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Por Julián Schvindlerman

  

Sartre y el existencialismo árabe – 12/06/20

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Por Julián Schvindlerman
Libertad Digital (España) – 12/6/2020

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A fines de los años 1950, el mundo árabe era uno de los espacios más receptivos al existencialismo fuera de Europa. Jean-Paul Sartre era un nombre conocido en los ámbitos intelectuales de la región. Con la sola excepción de Karl Marx, fue el intelectual occidental más leído, traducido, debatido y admirado. El autor egipcio Ahmad Abbas Salih lo expresó con precisión en una carta pública dirigida al filósofo francés: “Tu influencia en esta región es más profunda y más amplia que la de cualquier otro escritor. Tú eres el único escritor occidental al que todos los diarios árabes siguen de cerca”. En su magistral No Exit: Arab Existentialism, Jean-Pail Sartre, and Decolonization (Sin salida: El existencialismo árabe, Jean-Paul Sartre y la descolonización), el académico Yoav Di-Capua aborda la relación de amor y odio que unió fugazmente a los árabes con este pensador francés.

En su búsqueda del “nuevo hombre árabe” en un Medio Oriente poscolonial, una pléyade de intelectuales árabes vieron en Sartre a un héroe, un modelo, un guía. Su antiimperialismo, antiamericanismo y anticolonialismo, junto a su filo-tercermundismo, sedujeron intensamente a la intelligentsia mesoriental, la cual expresó su apego al existencialismo sartreano por medio de grandes cantidades de ensayos, cuentos, novelas, poemas, obras de teatro, críticas literarias y reseñas culturales autóctonos. Entre sus adeptos más destacados cabe mencionar a la pareja libanesa conformada por el escritor Suhayl Idris y la traductora Aida Matraji, al intelectual-activista palestino Fayiz Saygh, a la autora feminista Layla Baalbaki, al novelista sirio Hani al-Rahib, al poeta iraquí Husayn Mardan y, en el campo egipcio, al matrimonio Liliane y Lufti al-Khuli, al filósofo Abd al-Rahman Badawi, al crítico literario Mahmud Amin al-Alim y al introductor de Sartre a las letras árabes, Taha Husayn. Sartre los reciprocó, al establecer conexiones intelectuales y vínculos personales con varios de ellos.

El iconoclasta pensador francés se había ganado los corazones de buena parte de la intelectualidad tercermundista desde que había escrito un prefacio polémico al icónico libro Los condenados de la Tierra del escritor revolucionario caribeño Frantz Fanon, en el cual defendía a la insurgencia argelina contra Francia en términos muy violentos. “Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”, decía allí Sartre, “quedan un hombre muerto y un hombre libre”. Su desprecio por el colonialismo europeo lo llevó a criticar la política británica antisionista en Palestina. Declaró en 1947 “no podemos desvincularnos de la causa de los hebreos” y al año siguiente definió como “un luchador por la libertad” a un militante de la Banda Stern que había sido atrapado con explosivos.

Enseguida se mostró ambivalente en torno a la cuestión israelo-palestina. Celebró el establecimiento del Estado de Israel como “uno de los eventos más importantes de nuestra era, uno de los pocos que nos permiten hoy preservar la esperanza” y a la vez apoyó el derecho de los palestinos a retornar a las casas que dejaron atrás en la guerra de 1948; lo que estaba en las antípodas de su respaldo a la existencia de Israel. Tal como dijo su discípulo israelí Ely Ben Gal: “Sartre era muy proisraelí y también muy propalestino”.

Cuando visitó Egipto e Israel a principios de 1967, esa contradicción sartreana eclosionó con fuerza. Su intento en mantener la neutralidad política respecto del conflicto árabe-israelí lo empujó hacia la incongruencia intelectual. Como resultado de ese viaje, Sartre perdió su estatus de figura reverenciada en el mundo árabe. Di-Capua detalla el intenso y escandaloso periplo.

En febrero de aquél año, Sartre arribó a Egipto en compañía de Simon de Beauvoir y Claude Lanzmann. La liberalidad del trío de amantes intelectuales (la feminista francesa era pareja del filósofo y había sido amante del cineasta) era poco menos que extraña para el conservadurismo local. Sartre saludó por medio de una carta abierta en árabe a sus anfitriones: “Por mucho tiempo, y especialmente desde la guerra de liberación argelina, lazos de fraternidad nos unen”. La revista popular Al-Hilal los recibió con fotos de Sartre, Beauvoir e -inesperadamente- una semidesnuda Briggite Bardot en su portada y contratapa. Asimismo, el filósofo se sorprendió al toparse con la edición árabe de su obra El existencialismo es humanismo al notar que la tapa llevaba una mujer desnuda.

Mantuvieron una reunión de tres horas de duración con el presidente Gamal Abdel Nasser, quien les causó una excelente impresión. La pareja francesa dio dos conferencias en la Universidad del Cairo. Sartre parece no haber impresionado demasiado con su ponencia sobre el papel del intelectual en la sociedad contemporánea (un extranjero presente la caracterizó de “un pedazo de mierda”) mientras que Beauvoir electrizó a la audiencia con un alegato feminista y anti-patriarcal. Durante una visita a  dos campamentos de refugiados palestinos en Gaza, Sartre respaldó el derecho al retorno palestino: “Yo reconozco por completo el derecho nacional de los refugiados palestinos a regresar a su país”. A la vez, la pareja quedó impresionada por las paupérrimas condiciones de existencia en los campamentos, por las que responsabilizaron a las naciones árabes. Esa visitó concluyó caóticamente cuando una muchedumbre quiso evitar que Lanzmann tomara el rollo de un fotógrafo que había captado a Sartre junto a un niño con la bandera palestina. Epítetos antijudíos acompañaron la escena. Una cena con el titular de la OLP, Ahmad Shuqayri también causo decepción. El filósofo francés favorecía tanto el derecho a la existencia de Israel como el derecho de los palestinos al retorno, “pero”, según recordó luego Beauvoir, “los palestinos insistieron que los judíos deberían expulsados de la Palestina ocupada”. 

