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El Otro Eje del Mal

El otro eje del mal – Ensayo Completo

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Antinorteamericanismo, Antiisraelismo y Antisemitismo

Introduccion

Nadie puede poner en duda el hecho de que el Estado de Israel es globalmente discriminado.

El sionismo (es decir, el nacionalismo judío) es el único movi­miento de liberación nacional alguna vez tildado de racista por la familia de las naciones. Alrededor de un tercio de todas las resoluciones de condena de las Naciones Unidas han caído sobre un único estado, Israel. La Comisión de Derechos Humanos monitorea a los 191 estados-miembro de la ONU colectivamente, en tanto que Israel es examinada separadamente bajo un ítem especial de la agenda. Cuando los Países Signatarios de las Convenciones de Ginebra se reunieron por primera vez, cincuenta y dos años luego de su establecimiento, lo hicieron para debatir a Israel. AI Magen David Adom (la Estrella de David Roja, en hebreo), la organización de asistencia humanitaria israelí, se le niega membresía a la Federación Internacional de las Sociedades de la Cruz Roja y el Cuarto Creciente Rojo, donde la Cruz Roja cristiana y el Cuarto Creciente Rojo musulmán son agencias reconocidas. Sólo Israel fue objeto de campañas de desprendimiento empresarial en las universidades occidentales, y sólo los académicos israelíes fueron boicoteados por sus colegas en Occidente.

Ídem para la Corte Internacional de Justicia (la más saliente institución legal de la humanidad para resolver disputas entre países), cuyos 15 jueces ponderaron la legalidad de la valla antiterrorista israelí. La CIJ, que ha emitido solamente 22 opiniones desde 1947, ha juzgado a Israel no por cometer crímenes contra la humanidad, sino por evitar que otros los lleven a cabo, tal como aptamente observó el experto en derecho internacional Alan Stephens.

Ninguna nación es tan cotidianamente catalogada de nazi, fascista, imperialista, colonialista, expansionista, genocida y segregacionista, como Israel lo es. Una encuesta europea del 2003 arrojó el sorprendente dato que el 60% de los europeos considera a Israel la principal amenaza a la paz mundial.

Lo que estamos presenciando aquí es esencialmente un proceso de palestinización del discurso intelectual occidental. Es como si algunos formadores de opinión en Occidente hubieran adoptado la terminología intransigente y ofensiva de la Carta Nacional Palestina, el documento fundacional de la OLP que llama a la destrucción de Israel. Este no es un comentario irónico. El Artículo 22 de la Carta denomina a Israel «una base para el imperialismo mundial» y «una constante fuente de amenaza vis-à-vis la paz en el Medio Oriente y todo el mundo», un punto de vista reflejado en la encuesta europea. El sionismo es descrito como «racista y fanático en su naturaleza, agresivo, expansionista y colonial en sus objetivos, y fascista en sus métodos», una caracterización regularmente asignada a Israel aún en respetables plataformas occidentales. El Articulo 9 afirma que la «lucha armada es el único camino para liberar Palestina», un concepto ya incorporado literalmente en varias resoluciones de la ONU. Y uno debiera ser perdonado por pensar que la CIJ pareciera estar respondiendo al Artículo 18 en el que los palestinos declaran «buscar el apoyo de estados amantes de la paz, la libertad y la justicia para restaurar sus legítimos derechos en Palestina…»

Tal lenguaje escapa del ámbito de lo retórico para ingresar al de la incitación. Pierre-André Taguieff, autor de La Nueva Judeofobia, lo expresó de esta manera: si Israel se ha realmente transformado en una entidad tan fea, peligrosa y amenazadora de la paz comparable a la Alemania nazi y a la Sudáfrica del Apartheid, ¿entonces no debiera la comunidad mundial aislar -sino directamente abolir- la existencia del estado judío?

La demonización de Israel es tan total, la crítica tan dura, y la condena tan maniqueísta, que uno apenas si puede considerar esta actitud no tendenciosa o incluso no maliciosa. ¿Se ha convertido Israel, tal como cada vez se dice más seguido, en el judío entre las naciones? ¿Cómo sabemos exactamente dónde termina el territorio soberano de la crítica razonable y comienza el del ataque odioso?

Obviamente, la crítica de políticas israelíes puntuales es juego limpio. No es solamente legítima sino también necesaria. Israel es una nación perfectible, tal como lo es cada nación del planeta. Y este es precisamente el punto: tomar solamente al estado judío para el juicio moral de entre una pluralidad de naciones imperfectas es un acto discriminatorio. Enfocar tanta atención internacional sobre la democrática y diminuta Israel cuando existen mucho más urgentes, y de hecho intolerables, violaciones a los derechos humanos, guerras y destrucción alrededor del orbe, parecería estar un poco fuera de lugar.

Sería incorrecto atar automáticamente toda crítica de Israel al prejuicio o al odio. Pero sería igualmente equivocado ignorar el hecho de que a veces el nexo realmente existe. Cuando la condena a Israel es tan impiadosa, selectiva, desproporcionada y absoluta como lo es actualmente, cuando el estado judío es discriminado de manera tan injusta y demonizado a escala tan vasta entonces, inadvertidamente o no, se cruza una línea; la línea, «fina como un cabello» en palabras del historiador León Poliakov, entre el antiisraelismo y el antisemitismo.


Análogas aunque no idénticas preguntas podemos realizar respecto de la crítica a Norteamérica. ¿Representa la sanción mundial a la única superpotencia una crítica a políticas específicas, o más bien refleja un desprecio por Norteamérica más general y abarcativo? ¿Hay una diferencia real entre el anti-Bushismo y el antinorteamericanismo, o tal como la férrea condena a Sharon puede englobar una fobia oculta a Israel, el rechazo contemporáneo a Bush pudiera quizás enmascarar un odio de base extemporáneo hacia los Estados Unidos? En otras palabras, ¿es Norteamérica, tal como Israel, criticada por lo que hace o por lo que es?

Naturalmente, el paralelismo entre el anti-Bushismo como antinorteamericanismo, emparentado al anti-Sharonismo como antiisraelismo, no es impecable. La noción de la relación entre el pueblo judío con Israel y el antisemitismo milenario no puede equiparase a la formulación simple del anti-Bushismo=antinorteamericanismo. La fórmula anitsharonismo=antiisraelismo seria harto insuficiente para estudiar de manera integral el fenómeno de la crítica a Israel, pero podría su simétrico constituirse en aproximación respetable para el otro caso en estudio. No obstante las diferencias comparativas, hay trazos comunes y vínculos interesantes entre el antiisraelismo, el antisemitismo y el antinorteamericanismo que este ensayo procurara explorar.

A esta altura cabría introducir la obligatoria y pertinente aclaración de que el presente ensayo no postula que el antiisraelismo necesariamente implica antisemitismo, que el antisemitismo obligatoriamente sugiere antinorteamericanismo, o que el antinorteamericanismo siempre va acompañado de antiisraelismo. Advertencia similar a la ya efectuada cabría insertar aquí y reiterar que sería poco prudente siempre emparentar automáticamente a estos ismos, o suponer que toda crítica de Israel esconde una malicia antisemita o una vinculación inexorable con un desprecio por todo lo nortea­mericano y viceversa. AI mismo tiempo, sería igualmente absurdo ignorar los vínculos -estrechos en muchos casos- que unen en una matriz del odio común a estas tres fobias en la actualidad. Después de todo, los propios detractores de Israel, Estados Unidos y el pueblo judío suelen agrupar sus críticas en un mismo conjunto.

