manifestantes de Damasco no están en las calles apoyando el mensaje de la Jihad, sino el de la libertad.

Diez años atrás, el Islam fundamentalista desafió a los Estados Unidos y al mundo libre de manera inesperadamente feroz. La respuesta norteamericana fue militar contra el jihadista, e ideológica contra la cultura de la cual surgió. Este aniversario nos encuentra con ambas contiendas todavía en curso. Los tiempos de una y otra no serán los mismos. Pero al final del camino, la victoria militar llegará y los valores de la democracia y de la libertad prevalecerán.