El trío arribó a Israel a mediados de marzo. Muchos israelíes veían esa visita con suspicacia. El recuerdo no muy lejano de otra visita polémica -la de Hannah Arendt, para cubrir el juicio a Eichmann- y la superposición del arribo con el del escritor alemán Günter Grass -quién había criticado a Israel por el acuerdo de reparaciones con Alemania- puso la sensibilidades a flor de piel. La dinámica interna del grupo de intelectuales venía agitada al punto que Lanzmann, fastidiado por lo que él consideraba una actitud prejuiciosa de Sartre hacia los israelíes, abandonó el tour y regresó a Paris. Sartre se reunió con el líder socialista Meir Yaari (con quien tuvo una tensa conversación sobre el retorno palestino), con el ministro laborista y ex general Yigal Alon (“el fascista más simpático que jamás he conocido”), con el titular de la Confederación General de Trabajadores (“su Histadrut es un monstruo sagrado”), y con el primer ministro, el presidente y otras autoridades oficiales. Sartre se rehusó a visitar una base militar (aunque sí lo hizo en Egipto) y canceló un encuentro pautado con Ytzjak Rabin, entonces jefe del ejército (“vine a reunirme con el pueblo, la izquierda y la sociedad civil, no con los militares”), dejó sin efecto reuniones con parlamentarios de centro y derecha, con editores de izquierda y, controversialmente, levantó un encuentro con David Ben-Gurion. Mantuvo las reuniones pautadas con ciudadanos árabes-israelíes, con miembros del Partido Comunista israelí, con activistas opuestos a la guerra de Vietnam, con sobrevivientes del Holocausto y con el prominente académico Gershom Sholem. Cerró su viaje con una conferencia de prensa en Tel-Aviv tras la cual Le Monde le atribuyó una frase amable sobre Theodor Herzl, padre del sionismo político. Esto provocó una reacción airada en la prensa árabe y forzó al filósofo francés a publicar una aclaración en la que reiteraba su postura favorable a la existencia y soberanía de Israel y contraria a la idea de que todos los judíos del mundo debían emigrar allí.

Así sintentiza Di-Capua la excursión de Sartre al país hebreo: “aunque se esforzó en no decir ni escribir nada concluyente, sus gestos, lenguaje corporal y actitud general condescendiente mostraron una aversión profunda al sionismo. Deploró el militarismo y rechazó cualquier cosa identificada con el estado israelí, sus símbolos, rituales y narrativas”.    

Sartre se guardaba un haz en la manga, no obstante. A fines de mayo, con la Guerra de los Seis Días avecinándose rápidamente, destacados artistas, escritores, periodistas y profesores publicaron una declaración en Le Monde que en parte decía “Los abajo firmantes intelectuales franceses […] afirmamos que el Estado de Israel está ahora mostrando un claro deseo de calma y paz […] Israel es el único país cuya misma existencia está en juego […]”. Entre ellos estaban Arthur Koestler, Pablo Picasso, Marguerite Duras, Simon de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Este pronunciamiento marcó el corte definitivo entre Sartre y sus admiradores árabes. Previamente incómodos con la ambigüedad política del intelectual, ahora estaban decididamente irritados. En Irak, todas las publicaciones de Sartre y Beauvoir fueron prohibidas. En Argelia, libros de Sartre fueron quemados. En Egipto, un grupo de intelectuales condenó a Sartre con vehemencia y la revista Al-Hilal vaticinó una era post-Sartreana en la región. En un gesto cargado de dramatismo, la viuda de Frantz Fanon, Josie, pidió a la editorial de su difunto marido que removiera el famoso prefacio del pensador francés de Los condenados de la Tierra, a lo que la editorial se avino en la siguiente edición. En el año 2000, el intelectual palestino Edward Said dirá que Sartre fue “una decepción amarga para todo árabe (no argelino) que lo haya admirado”.

Sin embargo, Sartre nunca abandonó del todo su zigzagueo moral. Cuando terroristas palestinos masacraron a once deportistas israelíes en las Olimpíadas de Múnich en 1972, justificó la acción como una forma de resistencia legítima. En 1974 se sumó a otros intelectuales que protestaron contra la decisión de UNESCO de boicotear a Israel. Dos años después aceptaba un doctorado honoris causa de la Universidad Hebrea de Jerusalem, lo cual era singularmente interesante dado su repudio al Premio Nobel de Literatura en 1964. Andando el tiempo, un segmento de la intelectualidad árabe hizo las paces con el existencialista francés. En 1980, en coincidencia con la muerte de Sartre, Suhayl Idris publicó una edición especial titulada “La ausencia de Sartre” dedicada a sus posturas políticas ambivalentes, con estudios académicos sobre sus teorías, traducciones de sus artículos sobre Argelia, Cuba y el colonialismo, su prefacio al libro de Fanon y obituarios franceses sobre su persona.

Di-Capua nos regala una perla final. Un vestigio curioso de la era del existencialismo en el Medio Oriente se encuentra en un barrio de la ciudad del Cairo: un almacén llamado “El Ser y la Nada” (al Wujud wal Adam). Sartre podría, pues, hallar consuelo en el hecho de que, cuarenta años después de su muerte, su legado en el mundo árabe no ha sido del todo descartado.