Unos pocos ejemplos ilustrarán el punto. La encuesta europea más arriba referenciada, ubicó a los Estados Unidos como la segunda amenaza a la paz global, después de Israel, en las mentes de la mayoría de los europeos. En varias de las manifestaciones europeas y araboislámicas contra la guerra en Irak, los posters burlescos del presidente norteamericano George W. Bush solían estar acompañados de imágenes nazificadas del premier israelí Ariel Sharon. Irán define a Estados Unidos como «el gran Satán» y a Israel como «el pequeño Satán». En las calles de Egipto, Siria, Pakistán y otras naciones árabes y musulmanas se queman conjuntamente banderas norteamericanas e israelíes. En las zonas palestinas, las mismas donde se aplaudieron los misiles Scud que Saddam Hussein lanzó contra centros civiles israelíes en 1991, se venden hoy en día Torres Gemelas de plástico con aviones incrustándose en ellas. «Procurar matar norteamericanos y judíos en todas las partes del mundo es una de las más grandes obligaciones, y el buen acto más preferido por Alá», afirma el magnate terrorista (ex) saudita Osama bin-Laden. «Estados Unidos quiere convertir a Chile en el Israel de América Latina» explica el líder cocalero boliviano Evo Morales. «Los planes estadounidenses para el futuro de la región tras la intervención contra Irak no dejan lugar a dudas: controlar el suministro petrolífero del mundo industrializado e imponer la inserción económica de Israel en Oriente Medio» anuncia el cineasta español Pedro Almodóvar. El granjero radical francés José Bové ataca un MacDonalds en 1999 en el marco de su lucha contra la globalización; unos años después lo veremos en Ramallah denunciado a Israel y apoyando a Yasser Arafat en la Mukata. En tanto que círculos militares argentinos padecen de una teoría conspirativa según la cual los israelíes intentarán algún día invadir la Patagonia, las fuerzas armadas brasileras, nos informa el corresponsal en San Pablo del diario La Nación, «mantienen en el fondo una casi romántica hipótesis de conflicto en que los Estados Unidos podrían tomar la Amazonia”.

Podríamos continuar con más ejemplos de la vituperación trilliza de Israel, los judíos y Norteamérica pero considero que el punto ya es evidente. Digámoslo de otra manera: no se queman al mismo tiempo banderas de Francia y Perú en Nablus, ni se grita al unísono muerte a los argentinos y a los chinos en Irán, ni se considera a Kim Jong II y Hosni Mubarak las mas urgentes amenazas a la estabilidad del orden mundial. No, la crítica empareja a Estados Unidos con los judíos e Israel, los que se han constituido en objetivos del tiro al blanco; abstracto y dialéctico en Occidente, concreto y físico en Oriente.

Ahora bien, ni el antinorteamericanismo, ni el antiisraelísmo, ni el antisemitismo son fenómenos novedosos; pero la confluencia de los tres en una crítica común de acentuada intensidad sí lo es. Mucho se ha escrito sobre el antisemitismo y su relación con el antisionismo, y quizás no habría mayor originalidad en lo que un nuevo ensayo sobre el tema podría aportar. El enfoque que aquí se propone es el de universalizar relativamente el estudio del fenómeno en cuestión, tomando respetuosa distancia de la tradicional aproximación comprensiblemente particularista respecto de esos gemelos infames que son el antisemitismo y el antiisraelismo, e intentar dilucidar los trazos comunes que pudieran existir con el odio a Norteamérica. En otras palabras, procuraremos demostrar cómo hay un común denominador en la base del antiisraelismo y del antinorteamericanismo, fenómeno este último a primeras vistas enteramente distinto y disociado del otro «anti-ismo». Para lo cual estudiaremos primero las características más distintivas del odio a los Estados Unidos con el propósito de poder exponer de esta manera la comunión filosófico-ideológica de este verdadero eje del mal integrado por el antinorteamericanismo, el antiisraelismo y el antisemitismo.

La ética del poder y el paraíso post-histórico

A nivel fundamental, Israel y Estados Unidos son dos naciones imbuidas de un claro sentido de la misión histórica. El estado judío está íntimamente conectado con promesas divinas, profecías bíblicas y la construcción de un país «Luz entre las naciones», en tanto que la empresa norteamericana fue convocada con el lenguaje de la «tierra prometida», la «nueva Jerusalén» y la constante alusión a lo divino, al punto tal de haber sido considerada por algunos observadores como «la nación mas ‘judía’ en el mundo cristiano». El ideal igualitario y de justicia judío, fuente inspiradora del movimiento sionista, halla su paralelo en la visión libertaria y democrática de Estados Unidos, cuya revolución independentista comienza a gestarse quince años con anterioridad a la revolución francesa de la igualdad, la fraternidad y la libertad.

Actualmente, Israel y Estados Unidos son las dos potencias militarmente más poderosas y científicamente más desarrolladas en sus respectivas escalas: Israel en el Medio Oriente, Norteamérica en el mundo. Ambas naciones comparten en un nivel básico parecidas percepciones de los desafíos mundiales contemporáneos: desde el terrorismo fundamentalista islámico y los programas de proliferación de armas no convencionales en manos de estados totalitarios hasta la desconfianza de estructuras supranacionales como agentes rectores de la conducta global. Esto obedece en gran medida a que ambos países se encuentran enredados en guerras contra el terror, y en el caso de Israel, en una lucha de supervivencia. Esto hace que en lo relativo a la noción del poder -en su uso, su eficacia y su moralidad- estos dos países se distingan considerablemente del resto de las naciones de occidente, y muy especialmente de Europa.

Tienen, desde ya, serias diferencias en muchísimas áreas, pero a un nivel muy esencial ambas comparten una cosmovisión que contiene más similitudes que disparidades. No por casualidad Israel es el principal y más confiable aliado de Norteamérica en Medio Oriente, ni la comunidad judía más grande e influyente del orbe vive en Estados Unidos. Josef Joffe, editor del semanario alemán Die Zeit, define a ambas naciones como «diferentes del resto de occidente, diferentes de la misma manera».

Uno de los grandes vectores que distinguen en la actualidad a la filosofía política de las naciones es, según Robert Kagan, la determinación de dónde «exactamente se encuentra la humanidad en el continuo entre las leyes de la jungla y las leyes de la razón». Estados Unidos e Israel viven en un mundo anárquico hobbesiano en el cual el uso del poder es esencial. Europa (y hasta cierto punto aunque en mucho menor medida Latinoamérica) reside en lo que Kagan denomina «un paraíso post-histórico de paz y relativa prosperidad» en donde el poder es visto como algo maligno y la fe en la negociación y la conciliación es casi absoluta. Razón por la cual, nos explica Victor Davis Hanson, el poder se transforma en el principal medidor de virtuosidad:

«Aquellos sin él merecen la aprobación ética en virtud de su status de víctima; aquellos con él, al menos si son occidentales, y especialmente si son norteamericanos, son ipso facto opresores. Israel podría entregar la totalidad del Margen Occidental, sufrir 10.000 muertes en atentados suicidas, y disculparse formalmente por su existencia, y aún sería despreciada por intelectuales norteamericanos y europeos por ser lo que es: occidental, próspera, segura de sí misma, y exitosa en un mar de abyecto fracaso autoinducido».

