Por Julián Schvindlerman
Perfil – 3/12/2022
Todo el mundo sabía de antemano que darle a Catar -una monarquía musulmana bastante conservadora- la oportunidad de organizar una copa mundial de fútbol -seguida por miles de millones de personas de diverso gusto ético y moral- daría lugar a una situación que no iba a estar exenta de polémicas. Un país autocrático sunita, aliado de una teocracia chiíta alborotadora, anfitrión de grupos y personalidades terroristas como Khalil Sheik Mohammed de Al-Qaeda y Yusuf al-Qaradawi de la Hermandad Musulmana, que nunca había siquiera clasificado a un mundial de fútbol, amén de padecer temperaturas muy elevadas y nula experiencia en exponerse ante la mirada crítica del planeta entero, sin embargo, fue elegido para ser anfitrión del evento más importante del calendario deportivo global. Las controversias estallaron instantáneamente.
Agrupaciones de derechos humanos protestaron por la situación deplorable de los trabajadores extranjeros (cientos de ellos murieron construyendo la infraestructura para el campeonato), plantearon el estatus precario de la mujer en esa cultura misógina (imposición del velo entre otras restricciones a la libertad de elección), y denunciaron la persecución a miembros de la comunidad homosexual (repudiada por el islam tradicionalista). Cuando, a dos días del inicio del mundial, el gobierno catarí anunció que no permitiría la venta de bebidas alcohólicas en las inmediaciones de los estadios, incluso los fanáticos del fútbol más desinteresados en la cultura y la política de aquella nación árabe se vieron forzados a prestar atención.
Las preocupaciones internacionales respecto del estatus de las mujeres, los gays y los trabajadores extranjeros en Catar, son legítimas. Y está claro que Doha busca tapar estas cuestiones y lavar su imagen global por medio del deporte. Varios déspotas han empleado grandes eventos deportivos para mejorar su imagen internacional anteriormente. Benito Mussolini lo intentó con la copa mundial de fútbol en 1934, Adolf Hitler con las olimpíadas de Múnich en 1936 y la Junta Militar argentina con la copa de fútbol en 1978. Más recientemente, Vladimir Putin fue anfitrión del mundial de fútbol en 2018 y Xi Jinping de los juegos olímpicos este mismo año. Pero entonces: ¿En qué sentido es Catar 2022 diferente? Así, la aseveración del titular de la FIFA Gianni Infantino de que “esta lección moral unilateral es solo hipocresía” en referencia a las críticas a la celebración de este campeonato mundial en esta nación árabe, aunque imprecisa, no es infundada. Algo incomoda en toda la moralina occidental que está rodeando este mundial.
Resulta raro ver a los jugadores de varios seleccionados armar un pequeño escándalo al anunciar su decisión de vestir alguna insignia colorida en muestra de solidaridad con los homosexuales perseguidos de Catar u otros gestos virtuosos que parecen estar orientados a suavizar a la opinión pública en sus países de origen más que dirigidos al gobierno árabe. Si tanto ofende a sus conciencias la situación doméstica catarí, estos jugadores podían haber elegido simplemente no viajar allí. Todos los seleccionados que hoy se muestran moralmente compungidos podían haber boicoteado esta copa de fútbol, y elevar sus principios éticos por sobre sus gustos deportivos, sus metas profesionales o sus intereses económicos. No obstante, no lo hicieron. Si uno desaprueba al dueño de la casa, puede elegir no ir a la fiesta que él organiza. Pero si uno decide ir, no puede hacerlo con una pancarta de protesta.
Es válido objetar la política proiraní y proislamista de Catar, así como su déficit en materia de derechos humanos, o criticar la decisión de la FIFA de otorgarle el rango de anfitrión de la copa mundial de fútbol en primer lugar. De entrada, fue evidente que esa era una determinación cuestionable. A la vez, es razonable pedir coherencia a quienes eligieron libremente ir a patear la pelota en los estadios de Catar y en simultáneo escenifican la presunta herida moral que eso les produce. El aeropuerto internacional de Doha opera con normalidad: hoy mismo podrían volar de regreso a sus casas, si así quisieran.
Profesor titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Palermo.