Revista Nuestra Memoria – Fundación Museo del Holocausto en la Argentina
Pío XII nunca condenó de manera pública, explícita y directa la guerra de agresión de los nazis, ni sus inconcebibles actos de barbarismo. Permaneció en silencio aún cuando recibió incesantes pedidos por parte de otros católicos, gobiernos aliados, y de las propias víctimas, pidiéndole que hablara. Por sobre todo, el Papa calló a pesar de tener pleno conocimiento de lo que estaba sucediendo. Su silencio no puede ser atribuido a la ignorancia. Según David Alvarez, investigador especializado en el servicio de inteligencia de la Santa Sede, “No podía haber ninguna duda de que el Vaticano tenía inteligencia sobre la Solución Final”.1 Varios historiadores respetados se han expresado análogamente. Michael Marrus ha señalado que “Cuando las matanzas masivas comenzaron, el vaticano estaba extremadamente bien informado”.2 Walter Laqueur ha dicho que la Santa Sede estaba “mejor informada que cualquier otro en Europa”.3 En la opinión de Michael Phayer, “Oficiales vaticanos, incluyendo al Papa, fueron los primeros -o entre los primeros- en saber del Holocausto”.4 Ello coincide con la impresión de actores políticos de la época. Gerhart Riegner, pieza clave del sistema de información de la resistencia judía en Europa, indicó que “El Vaticano estaba probablemente mejor informado que nosotros”.5 El entonces embajador estadounidense en Berlín, Hugh Wilson, aseveró que el Vaticano tenía “el mejor servicio de información en Europa”.6 Jerarcas nazis de alto rango como Reinhard Heydrich estaban “obsesionados por la amenaza clandestina del Vaticano”.7
Al inicio de la guerra, treinta y siete estados tenían representación diplomática ante el Vaticano, y ante cada uno ellos la Santa Sede tenía a su vez acreditado un nuncio. En otras veintidós naciones el Papa era representado por delegados apostólicos. Para 1939, la Santa Sede tenía representaciones (variando en estatura protocolar) en casi todas las partes del mundo, exceptuando a Moscú. Entre los países claves en los que el Vaticano tenía nuncios se contaba a Francia, Alemania, Hungría, Italia, Portugal, Rumania, España y Suiza; delegados apostólicos tenía en Turquía, Grecia, Estados Unidos e Inglaterra; y otros representantes en Croacia y Eslovaquia. La representación en Londres era especialmente importante dado que esa capital no sólo albergaba al gobierno de una de las potencias aliadas más grandes, sino también a varios de los “gobiernos en el exilio” tales como el polaco, belga, holandés, y yugoslavo, a los que el representante vaticano tenía acceso.8 Luego de la ocupación alemana de Bélgica, Holanda y Polonia, la Santa Sede debió cerrar sus nunciaturas allí y lo mismo sucedió con las nunciaturas en los países bálticos cuando esas repúblicas fueron absorbidas por la Unión Soviética, pero las hostilidades también derivaron en el establecimiento de nuevas relaciones diplomáticas con Finlandia, China y Japón. Cuando Italia ingresó a la guerra en 1940, diplomáticos aliados debieron abandonar sus misiones en Roma y mudarse a la Ciudad del Vaticano. Si bien estaban físicamente recluidos y sus actividades eran observadas por la policía secreta fascista, podían obtener información y estar en contacto con la comunidad diplomática neutral residente en Roma. (Cuando los Aliados liberaron Roma en junio de 1944, fue el turno de las embajadas del Eje mudarse al Estado Vaticano).9
El servicio diplomático vaticano se veía restringido por su escaso personal. Aún en el pico de la guerra no llegó a contar con más de cien hombres. La Secretaría de Estado tenía solamente treinta y un empleados durante el primer año de la guerra. Con el transcurrir del tiempo fue agregando personal, pero el ritmo vertiginoso de los eventos le imponía un desafío. Las nunciaturas también estaban cortas de personal. Durante los primeros meses de la guerra los nuncios en Berlín y París disponían de apenas dos asistentes cada uno, los delegados en Londres y Washington disponían de uno cada uno, y el delegado en Japón no tenía asistentes.10 Esta limitación era compensada por un activo valioso con el que contaba la Iglesia Católica: los numerosos sacerdotes y monjas de todo el mundo dispuestos a ayudar y que, de hecho, fueron contratados por las representaciones vaticanas para desempeñar determinadas tareas. Junto con la importante fuente de información que realmente era la comunidad diplomática a ella vinculada, el Vaticano contaba además con estos muchos sacerdotes y monjas católicos residentes en Europa que recolectaban información de fieles, guardias, soldados, civiles y viajantes que habían presenciado los crímenes de los nazis y estaban shockeados. Tal como un diplomático estadounidense destacó, “Mediante sus representantes la Iglesia tiene acceso a los pensamientos de cada hombre en cada cancillería en Europa y en aldeas remotas en cada país”.11 A través de ellos, mensajes, cartas y paquetes fueron lentamente trasladados de un lugar a otro, burlando de esa manera limitada la censura alemana e italiana.