Esto explica en gran medida el resentimiento a Norteamérica en occidente, y especialmente en los sectores progresistas, pacifistas y posmodernos que tipifican a gran parte del establishment diplomático y cultural europeo en los que Estados Unidos es visto como un Gulliver descontrolado e irresponsable que ejercita el poder por doquier. En su libro Of Paradise and Power, Robert Kagan describe con brillantez las diferencias transatlánticas en lo relativo a la noción del poder, mostrándonos cómo, habiendo sufrido en su propio suelo las calamidades de dos guerras mundiales en menos de medio siglo, Europa se ha tornado a rechazar la idea del poder y a restringir su uso al mínimo indispensable, mientras que Norteamérica -que desconoce esa perspectiva derivada de una experiencia formativa histórica diferente y habida cuenta de su papel en el mundo como la única superpotencia global- posee una menor aprehensión al concepto del poder y una mayor predisposición al uso del mismo.

¿Cómo una Europa prisionera de un sentimiento de aversión al poder podría no temer a los Estados Unidos cuando con sólo el 5% de la población mundial concentra el 44% del gasto militar del mundo? ¿Cómo cuando esta superpotencia tiene un presupuesto militar que supera al de los diez países que lo siguen y dobla al de la propia Unión Europea ya conformada por 25 países? ¿Cómo no podría aumentar la ansiedad europea cuando ve a Norteamérica en menos de quince años invadir Panamá, liberar militarmente a Kuwait, enviar tropas a Somalía, a Haití, a Bosnia y a Kosovo, y verla derrocar los regímenes afgano e iraquí?

Nótese que de estas intervenciones militares, solamente las dos últimas ocurrieron bajo la administración de George W. Bush. Las dos primeras acontecieron bajo el gobierno de Bush padre y las restantes cuatro durante el mandato de Bill Clinton. Cuando el entonces canciller francés Hubert Vedrine tildó a Norteamérica de «hiperpotencia» (el término superpotencia era insuficiente para describir a un megagigante como USA) lo hizo cuando Clinton era presidente. Y los ataques del 11 de septiembre fueron también planeados cuando el demócrata Clinton estaba en el poder. ¿Porqué? «Porque la bronca extremista contra los Estados Unidos», indica Charles Krauthammer, «es generada por la propia estructura del sistema internacional, no por los detalles de nuestra administración del mismo». Este sea quizás un claro ejemplo de cómo el odio en unos casos, y la suspicacia en otros, hacia Estados Unidos, no debe confundirse con, pues de hecho trasciende, el desprecio a George W. Bush. De la misma manera que la demonización de Ariel Sharon suele ser un sendero indirecto para la denostación de Israel, o de la distinción que el filósofo francés Alan Finkielkraut realiza de la critica política a Sharon de la critica antisemita a Sharon; una incuestionablemente legítima, la otra obviamente no.

Kagan sugiere que la psicología del poder y la debilidad tienen un rol importante en la conformación de percepciones en torno a qué constituye un riesgo cierto o los niveles de tolerancia frente a una amenaza concreta. No es que Europa y Estados Unidos coinciden en la identificación de las amenazas mundiales y discrepan en cuanto a las respuestas; pareciera no haber siquiera consenso en lo relativo a la definición de las amenazas a la seguridad internacional, tal como la guerra en Irak ampliamente demuestra. Este analista ejemplifica el caso con la siguiente ilustración: Imagine a un hombre en un bosque en el que un oso enorme habita, armado sólo con un puñal. Para él, convivir con el peligro que representa la posibilidad de que el oso lo ataque es un riesgo tolerable, dado que enfrentarse a la bestia con un puñal no le da altas chances de éxito. Para un hombre armado con una escopeta, sin embargo, el cálculo de lo que representa un peligro tolerable será distinto. ¿Para qué exponerse a ser devorado por el oso cuando no tiene porque hacerlo? Esto lo podemos apreciar en los datos de una encuesta germano-americana del año 2002 en la que se les preguntó a norteamericanos y europeos que definieran a cuáles de las siguientes amenazas consideraban «extremadamente importante» (las cifras muestran los porcentajes de estadounidenses y europeos en ese orden): terrorismo internacional (91-65), que Irak desarrolle armas de destrucción masiva (86-58), el fundamentalismo islámico (61­49), el conflicto militar entre Israel y vecinos árabes (67-43), las tensiones entre India y Pakistán (54-32), China como potencia mundial (56-19), el caos político en Rusia (27-15).

Como es sabido, con el colapso de la ex Unión Soviética, Estados Unidos se consolidó como la única superpotencia del orbe. Quiera ella o no, y quieran sus críticos o no, recae sobre Norteamérica la responsabilidad de velar por el orden mundial, y es de hecho a ella a quien recurren todos cuando una crisis de envergadura estalla entre cristianos y musulmanes en los Balcanes, entre hindúes y paquistaníes en Asia, entre israelíes y palestinos en Medio Oriente  entre partidarios y opositores en Haití. (Oh si, también se recurre a la ONU, una de las organizaciones mas inútiles en la historia de las instituciones multinacionales). Recordemos que Estados Unidos salvó dos veces el siglo pasado a Europa de sí misma, en las francas palabras de Oriana Fallaci: «…y nunca olvido que, si [Estados Unidos] no hubiese ganado la guerra contra Hitler y Mussolini, hoy hablaría alemán. Nunca olvido que si no se hubiese enfrentado a la Unión Soviética, hoy hablaría ruso».

Con una Europa que ha ingresado al estadio de la «paz perpetua» kantiana, en la que las supraestructuras internacionales, las leyes y los tratados marcan el rumbo para la humanidad, y en la que las guerras y las confrontaciones son manifestaciones poco civilizadas de tiempos pasados, con una Europa cada vez más decidida a no actuar militarmente y a mostrarse siempre confiable en la perfectibilidad del alma humana, Estados Unidos no tendrá otra opción mas que continuar siendo ese sheriff despreciado, ese policía global detestado obligado a actuar unilateralmente, no por pasión por el unilateralismo, sino porque Europa simplemente no esta dispuesta a hacer lo que debe hacerse para proteger el orden mundial. Una gran paradoja de las relaciones transatlánticas radica en el hecho de que, como Kagan propone, el pasaje hacia el paraíso post-histórico de los europeos ha dependido en que Estados Unidos no hiciera lo mismo:

«Lo que esto significa es que aunque Estados Unidos ha jugado un rol crítico en traer a Europa a este paraíso kantiano, y aún juega un papel central en hacer posible ese paraíso, no puede ingresar al paraíso. Custodia las murallas pero no puede cruzar el portón. Estados Unidos, con todo su vasto poder, permanece atascado en la historia, pronto a enfrentar a los Sadams y los ayatollas, los Kim Jong IIs y Jiang Zemins, dejando los beneficios para otros».

Esto a su vez hace que Norteamérica deba disponer de los medios necesarios para enfrentar los numerosos desafíos actuales globales y nacionales (más de la mitad de los atentados terroristas de los últimos tres años fueron contra objetivos estadounidenses). Krauthammer así lo explica: «En tanto poder unipolar y en consecuencia el garante de la paz en lugares a los que los suecos no deben ir, necesitamos armas que otros no necesitan. Al estar tan especialmente ubicados en el mundo, no podemos darnos el lujo de tolerar los eslóganes vacíos de aliados que no son lo suficientemente cándidos para admitir que viven bajo el paraguas del poder norteamericano”.

Históricamente, no siempre ha sido este el caso. Cuando Europa era una potencia imperial que dominaba las tierras y los mares, creía en el poder y la gloria marcial. Tal como Samuel Huntington señala en su obra El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, en la última mitad del silgo XIX, Europa extendió su autoridad sobre África, en el subcontinente asiático y otros lugares de Asia. Para principios del siglo XX controlaba directa o indirectamente prácticamente todo Oriente Próximo y Oriente Medio, salvo Turquía. Los europeos o las antiguas colonias europeas (en las Américas) controlaban el 35% de la tierra firme del planeta en 1800, el 67% en 1878 y el 84% en 1914. En 1920, el porcentaje llegó a ser aún mayor, cuando el imperio otomano fue dividido entre Gran Bretaña, Francia e Italia. Que esta Europa condene hoy el «imperialismo» norteamericano, o, para el caso, el «expansionismo» israelí, es poco menos que irónico.

