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Por Julián Schvindlerman

  

¿Hacia una transformación geopolítica del Medio Oriente? – 16/10/25

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Por Julián Schvindlerman

“Esto tardó 3000 años en llegar a este punto. ¿Pueden creerlo?” dijo el presidente estadounidense Donald Trump al anunciar el cese de fuego en Gaza. En su mirada, el choque religioso milenario entre el islam y el judaísmo -no meramente la dimensión política contemporánea de este conflicto- acaba de concluir. “Y se va a mantener”, aseguró.

En rigor, el islam nació hace 1400 años, Hamas no ha renunciado a su objetivo mesiánico de aniquilar a Israel y que el cese de fuego se vaya a mantener es algo incierto. No obstante, más allá de la exageración -que es un clásico en la verborragia de Trump- es cierto que hubo un cambio crucial en el teatro bélico y geopolítico regional. Potencialmente, este pacto de rehenes y de cese del fuego podría significar una redefinición estratégica del Medio Oriente, algo que algunos analistas ya llaman “el momento Yalta de la región”.

¿Cómo se llegó a este punto? La guerra comenzó tras los ataques atroces del 7 de octubre de 2023, que dejaron a Israel en estado de shock. Su respuesta fue una campaña militar de dos años que sucedió a las más acotadas del 2008-2009, 2012, 2014 y los enfrentamientos de 2021. Esta guerra estallada en octubre de 2023 fue la más larga de la historia de Israel. También la más sombría. Y se extendió a varios frentes.

El ejército israelí invadió Gaza (de donde se había retirado en 2005), destruyó la red de túneles de Hamas y eliminó a sus líderes. En su frontera norte logró algo que parecía imposible: neutralizó a Hezbolá en el Líbano mediante una operación de inteligencia excepcional. A esto se sumaron ataques conjuntos de Estados Unidos e Israel contra instalaciones nucleares iraníes y lanzaderas de misiles balísticos. Israel también hizo represalias contra los Houtíes en Yemen y demolió buena parte de la infraestructura militar de Siria tras el colapso del régimen Assad. Asimismo, al atacar a Hamas en Catar, forzó a Doha a recalcular su posicionamiento ambiguo en el tablero regional.

Este fin (o pausa) en la guerra no se explica solamente por una mediación diplomática, sino por una relativa derrota palestina en el campo de batalla. Una medida de esto la señaló el editor del Times of Israel David Horowitz: el 7 octubre de 2023 el movimiento jihadista palestino lanzó cerca de 5000 misiles, el 7 octubre de 2024 sólo 14, y este 7 de octubre, apenas un patético misil. Hamas comprendió además que ya no tenía vías de escape: ni Hezbolá, ni Irán, ni Catar, ni Turquía podían rescatarlo. El cese del fuego fue, en realidad, una capitulación negociada.

Aquí se ve el rol central de Donald Trump. A diferencia de la Administración Biden, que había intentado moderar a Israel y frenar su ofensiva militar, el presidente republicano respaldó la continuación del combate hasta la rendición de Hamas. Su doctrina fue simple: presionar al grupo terrorista, no al país aliado.

Esa presión combinó tres elementos: amenazas creíbles a Hamas, negociaciones duras con Catar, Turquía y Egipto e incentivos a los estados árabes para participar en la reconstrucción de la posguerra. El resultado está a la vista: la liberación de los rehenes israelíes vivos, la permanencia del ejército israelí en más de la mitad de Gaza, la requerida desmilitarización de Hamas y su exclusión política en la posguerra, y la creación de una fuerza árabe de estabilización, respaldada por Washington.

Al viajar a Egipto a presentar formalmente su nuevo plan de paz, Trump profetizó el amanecer histórico de un nuevo Medio Oriente. Aunque la frase suena grandilocuente, refleja una convicción: el conflicto Hamas-Israel no se resolvería con apaciguamiento (como Europa proponía) ni con contención (como Joe Biden deseaba), sino con una victoria rotunda (como Israel concibió). Esto último no se alcanzó plenamente: Hamas aún retiene cadáveres de israelíes secuestrados y ostenta poder público mediante la ejecución de opositores internos. Sin embargo, es solo un fragmento de la máquina militar que supo ser.

La equiparación de la fase actual con la Conferencia de Yalta de 1945, donde se rediseñó el orden mundial tras la Segunda Guerra, tiene sentido ilustrativo: estamos frente a un reajuste de poder regional. Tres desarrollos militares lo hicieron posible: la derrota parcial de Hamas en Gaza; el desmantelamiento de Hezbolá y la progresiva recuperación del control del Líbano por su propio ejército; y los ataques a Irán, que dañaron su programa nuclear e interrumpieron su expansión imperial.

Estos hechos provocaron una reconfiguración apreciable: el eje radical del islam político quedó debilitado, el bloque pragmático árabe emergió como actor relevante y se reabrió la posibilidad de expandir los Acuerdos de Abraham. Pero hay que recordar que Yalta también tuvo su lado oscuro. El exceso de influencia soviética condenó a Europa oriental a medio siglo de tiranía. Si el nuevo orden de posguerra carece de equilibrio, podría ocurrir que se sustituya una dictadura jihadista por un gobierno palestino ineficaz, una reocupación israelí problemática o un tutelaje extranjero perpetuo. En tales escenarios resultará difícil imaginar una situación de paz.

En definitiva, el desenlace de la guerra Israel-Hamas representa al momento una victoria simbólica para Israel, pero todavía no una paz realizable como se viene publicitando. Israel emerge sin dudas como la nueva potencia militar regional, pero los riesgos para el Medio Oriente no desaparecerán si Hamas sobrevive políticamente, Hezbolá se recupera militarmente, los Houtíes no son aplacados, Irán activa su venganza o una combinación de todo ello.

El éxito estratégico de este acuerdo dependerá también de si los vencedores y sus aliados lograrán convertir este momento político en un proyecto de estabilidad realista. No obstante, un hecho positivo se destaca: la narrativa de sangre y fuego que Teherán y Hamas insertaron en el Medio Oriente dos años atrás, hoy se está consumiendo ante el horizonte posible de una normalización regional.