Ciertamente la coyuntura de la guerra afectó la viabilidad de las comunicaciones, pero el Vaticano disponía de “servicios de emergencia” que le ayudaron a superar los desafíos. No había nada extraordinario en ello, puesto que individuos (muchos de ellos perseguidos por la Gestapo) lograron crear sistemas de comunicación verdaderamente increíbles, aún bajo circunstancias mucho más difíciles y sin contar con los recursos del Vaticano.12 Entre estos servicios de emergencia, la Santa Sede contaba para comunicarse con sus delegados con la valija diplomática y los telegramas. Antes del inicio de la contienda, confiaba su correo al estado italiano. Luego del ingreso de Italia a la guerra y durante gran parte de la misma, el Vaticano no tuvo un servicio de correo propio, dependiendo para ello de la gentileza de la neutral Suiza. Posteriormente confió sus mensajes a otras potencias aliadas como Estados Unidos e Inglaterra. A partir de la liberación de Roma, la Secretaría de Estado estableció su propio servicio postal.13 En cuanto a los telegramas, especialistas vaticanos los encriptaban para preservar su confidencialidad. El sistema de protección vaticano de sus telegramas resultó ser uno de los más seguros utilizados durante la guerra. Expertos en quebrar códigos estadounidenses pudieron descifrar los telegramas de casi todos los países, tanto de enemigos como aliados y neutrales, y sin embargo los telegramas vaticanos mayormente no pudieron ser espiados. En tanto que varios gobiernos lograron descifrar los telegramas no confidenciales de la Santa Sede, aparentemente ningún gobierno fue exitoso en decodificar sus telegramas más secretos. Por caso, de casi ocho mil telegramas vaticanos enviados durante la guerra, la inteligencia fascista consiguió descifrar tan solo cerca de cuatrocientos, de los cuáles apenas sesenta en forma completa.14
Además el Vaticano contaba con un muy sofisticado servicio secreto, la Santa Alianza, fundada en 1566, suplementada por el servicio de contraespionaje, el Sodalitium Pianum, establecido en 1909. Ya en 1937, la Santa Sede se había enterado del proyecto nazi de purificación y eutanasia y pudo así hacer saber su protesta ante las autoridades alemanas.15 A principios de 1939, agentes de la Santa Sede detectaron un plan alemán que pretendía sobornar al cónclave que debía elegir al nuevo Papa. El Führer quería favorecer la elección de Eugenio Pacelli (sin que éste tuviera idea de ello). El contraespionaje vaticano fue informado y finalmente Pacelli fue electo Papa al margen de esta operación clandestina que terminó frustrada.16 Unos meses después, en noviembre, la nunciatura en Berna fue informada de un complot de oficiales alemanes para deponer a Hitler; dato que ya había llegado al Vaticano por otros canales.17
Diez días antes de la invasión nazi de Holanda y Bélgica, el Vaticano se había enterado de ello. Un oficial alemán católico disidente, Josef Müller, alertó a Pío XII el 1 de mayo de 1940 que la ofensiva alemana hacia el Oeste era inminente. Dos días más tarde, el Vaticano envió telegramas a sus nuncios en La Haya y Bruselas, y tres días después, el Papa personalmente advirtió a la princesa belga. Ambos gobiernos desoyeron las advertencias. El 10 de mayo, las tropas alemanas invadieron, confirmando la precisión de la inteligencia vaticana.18 Al año siguiente, con dos meses de anticipación a la invasión nazi de Rusia en la Operación Barbarossa, la Santa Sede estaba al tanto. Su nunciatura en Suiza reportó sobre ello en abril de 1941 y nuevamente poco antes del ataque. El 16 de junio el embajador norteamericano ante Italia informó a Washington que el Vaticano creía que la posibilidad de la guerra entre Rusia y Alemania