Al contrario de Europa, Estados Unidos hace el trabajo que debe hacerse y luego se retira. Tal como destaca Krauthammer, no pretende imponer una gran visión de un nuevo mundo, un Reich de mil años, o un nuevo hombre soviético, ni de conquistar para extraer recursos naturales, o gobernar por puro placer de dominio. Su propósito es resguardar cierta estabilidad y tranquilidad en el mundo. Debe hacerlo porque otros no lo hacen. O como cierta vez escribió este comentarista: dejaremos a los europeos que nos tengan el saco mientras peleamos, pero no que nos aten las manos.

Las diferencias entre Europa y Estados Unidos han quedado especialmente reveladas luego del atentado terrorista del 11 de marzo del presente año en Madrid, donde el fundamentalismo islámico mato a 201 civiles e hirió a otros 1500. Acontecido durante la ronda final de un proceso de elecciones nacionales, el mismo provocó un cambio de actitud en la sociedad española, la que desplazó sus preferencias políticas hacia el PSOE, partido opositor al gobierno de José Maria Aznar. Matando civiles, Al-Qaida logró derrocar a un gobierno aliado a Norteamérica en su lucha contra el terror. La respuesta del electorado español ha dado lugar al escenario inquietante de que los terroristas musulmanes decidan de ahora en mas repetir atroces ataques contra civiles durante períodos electorales con el objeto de hacer pendular a la opinión pública de las democracias en la dirección por ellos deseada. Otros aliados de Estados Unidos tendrán de ahora en más genuinos motivos de preocupación. Si algunos de ellos fueran a ver un distanciamiento político de Estados Unidos como una medida defensiva frente a potenciales atentados, la brecha transatlántica se ampliaría peligrosamente.

El fenómeno del antinorteamericanismo, sin embargo, no es explicable solamente por la psicología del poder y la debilidad, o por el papel histórico que a Europa y a él le tocan jugar en la actualidad. Este tipo de antinorteamericanismo es de índole nacionalista, definido por una Europa nostálgica de la gloria perdida, frustrada por su irrelevancia geopolítica, y profundamente celosa de la consolidación y el uso del poder norteamericano. En cierto sentido, el proyecto de unificación europea apunta a la conformación de un bloque de poder (fundamentalmente económico) como contrapeso a Estados Unidos. Alvin Toffler encuentra curioso el hecho de que al mismo tiempo que acusan a Norteamérica de pretender homogeneizar el mundo, los europeos creen unidades únicas para el té, el queso, la educación, y el transporte entre otras áreas. Pero hay otra Europa, ya no nacionalista sino de extracción marxista, para la que la norteamericanofobia es parte y parcela de su definición identitaria. Ciertamente, para aquellos que deambulan los senderos del fanatismo religioso o secular, el asunto es distinto. El 11 de septiembre de 2001 cristalizó claramente el sentimiento de antipatía antinorteamericana en tales movimientos.

El 11 de septiembre y la ideología de la fantasía

Cuando el líder tribal azteca Moctezuma vio al navegante español Hernán Cortés y sus hombres por primera vez en las costas mexicanas, la curiosidad y la incomprensión seguramente azotaron su mente con interrogantes en torno a quiénes eran esos sujetos de piel blanca y ropas extrañas, de dónde provenían y qué querían. Moctezuma debió imaginar las respuestas en función a su propia cosmovisión y entendimiento del mundo; es decir, de su mundo. Tomando como referencia la mitología azteca, Moctezuma concluyó que Cortes era el dios Quetzalcoatl. Enfrentado a un acontecimiento fenomenalmente exógeno a su mundo habitual, Moctezuma redujo el evento extraño a las dimensiones por él entendibles. La historia ya nos ha permitido verificar cuán trágico fue para los aztecas ese error comprensible.

Mediante este ejemplo, el filósofo norteamericano Lee Harris explica que el 11 de septiembre de 2001 dejó a los norteamericanos y a occidente enfrentados a un enigma similar al que se le presentó a los aztecas oportunamente, un enigma tan total que incluso cuestiones de nomenclatura se convirtieron en desafíos: ¿había acontecido una tragedia, una calamidad, un acto criminal o un acto de guerra? «Eventualmente la sabiduría colectiva e inconsciente que gobierna tales asuntos prevaleció. Las palabras fallaron, luego cayeron completamente, y todo lo que quedó fue el frío y monumentalmente emotivo set de números, 9/11″ escribió Harris (*). Amoldando el episodio a un contexto de racionalidad occidental, muchos buscaron en las motivaciones de los terroristas islámicos la explicación del atroz incidente. Una masacre de civiles tan colosal sólo podía deberse a la desesperación personal, o la pobreza abyecta, o al imperialismo opresor de Norteamérica, o a su apoyo a Israel, o a la presencia de tropas yanquis en Arabia Saudita o a una combinación de estas cuestiones. La conocida alusión a las «raíces causales» del terrorismo cobró una nueva magnitud a partir de aquel fatídico 11 de septiembre.

Lo cual era entendible. Tal como Moctezuma en el siglo XVI, los perplejos observadores del siglo XXI debieron recurrir a su propio entendimiento del mundo para explicar un evento de considerable extrañeza. No que el terrorismo internacional en general, ni el de la variante musulmana en particular, fueran poco conocidos en occidente. Pero la audacia y originalidad de la planificación, la simpleza y efectividad de la ejecución, la singular elección de los objetivos, y la envergadura y letalidad de la conclusión, indudablemente posicionaron a dicho atentado en una nueva y hasta entonces no vista escala de espectacularidad en la historia del terrorismo mundial.

Es por esto que en su libro Civilization and its Enemies: The Next Stage of History, Harris invita a sus compatriotas a recordarse a sí mismos una y otra vez que el mismo evento puede no tener la misma significancia para ellos que la que pudiera tener para los seguidores del Islam radical. Tómese el caso del terrorista suicida. En occidente el fenómeno es visto como una técnica, un medio para obtener un fin mayor: la independencia o la gloria. En los países extremistas de Medio Oriente, sin embargo, el lugar que ocupa el suicido por una causa santa, es decir, el martirio, es un fin en sí mismo: la santificación y exaltación de Ala. («Los norteamericanos aman Pepsi-Cola, nosotros amamos la muerte» explicó un integrante de Al-Qaida).

Este escritor introduce el concepto de «ideología de la fantasía» para describir el estado mental de quienes idearon y perpetraron el atentado así como de quienes lo aplaudieron y aún aplauden en el mundo musulmán. Para Harris, los extremistas islámicos operan influenciados por una peligrosa seducción a la fantasía colectiva, similar -conceptualmente, no en contenido- a la que aqueja a los movimientos del fin de los tiempos, esos grupos apocalípticos presas de frenesís sobre la inminencia del armagedón, o a varias de las grandiosas y criminales ideologías del siglo XX, como ser el nazismo alemán o el comunismo estalinista, cautivos de falsas utopías. En estos movimientos, el concepto de la creencia adopta una valoración singular. En palabras de Harris: «Decir que Mussolini, por ejemplo, creía que la Italia fascista haría revivir el Imperio Romano no implica que el realizó una examinación cuidadosa de la evidencia y luego llegó a esa conclusión. Mas bien quiere decir que Mussolini tenía la voluntad para creer que la Italia fascista haría renacer al Imperio Romano».

