La Voz del Interior

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Por Julián Schvindlerman

  

El 11-S, cinco años despues – 20/09/06

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Cuando el líder azteca Moctezuma vio por primera vez al navegante español Hernán Cortés y sus hombres en las costas mexicanas, seguramente la curiosidad y la incomprensión azotaron su mente con interrogantes en torno a quienes eran esos sujetos de piel blanca y ropas extrañas, de donde provenían y que querían. Moctezuma debió imaginar las respuestas en función a su propia cosmovisión y entendimiento del mundo; es decir, de su mundo. Tomando como referencia la mitología azteca, Moctezuma concluyó que Cortés era el dios Quetzacoatl. Enfrentado a un acontecimiento fenomenalmente exógeno a su mundo habitual, el líder azteca redujo el evento extraño a las dimensiones por él entendibles. La historia ya nos ha permitido verificar cuán trágico fue para los aztecas ese error comprensible.

Mediante este ejemplo, el filósofo estadounidense Lee Harris explica en su libro “Civilization and its Enemies: The Next Stage of History” que el 11 de septiembre de 2001 dejó a los norteamericanos y a Occidente enfrentados a un enigma similar al que se le presentó a los aztecas oportunamente, un enigma tan total que aún hoy no ha terminado de digerirse emocionalmente. Amoldando el terrible incidente a un contexto de racionalidad occidental, muchos buscaron en la propia historia occidental la explicación de una matanza tan colosal. Así, el colonialismo europeo, el imperialismo norteamericano, el conflicto palestino-israelí, el apoyo de Estados Unidos a Israel, la presencia de tropas en Arabia Saudita, o una combinación de estas cuestiones, pasó a conformar una suerte de paradigma único para entender el hecho atroz, al menos en los círculos bien pensant. A su vez, la exploración de las llamadas “raíces causales” del terrorismo -supuestamente la pobreza, la humillación, la opresión ,etc- cobró una nueva magnitud a partir de aquél fatídico 11 de septiembre, en detrimento de una exploración de la ideología totalitaria de la jihad global y de las motivaciones religiosas de los guerreros santos.

Tal como Moctezuma en el siglo XVI, los perplejos observadores del siglo XXI debieron recurrir a su propio entendimiento del mundo para explicar un desarrollo de considerable extrañeza. No que el terrorismo internacional en general, ni el de la variante musulmana en particular, fueran poco conocidos en Occidente. Pero la audacia y originalidad en la planificación, la simpleza y efectividad de la ejecución, la singular elección de objetivos, y la envergadura y letalidad de la conclusión, indudablemente posicionaron a dicho atentado en una nueva y hasta entonces no vista escala de espectacularidad en la historia del terrorismo mundial. Desde entonces, el Islam radical ha dejado sus huellas de terror en las estaciones de trenes de Madrid y Bombay, en los subtes de Londres, en las mezquitas y el edificio de la ONU en Irak, en las sinagogas de Túnez, Turquía y Marruecos, en las iglesias de Indonesia, en los hoteles de Bali, Sharm el-Sheikh y Amán, y en otros indecibles ataques en Kenya, Chechenia y Karachi, tal como ya había golpeado durante los años noventa a los argentinos en las calles de Buenos Aires y a los israelíes en los cafés de Tel-Aviv.
 
Durante estos largos y trágicos años, quienes vivimos en Occidente hemos estado discutiendo si nos encontramos o no en una guerra de civilizaciones. Independientemente del devenir de semejante disquisición, sería útil advertir que es lo que los propios  musulmanes fanáticos de Al-Qaeda y Cía dicen al respecto. Mientras que nosotros ponderamos sutilezas, Bin-Laden y sus seguidores no albergan duda alguna de que, efectivamente, una guerra de valores a escala mundial está en curso. Pocos casos ilustran esto con tanta claridad como el secuestro de dos periodistas de la cadena Fox el mes pasado en la Franja de Gaza. Sus captores palestinos accedieron a dejarlos en libertad solo una vez que éstos hubieran aceptado convertirse al Islam. ¿Puede alguien imaginar hoy algún país en Occidente en el que un musulmán sería forzado bajo amenaza de muerte a convertirse al Cristianismo o al Judaísmo? ¿Hemos olvidado que el periodista del Wall Street Journal Daniel Pearl fue obligado a anunciar su identidad judía instantes antes de ser degollado por su verdugo paquistaní? ¿Recordamos el llamado reciente de Al-Qaeda al pueblo norteamericano a abrazar la fe mahometana?

Al conmemorar el quinto aniversario del peor atentado terrorista de la historia, bien haríamos en valorar estas palabras del escritor inglés Paul Johnson: “Lo mejor que se puede hacer para honrar a quienes murieron es proteger a los que viven”. Para ello es vital dejar de lado las obsesiones auto-condenatorias que tanto nos afligen, reconocer que las amenazas de guerra santa y destrucción global no emanan ni de Washington, ni de Londres ni de Jerusalén, y por sobre todo, no cometer el error de Moctezuma de proyectar sobre  enemigos decididos nuestro adorado pacifismo.