era cierta. El 22 de junio comenzó el avance alemán sobre la Unión Soviética.19 Al año siguiente, el contraespionaje vaticano evitó la comisión de un asesinato político en Roma. La mañana del 22 de enero de 1943, tres agentes nazis arribaron en tren a Roma con la misión de asesinar a Myron Taylor, el representante del presidente Roosevelt ante el Vaticano. El operativo fracasó pues ya desde el año anterior los servicios secretos inglés y norteamericano habían sido alertados al respecto por la Santa Alianza.20 A su vez, el Vaticano supo de las intenciones de Mussolini de invadir Grecia cuatro semanas antes de que el ataque ocurriera, fue uno de los primeros en saber del plan de deportar a los judíos eslovacos, fue alertada de una gran redada en Roma cinco días antes del arresto de los judíos romanos, y apenas dos días después de que el régimen de Vichy instruyera secretamente a sus prefectos que preparan la deportación de los judíos de la Francia aún no ocupada, y diecinueve días antes de que las deportaciones comenzaran, el nuncio en París informó al Vaticano de los trazos generales del operativo.21
Tal la reputación de la Santa Sede como centro de información confiable que nada menos que cinco agencias diferentes de la inteligencia alemana operaban contra ella.22 Su pequeño territorio y sus limitadas medidas de seguridad lo hacían vulnerable a intromisiones de espionaje extranjeras, sin embargo, en la opinión de un autor, el Vaticano fue “sorprendentemente resistente a ataque[s] de inteligencia”.23 Otra fuente de información para el Papado era la prensa internacional. Los nuncios enviaban regularmente periódicos foráneos al Vaticano, aunque muchas veces éstos arribaban tardíamente. Sin embargo, los periódicos suizos estaban disponibles en Roma dos o tres días después de su publicación. A partir de mediados de 1940, el Papa y el secretario de estado recibían diariamente sinopsis de los reportes de la BBC, los que les eran suministrados personalmente por el embajador británico Francis d´Arcy Osborne.24 Además, la Santa Sede monitoreaba a la prensa alemana, y “en cuanto al futuro que esperaba a los judíos ciertamente no había ningún elemento de misterio en los feroces editoriales dictados por el Dr. Goebbels en Das Reich que recibían eco en todos los otros diarios alemanes”.25 Especialmente, la diatriba radial que Hitler pronunció contra los judíos el 30 de enero de 1942 -al poco tiempo de la Conferencia de Wannsee- fue reproducida al día siguiente en el periódico romano Il Messagero. El discurso incluía la aseveración del Führer “¡Los judíos serán liquidados por al menos mil años!”. El nuncio en Berlín también informó de ello al Secretario de Estado Cardenal Maglione.26
Pero por sobre todo, durante los años fatídicos de la Segunda Guerra Mundial, el Vaticano recibió continuamente informes del cuerpo diplomático acreditado, de organizaciones judías, de líderes exiliados, y de oficiales alemanes disidentes, alertando sobre el genocidio en curso. En marzo de 1942, Gerhart Riegner, representante del Congreso Judío Mundial en Ginebra, envió un memorando a la nunciatura en Berna indicando la existencia de varias fuentes que confirmaban el exterminio de judíos. En septiembre, dos memorandos de los embajadores polaco (Kazimierz Papée) y norteamericano (Myron Taylor) enviados al Secretario de Estado Luigi Maglione reportaron la liquidación en el ghetto de Varsovia, deportaciones masivas y ejecuciones colectivas de judíos. En octubre, el embajador polaco confirmó al Vaticano que los judíos de Polonia estaban siendo transportados a campamentos de la muerte. En noviembre, el consejero de la embajada estadounidense en Roma, Harold Tittman, presentó un memorando que informaba acerca del exterminio masivo de judíos en la Polonia ocupada por medio de cámaras de gas y por fusilamientos. En diciembre, el representante británico D´Arcy Osborne entregó personalmente a Pío XII un informe realizado por los gobiernos de Londres, Washington, y Moscú que documentaba el asesinato masivo de judíos.27 En algún momento durante la segunda mitad de ese mismo año, la Santa Sede recibió el denominado Informe Gerstein, basado en los relatos de un testigo presencial en el campamento de exterminio Belzec.