Harris postula que en la cosmovisión musulmana fanática, el propósito del ataque descomunal del 11 de septiembre no fue provocar un cambio de política estadounidense, ni procurar destruir a la única superpotencia mundial, ni socavar el poder de occidente, sino que se trató de una obra de teatro espectacular para consumo interno en el mundo árabe/musulmán. El9/11 no fue entonces un acto de terror tendiente a debilitar psicológicamente a los norteamericanos o a lograr cualquier otro impacto sobre la sociedad norteamericana. Fue, más bien, un despliegue de «drama simbólico, un gran ritual que demuestra el poder de Ala, una ostentación diseñada para trasladar el mensaje no al pueblo norteamericano sino al mundo árabe». ¿Qué mensaje? Que el Islam es superior a Occidente a pesar de sus falencias actuales, o como decía un póster impreso en 1999 en Pakistán que incluía una foto de Bin-Laden, que «Alá es la única superpotencia». Puesto que el Islam es «una civilización diferente cuya gente esta convencida de la superioridad de su cultura y esta obsesionada con la inferioridad de su poder» en palabras de Samuel Huntington. Y hay un gran resentimiento por los Estados Unidos de América que define la cultura global en el siglo XXI de la manera en que el Islam definió el «orden mundial» catorce siglos atrás, como sugiriera Robert Satloff. (Especialmente elocuente fue esta editorial del periódico marroquí L’Opinion: «Es la espada contra el Tomahawk, un combate a priori desproporcionado. Sin embargo, en este caso la espada se halla preñada de 14 siglos de historia, está cargada de victorias, de derrotas, de frustraciones, de humillaciones y del deseo de vengar una dignidad que se considera escarnecida»).

Bajo esta óptica, Norteamérica no fue más que el conejillo de indias para «el gran psicodrama que Al-Qaida y sus seguidores habían ideado para su propio consumo» según Lee Harris. En resumidas cuentas, «el puro David islámico necesitaba un Goliat» y Estados Unidos con todo su chauvinismo cultural, su egocentrismo nacional, su poderío militar, y su hegemonismo económico cumpliría ese rol ideal. Este filósofo norteamericano sustenta su tesis, entre otras cosas, con la evidencia de la ausencia de demandas políticas por parte de Al-Qaida pre o post atentado, por el hecho asombroso que la organización fundamentalista ni siquiera clamó la autoría del ataque en primer lugar, dejando a Norteamérica durante las primeras semanas posteriores al atentado especulando sobre la identi­dad del agresor, y por la ausencia de nuevos atentados terroristas en suelo norteamericano en los años siguientes, puesto que estos carecerían del glamour y la grandiosidad que Al-Qaida buscaba en sus objetivos; un glamour y una grandiosidad indispensables para que la compensación psicológica colectiva fuera efectiva.

La reinvención del proletariado

La propuesta de Harris consistente en intentar ver los eventos, no bajo nuestra propia cosmovisión intelectual, sino bajo la óptica cultural de «los otros» (para usar terminología en boga en la academia), nos permitiría también comenzar a dilucidar el común denominador en el antinorteamericanismo que agrupa a anticapitalistas, antiglobalistas, medioambientalistas radicales, e «izquierdistas todoterreno» -conforme a la caracterización de Pierre-André Taguieff- en occidente, grupos que apoyan con visible entusiasmo al enemigo de turno de Estados Unidos, sea este Osama Bin-Laden, Sadam Husein, o Fidel Castro.

Cuando el compositor alemán Karlheinz Stockausen tildó al 9/11 como «la más grande obra de arte de todos los tiempos» ilustró hasta que niveles de disparidad puede un mismo evento ser interpretado por diferentes actores. Es dable asumir que para el común de la gente en occidente, el atentado representó un ataque terrorista no provocado sobre una nación en tiempos de paz. Para los islamistas significó la puesta en escena de un show criminal para consumo masivo en el mundo árabe/musulmán y además tipificó la proeza musulmana frente a la inmoralidad del infiel. Una democracia fue golpeada, y no cualquier democracia, sino la más robusta y añeja de nuestra contemporaneidad; se trató de un ataque contra el líder del mundo libre, el guardián de los valores mas preciados de occidente.

Y para los habitués legendarios de la izquierda radical, aquellos que ven en Estados Unidos la raíz de todo mal, el país causante de todo lo que esta errado en este mundo, para esa izquierda en la que Norteamérica -o más bien, el odio a Norteamérica- se ha consolidado como el hilo conductor de su propia existencia ideológica, su punto nodal intelectual, para esa izquierda extremista nostálgica de la revolución proletaria, del determinismo histórico materialista, de la lucha de clases y de la pseudoigualdad, para esa izquierda «con ingredientes de Marx y Mao, un poco de Fanon, y quizás un toque de Jean-Paul Sartre» (Harris), el 9/11 reivindicó en sus mentes la lucha de liberación de los oprimidos del mundo, un golpe espectacular de los débiles y los desposeídos. Pues aquella mañana de septiembre, un golpe descomunal fue arrojado sobre una superpotencia, y no cualquier superpotencia sino la única superpotencia. La poderosa Norteamérica había sido golpeada, y no por un estado bien armado sino por una agrupación musulmana clandestina usando el único medio posible del marginado, el arma de los débiles, la misma que los anarquistas de antaño empleaban contra el tirano: el terror. El renombrado lingüista Noam Chomsky fue uno de los primeros en contextualizar el atentado como una instancia de lucha renovada contra el capitalismo mundial. Por su parte, en un ensayo publicado en el journal Policy Review, Harris lo explica así: «Aquí, por primera vez, el mundo había presenciado al oprimido finalmente golpear al opresor; un golpe políticamente inmaduro, quizás, comparable a la toma de la Bastilla por la masa parisina en su furiosa desconsideración de todas las leyes de la humanidad, pero aún un acto igualmente meta-histórico en su significancia: el amanecer de una nueva era revolucionaria”.

El terrorista marxista venezolano/palestino converso al Islam «Carlos el Jackal» declaró al mes siguiente de los atentados que los musulmanes de Al-Qaida «han golpeado los centros de mando de la agresión imperialista yanqui contra los pueblos del mundo: militar en el Pentágono y de especulación financiera en Nueva York… prácticamente todos los muertos son soldados enemigos, de uniforme en el Pentágono y con corbata en Nueva York». Tal como Pierre-André Taguieff señala en La Nueva Judeofobia, la de Carlos es básicamente una postulación leninista y trotskista según la cual está justificada toda acción que acerque la revolución. En uno de sus mensajes Trotsky sentenció: «Sólo es moral lo que prepara el derrocamiento total y definitivo de la bestialidad capitalista, y nada más». Agrega Taguieff en torno a los neoizquierdistas antiestadounidenses: «Vuelven a andar los caminos del ensalzamiento del odio total que ya se observaban en la tradición revolucionaria, como atestigua este párrafo lleno de arrojo que le debemos al Che Guevara: “El odio como factor de lucha. El odio intransigente al enemigo, que arraiga más allá de los límites naturales del ser humano y hace de él una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados deben ser así’.»