El Vaticano trató con cautela la avalancha de información que recibía de fuentes aliadas y de las propias víctimas por temor a que se tratara de exagerada -sino infundada- propaganda lanzada en el contexto de una batalla psicológica contra la Alemania nazi orientada a ganar el apoyo del Papado.28 No obstante, esta precaución no era válida cuando de fuentes propias se trataba. Aún en enero de 1940, antes de que comenzaran las deportaciones y las matanzas en masa, la radio vaticana y L´Osservatore Romano informaron acerca de las “crueldades espantosas de la tiranía incivilizada” de los nazis en Polonia.29 Ya en 1941 la Santa Sede recibió datos sobre las deportaciones y la destrucción de las comunidades judías por parte de sus representantes en Zagreb, París, Berlín, Riga, Varsovia y otros lugares. Así, en octubre de 1941, el cardenal Maglione recibió reportes del Chargé d´Affairs de su nunciatura en Bratislava, Monseñor Giuseppe Burzio, informando sobre el asesinato de hombres, mujeres y niños judíos en manos de los nazis en el territorio ocupado ruso. En marzo de 1942, informó nuevamente al secretario de estado acerca de la inminente deportación de 80.000 judíos. En mayo escribió confirmando las deportaciones. Ese mismo mes, el sacerdote italiano Pirro Scavizzi escribió al Papa sobre las matanzas de judíos. A los pocos meses, el abad Ramiro Marcone escribió a Maglione informando que los judíos croatas serían próximamente deportados hacia Alemania y que dos millones de judíos ya habían sido asesinados. En diciembre, el arzobispo Anthony Springovics notificó a Pío XII que la mayoría de los judíos de Riga habían sido obliterados. En marzo de 1943, el obispo Konrad von Preysing, quién ya en 1941 había instado a Pacelli a que se pronunciara a favor de los judíos y quién durante la guerra le instó a prescindir de una nunciatura en Alemania, informó al Papa desde Berlín sobre la redada de judíos acontecida a fines de febrero y señaló que posiblemente serían liquidados. En julio, el sacerdote Marie-Benoit Peteul de Marsella se reunió con Pío XII para pedirle ayuda para rescatar a los judíos de la parte ocupada de Francia. En octubre, en la mismísima Ciudad Eterna, el Papado vio como los nazis arrestaban y deportaban a los judíos de Roma. Desde abril a junio de 1944, el nuncio en Hungría, Angelo Rotta, notificó a la Santa Sede respecto de las deportaciones de los judíos hacia Auschwitz.30 Ya para mayo de 1943, el propio Secretario de Estado admitía que un genocidio contra el pueblo judío efectivamente estaba ocurriendo. Escribió Luigi Maglione:
“Judíos. Situación horrible. 4.5 millones de judíos en Polonia antes de la guerra,más varios deportados de otros países ocupados…No puede haber duda de que la mayoría ya han sido liquidados. Campos de la muerte especiales en Lublin (Treblinka) y cerca de Brest Litvosk. Transportados allí en vagones de ganado, herméticamente cerrados”.31
El debate acerca de lo que el Papa hizo o dejó de hacer por los judíos durante la Segunda Guerra Mundial sigue vigente. Cualquiera haya sido el motivo del mentado silencio de Pío XII, resulta claro que la ausencia de información no fue uno de ellos.