Vista como una desigual lucha de los desheredados del orbe contra el capitalista opresor, es entonces inevitable y hasta comprensible que el despojado recurra a métodos non-sanctos pero siempre bien justificados, como Trotsky nos recordaría. Al reducir los atentados del 11 de septiembre a sus «causas» (humillación, pobreza, opresión, desigualdad, etc.), al catalogar a los Estados Unidos como el mal absoluto mas allá de toda redención, y al ungir al pobre musulmán despojado y desesperanzado como el nuevo arquetipo portador de la promesa reivindicadora del proletariado, la nueva/vieja izquierda radical materializa, en efecto, lo que Taguieff denomina el «Eterno retorno alucinatorio del Che Guevara… un residuo de guerrillero, una brizna de Robin Hood, un aire de mártir islámico». Así queda entonces edificada la posmoderna, nihilista, e inmoral reinvención del proletariado. Es el colgar un pasacalle en el inconsciente colectivo con el eslogan de una falsa promesa para el porvenir de la humanidad: el aggiornamiento del anarquista de otrora ahora reformulado en el packaging del terrorista islamista radical. Muy acertado estuvo Olivier Roy al afirmar que Bin-Laden ha islamizado el sentimiento antiestadounidense latente. Sería una suerte de islamización del marxismo, donde la lucha de clases se desdibuja en una guerra santa. Si antes hablamos de la palestinización del discurso intelectual en torno a Israel, bien podríamos ahora postular la islamización de la ideología neomarxista actual en relación a los Estados Unidos de América. 

¿Que irónico, no? que estos neoizquierdistas que siempre han visto a la religión como el opio del pueblo, ahora se alíen a su manifestación mas fundamentalista y oscurantista.

Demás está indicar que esta visión rosada de los terroristas binladenistas como combatientes cheguevaristas es pura tontería. Ver a un grupo de dementes consumidos por el fanatismo coma la vanguardia de la revolución social es un buen ejemplo de la ideología de la fantasía introducida por Lee Harris ya enunciada. Y en este caso especialmente, la denotación de la palabra fantasía es doble. Primeramente en el sentido ya descrito, en querer creer algo y aferrarse a ello al margen de la realidad objetiva. Y en segundo término en lo relativo a un hecho que la propia doctrina marxista ha enunciado como condición para el éxito de la revolución: la supremacía del realismo político por sobre la utopía deseada.

Al-Qaida no puede provocar la caída de Norteamérica ni menos aún del sistema capitalista o del libremercado, efectúe uno o treinta atentados más como los del 11 de septiembre. Atentados del tipo sin lugar a dudas crearían un sentimiento de psicosis en la sociedad norteamericana, afectarían su economía y estándar de vida, y dañarían sus prioridades nacionales. Pero al mismo tiempo, acentuarían el etnocentrismo nacionalista estadounidense, convertirían a Norteamérica en una nación cerrada sobre sí misma y más unilateralista y militarista que nunca, más dispuesta que nunca a derrocar entidades esponsoreadoras del terror, y por sobre todo más unida que nunca a nivel popular. Este es el punto justo donde Lee Harris encuentra la paradoja de la noeizquierda revolucionaria:

«Pero esta condición, recordemos, es precisamente lo opuesto a las condiciones políticas objetivas que, según Marx, deben estar presentes para que el capitalismo sea derrocado. Puesto que el Marxismo clásico requiere, con bastante realismo, un estado que esté siendo literalmente partido por el disenso interno. La revolución, en síntesis, demanda una guerra civil completa dentro del propio orden social capitalista, dado que nada que se aleje de eso puede lograr el objetivo que la revolución persigue. Entonces, ataques al estilo 9/11 que sólo sirven para reforzar la ya considerable solidaridad entre clases en los Estados Unidos son, desde la perspectiva del Marxismo clásico, fatalmente errados… las únicas masas que fueron motivadas por la puesta en escena de esta fantasía fueron las que habitan las calles árabes; una población patéticamente incapacitada de controlar incluso los aspectos mas elementales de su propio destino político, y en consecuencia apenas el material del cual un revolucionario verdadero podría tener la esperanza de dar forma a un instrumento de transformación histórico-mundial.»

Es una deshonra para lo que pudiera haber de virtuoso en la teoría marxista que quienes se consideran sus fieles herederos ideológicos pretendan forzarla para encasillar un acto político criminal en el marco teórico del marxismo tradicional y malusarlo de esta manera como justificativo de su sentimiento antiestadounidense. Pertenecen a la misma caña de los pseudopacifistas europeos y latinoamericanos que nos explicaban, durante la guerra en Afganistánn, y después en Irak, que la democracia no se exporta, que debíamos entender y respetar la diversidad cultural de otras zonas del planeta y de otros sistemas de gobierno, aún cuando esos sistemas fueran políticamente totalitarios, religiosamente fundamentalistas, socialmente retrógrados, y policíacamente represivos. Como señalara un analista, a los talibanes afganos y a los baatistas iraquíes había que comprenderlos en el marco del relativismo cultural, sólo los norteamericanos debían ser juzgados absoluta e inmisericordiosamente.

De víctimas y victimarios

La irracionalidad y la contradicción son, en este esquema multiculturalista, una constante intelectual, al igual que lo son la teoría conspirativa y las acusaciones infundadas. El peor ataque contra Estados Unidos sobre su propio suelo en los últimos casi doscientos años no despertó empatía con los sobrevivientes, simpatía con la nación, o comprensión por su necesaria defensa preventiva. Muy al contrario, generó la que posiblemente sea la mas furiosa alzada de sentimiento antiestadounidense a escala global desde la guerra de Vietnam, si no peor. Libros que afirmaban que la CIA provocó los atentados del 11 de septiembre y sus casi 3000 muertes norteamericanas se convirtieron en best-sellers en Francia y Alemania. (¿Convierte esto a George Tenet, el titular de la CIA, en un bolchevique de la avantgarde revolucionaria?).

Cuando las autoridades norteamericanas tomaron la decisión de fotografiar y tomar huellas dactilares de ciudadanos de muchos países del mundo, incluyendo a los brasileros, que ingresaran al territorio estadounidense, Julier Sebastiao da Silva, un juez brasilero dijo: «Considero el acto absolutamente brutal, amenazador de los derechos humanos, violador de la dignidad humana, xenofóbico y digno de los peores horrores cometidos por los nazis» y decidió adoptar la infantil «represalia» de replicar la medida norteamericana, convirtiéndose así en un nazi bajo sus propios estándares, tal como acotó James Taranto del Wall Street Journal. (Además, agregó el columnista, «uno pensaría que los niños del Brasil serían especialmente cautos en arrojar analogías nazis»). Luego de que el presidente Bush anunciara el objetivo espacial de poner un astronauta en Marte, Sebastián Dozo Moreno, escritor y profesor de literatura, publicó una nota de opinión con una insólita hipótesis en La Nación:

«George W. Bush, el mismo que atacó Afganistán e inició la guerra contra Irak, acaba de anunciar el plan de una misión tripulada a Marte. ¿Existe alguna relación simbólica entre estos hechos?… No parece una simple casualidad que el belicoso presidente de los Estados Unidos se interese hoy por el planeta de la guerra. Mas bien, los hechos insinúan una coincidencia alarmante y significativa: alarmante porque el deseo de Bush de llevar a cabo esa hazaña espacial no parece tener otra intención última que la guerra y su mayor eficacia destructiva: quien conquiste primero el Espacio podrá conquistar, ante todo, nuestro planeta… Decimos que Bush, por su pasión bélica y planes espaciales, ‘parecería’ estar bajo la nefasta y poderosa influencia del planeta de la guerra, y esto le confiere a los hechos un carácter simbólico muy sugestivo».

Por momentos, la crítica a Estados Unidos es efectuada mediante una defensa de sus enemigos. De esta forma se expresó el cardenal Renato Martino del Vaticano, luego de la difusión de las imágenes de la captura del dictador de Bagdad: “Lo que dio lástima fue ver a este hombre destruido, tratado como una vaca a la que le controlan los dientes. Nos podrían haber ahorrado esas imágenes». (¿Realmente, no? Qué brutos estos norteamericanos, tratar de esa manera a un genocida). Para el docente universitario Ruben Dri, “el terrorismo y la violación fundamental de los derechos humanos se encuentra al norte de Cuba, en los Estados Unidos, y la nación que lucha contra eso es precisamente el pueblo cubano». En líneas similares, una solicitada publicada en Pagina12, titulada “Judíos con Cuba», expresaba “solidaridad con la Revolución Cubana que, en una lucha de 45 años tan férrea como desigual, ha sabido enfrentar con dignidad a las fuerzas hegemónicas mundiales…». Y recordemos a Hebe de Bonafini y su notorio aplauso a Al-Qaeda luego del colapso del World Trade Center.

Los críticos del Tío Sam protestan además su imperialismo cultural, estereotipado en la Mcmundialización del orbe, prototipo del engendro materialista que está agobiando al mundo y a sus habitantes. Se quejan de la globalización uniformizante de la MTV, la Coca-Cola, Hollywood y Madona, sin comprender que la ideología de la Jihad fundamentalista es al menos igual de globalizadora y definitivamente más peligrosa. Después de todo, lo peor que le puede pasar a un occidentalista enfadado es tener que abstenerse de tomar Coke, ir al Village Recoleta a ver Titanic, o comprar un CD de Michael Jackson en Musimundo. Pero en donde reinan la Jihad y la Sha’aria, a uno le cortan las manos por robar, lo apedrean a muerte por ser infiel, lo arrestan por manejar sola o quitarse la burka de uso obligatorio bajo un sol de 40 grados si es mujer, y lo encarcelan o lo matan por disentir.

Esto sucede porque quienes odian a Estados Unidos (e Israel) son impermeables a la evidencia. Son prejuiciosos en el sentido estricto del término. El juicioso deja que sea la realidad la conformadora de la propia óptica; el prejuicioso forma su opinión y luego no tiene más que desconsiderar a la realidad. Sólo de esta manera puede uno estar convencido de que el programa espacial norteamericano obedece a una “poderosa y nefasta influencia» marciana sobre el presidente Bush, que Norteamérica es un estado nazi por tomar huellas dactilares a algunos visitantes extranjeros, o que el totalitarismo comunista del régimen cubano es digno, (o creer que Israel pretende expandirse del Nilo al Éufrates o que exporta caramelos afrodisíacos, etc.). Y en cuanto a la acusación de odio estadounidense contra los musulmanes (ataca a Afganistán e Irak, se opone a Irán, apoya a Israel, etc.) tiene mucho de teoría conspirativa pero nada de asidero. En palabras de Víctor Davis Hanson:

«El supuesto odio estadounidense a los musulmanes apenas encaja con nuestro record de salvar a kuwaitíes de Iraquíes fascistas, musulmanes en Kosovo y Bosnia de serbios cristianos, o afganos de comunistas rusos y luego de sus propios amos islamistas, todo esto mientras proveemos miles de millones de dólares en asistencia a Egipto, Jordania y la Autoridad Palestina. Fueron los jordanos y los kuwaitíes, no nosotros y no los israelíes, quienes limpiaron étnicamente a los palestinos; iraquíes y egipcios, no nosotros, quienes gasearon a poblaciones musulmanas. Y es a nuestras costas a donde musulmanes agotados del despotismo mesooriental están desesperados por emigrar.»

La reversión de víctima y victimario es imperativa para el sostenimiento de la caricatura antinorteamericana. El imán de Bolonia ejemplifica con estas palabras el punto: «Fue la derecha norteamericana la que abatió las dos Torres Gemelas y ahora utiliza a Bin-Laden como tapadera. Si no fue la derecha norteamericana, fue Israel. En cualquier caso, Bin-Laden es inocente y el peligro no es Bin-La­den: es Estados Unidos». Al imán le preocupa una sola cosa, y no es la verdad, sino que quede bien claro que el peligro es Estados Unidos. (Al autor de este ensayo le tocó presenciar en Ginebra a una periodista palestina que, a los gritos, decía a un auditorio de periodistas y diplomáticos que Osama Bin-Laden no era musulmán… sino judío).

Ahora bien, para que ese sea el caso, vale decir, para que Estados Unidos sea el genuino peligro mundial, Bin-Laden y su séquito de terroristas musulmanes deben ser descartados como amenaza o al menos la magnitud de la misma minimizada. El primer paso consiste en diferenciar entre el Islam y la minoría fundamentalista islámica. ¿Se recuerda como de la noche a la mañana, inmediatamente después del 9/11, periodistas que hasta hacía apenas 24 hs. atrás jamás habían si quiera tocado un libro sobre el Islam, nos explicaban con autoridad clerical que el Islam es una religión bondadosa y tolerante? ¿Cómo, pecando de arrogancia, se atribuían a sí mismos los títulos de mejores conocedores del canon islámico que el propio Bin-Laden y lo desmentían cuando el sostenía que era una obligación de todo musulmán unirse a la Jihad? ¿Cómo ignoraban lo que Fallaci denunciaba frustrada, “¿Simples grupos de extremistas? ¿Simples minorías de fanáticos? Son millones y millones, los fanáticos. Son millones y millones, los extremistas»?

Hecha esta distinción se procede a la construcción del mito del fundamentalista islámico como víctima, en donde su acción nunca es motivada por una ideología fanática, el fervor religioso o un odio ciego a la modernidad, sino que es mera consecuencia de sus condiciones sociales de existencia, tales como la humillación y la pobreza (y así, de paso y muy convenientemente, el principio marxista del determinismo socioeconómico queda a salvo, en la apta observación de Taguieff). El escritor francés denomina a esto «una retórica autoprotectora, como un cinturón de seguridad, véase como un mecanismo inmunitario (o autoinmunitario) que viene a prohibir toda critica del Islam o de la conducta de los musulmanes. Se trata de la puesta en marcha de un terrorismo intelectual que desemboca en una conducta ‘islámicamente correcta’.»

En menor escala y fuera del entorno político al que aquí se alude, una de todas maneras singular manifestación del fenómeno en discusión aconteció en octubre de 2001 durante los disturbios en un partido de fútbol entre Francia y Argelia. Luego de haber recibido el impacto directo de una botella vacía en pleno rostro, la ministra comunista de la juventud y los deportes, Marie-George Buffet, declaró: «No es grave. Por supuesto, no es nada malintencionado, invaden el campo para expresar algo… es preciso comprender a estos jóvenes”.

Es esta misma actitud mental la que explica la devoción en algunos sectores occidentales por racionalizar, proporcionar, contextualizar, entender o directamente justificar cualquier atrocidad terrorista islámica. Para estas almas nobles los musulmanes siempre son víctimas, aún cuando casi la totalidad de las dictaduras del globo estén en su reinado, aún cuando lleven a cabo el 80% de las ejecuciones anuales del mundo, aún cuando en sus cárceles se pudran 2/3 de los prisioneros políticos que hay en todo el planeta. Niegan la tesis de choque de civilizaciones de Samuel Huntington pero aún no logran explicar por qué los musulmanes han estado o aún están enfrentados con serbios ortodoxos en los Balcanes, con rusos en Chechenia, con chinos en Asia Central, con hindúes en India, con judíos en Israel, con budistas en Burma y Afganistán, y con cristianos en las Filipinas, Egipto, Indonesia, Timor Oriental, Sudan y Mauritania. O por qué razón el número de conflictos dentro del Islam es el más alto que en cualquier otra civilización, incluidos los conflictos tribales en África, o el motivo por el cual la década pasada han librado más guerras que los pueblos de otras civilizaciones, o por qué es el Islam la única religión del planeta en fabricar hordas de asesinos suicidas que van gustosos a sus muertes y cuyos padres en muchos casos los aplauden post-mortem. O sencillamente, por qué motivo todo el terrorismo mortal desde el 9/11 -en contra de trenes en Madrid, contra la ONU y Estados Unidos en Irak, contra pizzerías y autobuses en Israel, contra sinagogas en Túnez, contra soldados franceses en Pakistán, contra norteamericanos en Karachi, turistas en Bali, israelíes en Kenya, rusos en Moscú y Chechenia, extranjeros en Arabia Saudita, el consulado británico en Turquía, el hotel Marriot en Indonesia, etc., etc., etc.- fue llevado a cabo por devotos seguidores de ese Islam bondadoso y tolerante.