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Referencias
1 David Alvarez, Spies in the Vatican: Espionage & Intrigue from Napoleon to the Holocaust (USA: University Press of Kansas, 2002), p. 290.
2 Michael Marrus, The Holocaust in History (USA: Meridian, 1987), p. 180.
3 Citado por Alvarez, p. 287.
4 Michael Phayer, The Catholic Church and the Holocaust, 1930-1965 (Bloomington: Indiana University Press, 2000), p. 42.
5 Susan Zuccoti, Under His Very Windows: The Vatican and the Holocaust in Italy (New Haven: Yale University Press, 2000), p. 95.
6 Alvarez, p. 269.
7 Ibid., p. 268.
8 John Morley, Vatican Diplomacy and the Jews During the Holocaust: 1939-1945 (New York: Ktav Publishing House, 1980), p. 12; Carlo Falconi, The Silence of Pius XII (London: Faber & Faber, 1970), p. 52; Alvarez, pp. 69-70; Zuccotti, p. 95.
9 Falconi, pp. 50-51; Morley, p. 14; Alvarez, p. 270, y pp. 273-274.
10 Alvarez, pp. 270-272, y p. 293.
11 Citado por Ibid., p. 275.
12 Falconi, p. 53.
13 Alvarez, pp. 276-278.
14 Eric Frattini, Los Espías del Papa (Madrid: Espasa, 2008), p. 233, y Alvarez, p. 279.
15 Frattini, pp. 213-223.
16 Ibid., p. 226-230.
17 John Cornwell, El Papa de Hitler: La verdadera historia de Pío XII (Buenos Aires: Planeta, 2000), pp. 264-269; y Phayer, p. 276.
18 Alvarez, pp. 282-283; y Frattini, p. 244.
19 Alvarez, pp. 283-285.
20 Frattini, pp. 234-235.
21 Alvarez, p. 273 y p. 290; y Zuccotti, p. 157.
22 David Alvarez, “Vatican Intelligence Capabilities in the Second World War”, Intelligence and National Security, Vol. 6, No. 3, (London: Frank Cass Publ.), 1991, p. 593.
23 Alvarez, Spies in the Vatican, p. 295.
24 Ibid., p. 274.
25 Falconi, p. 63.
26 Owen Chadwick, Britain and the Vatican during the Second World War (Cambridge: Cambridge University Press, 1986), p. 205; y Zuccotti, p. 99.
27 Phayer, pp. 47-48.
28 Morley, p. 203, y Anthony Rhodes, The Vatican in the Age of Dictators, 1922-1945 (London: Hodder and Stoughton, 1973), p. 346.
29 Citado por David Dalin, The Myth of Hitler´s Pope: How the Pope Pius XII Rescued Jews from the Nazis (USA: Regnery Publishing, 2005), p. 74.
30 Morley, p. 198 y p. 203; Phayer, pp. 47-50.
31 Citado por John Conway, “Catholicism and the Jews During the Nazi Period and After”, en Otto Kulka & Paul Mendes-Flohr, Judaism and Christianity Under the Impact of National Socialism (Jerusalem: The Historical Society of Israel and the Zalman Shazar Center of Jewish History, 1987), 445.