Ídem para el terrorista palestino y su «lucha de liberación» frente a Israel. No pareciera haber crimen posible merecedor de sanción moral por parte de las elites progresistas y sofisticadas en occidente que un palestino pudiera cometer. Él puede disparar a matar a una beba de meses, hacer estallar en mil pedazos a estudiantes en una universidad, transportar explosivos en ambulancias, ocultar bombas en mochilas de escolares, apedrear a conductores en plena ruta, linchar a reservistas, asesinar a un ministro en plena capital, aplaudir misiles que aterrizan en Tel-Aviv declarar a los cuatro vientos que él exige Palestina desde el río al mar, y puede estar seguro de que las almas nobles de occidente siempre encontrarán una explicación apologista para su acción. Es lo que Taguieff califica como el «neo y seudo palestinismo, condiciones en las que la denominación étnica ‘palestino’ funciona como un epónimo o seudónimo de toda víctima a la que se supone (o que se supone a ella misma) inocente». Elconfortable rol de víctima le da el derecho a odiar, matar y destruir, porque él es un desposeído, un oprimido, un humillado, y en consecuencia tiene derecho, es merecedor del buen trato de todos los corazones sensibles y de las buenas conciencias.

Este es el «pietismo hipócrita» de las elites snobs europeas que Oriana Fallaci critica con dureza en su magistral libro La Rabia el Orgullo. Es el falso pietismo que el escritor francés Jean Genet epitomizó con su «todos somos palestinos» como muestra de afecto por los palestinos, al escribir:

«La elección que uno hace de una comunidad privilegiada… es una elección que se verifica por medio de una adhesión no razonada, no porque la justicia no tenga en ella su lugar, sino porque esa justicia y toda la defensa de esa comunidad se realizan en virtud de una atracción sentimental, tal vez incluso sensible, sensual; soy francés y, sin embargo, por entero, sin crítica, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho de su parte, dado que les amo.»

¡Cuánto ha evolucionado el «todos somos palestinos» de Golda Meir a Jean Genet! Cuando Golda Meir lo pronunció, lo hizo presa del fastidio frente a una emergente identidad palestina inventada por necesidades políticas. Su «todos somos palestinos» aludía e incluía a los judíos israelíes que vivían en Israel, zona previamente al año 1948 llamada Palestina. Era una protesta frente a lo absurdo de la situación de pretender manufacturar una identidad árabe separada. El «todos somos palestinos» de Jean Genet también contiene un elemento de lo irracional, sólo que en sentido inverso. No es el repudio al «nuevo y mejorado» pueblo, sino una declaración publica de amor incondicional por quienes a esta altura ya se han convertido en el pueblo elegido de la neoizquierda fundamentalista.

Del antisemitismo clásico al antiisraelismo moderno

¿Quién podía haber imaginado que a comienzos del siglo XXI los judíos estarían enredados en una guerra de religión con el Islam, en donde sus seguidores cometerían un microgenocidio gradual en cámara lenta contra los ciudadanos del estado judío, inmolándose al grito de «Ala es grande» y levándose consigo al paraíso infernal preciosas vidas humanas? ¿O que volvamos a encontrar, según Taguieff, la dimensión redentora en la judeofobia islamista radical, que da a entender que el mundo musulmán sólo puede salvarse mediante el exterminio de los judíos?

¿Quien podía haber anticipado que en el inicio del tercer milenio la acusación cristiana del crimen del deicidio sería reavivada y mundialmente distribuida en DVD? ¿Que de la progresista Hollywood surgiría una película como La Pasión de Cristo? ¿Que incluso la prensa secular de la que es parte el diario italiano La Stampa, publicaría una caricatura del bebé Jesús rodeado de tanques israelíes con el titulo «No me digan que quieren matarme de nuevo»? ¿Que las comunidades judías una vez más vivirían a la sombra de una acusación tan diabólica? Y decimos diabólica porque ¿cómo podrían seres humanos matar a un dios? Solamente si, más que humanos, fueran satánicos, podrían haber hecho semejante cosa, ¿o no?

¿Quién podía haber concebido la noción de que unas pocas décadas después del Holocausto se le recomendaría a los judíos de Europa (puntualmente, en Francia, Bélgica y Alemania) no usar kippot en público, que seríamos testigos de profanaciones de cementerios judíos, golpizas a rabinos, incendios a sinagogas, que graffitis judeófobos serían pintarrajeados sobre las paredes de instituciones hebreas y que la demonización medieval del judío reemergería en la mismísima Europa de la ilustración y de la Shoá; una suerte de Shylock estafador de buenos cristianos reencarnado en Terminator asesino de inocentes palestinos?

No siempre es fácil discernir cuando ha sido cruzada la frontera entre antiisraelismo o antisionismo y antisemitismo. Pero otras veces, determinar eso es evidente. El uso de demonología antisemita clásica para tipificar la conducta israelí presente descubre el antifaz del rostro judeófobo. ¿»Es necesario», pregunta el académico de Oxford Emanuele Ottolenghi, «evocar la conspiración judía o describir a los israelíes como asesinos de Cristo para denunciar las políticas israelíes?» ¿Se equivocó Martin Luther King cuando afirmó que «Cuando la gente critica a los sionistas, ellos quieren decir judíos»? ¿O Franklin Littell al escribir «Teóricamente uno puede ser tolerante de los católicos romanos y trabajar día y noche por la destrucción del papado… En lo concreto y específico, sin embargo, tales distinciones no tienen diferencia. Nadie puede ser un enemigo del sionismo y amigo del pueblo judío hoy»? Ni uno ni otro se equivocaron. En la actualidad estamos siendo testigos de una nueva metamorfosis de lo que Robert Wistrich famosamente tildó el odio más prolongado de la historia.

Le debemos al filósofo judío Emil Fackenheim la asignación de tres etapas a la evolución de la judeofobia. En la primera, el mensaje es “Uds. no pueden vivir entre nosotros como judíos”. En la segunda es “Uds. no pueden vivir entre nosotros”. Y en la tercera es “Uds. no pueden vivir”. El académico y político israelí Amnon Rubinstein agrega la cuarta fase actual: Uds. no pueden tener su estado propio, o Uds. no pueden vivir con nosotros como miembro de la familia de las naciones. Podemos vislumbrar la evolución histórica del antisemitismo como un desplazamiento de foco de lo religioso desde los inicios hasta y durante el medioevo, a lo individual durante la ilustración, a lo racial durante la segunda guerra mundial, y a la dimensión estatal o de la autodeterminación nacional en la actualidad. Si antes se cuestionaba la legitimidad de la religión judía, de la individualidad judía, o de la etnicidad judía, ahora es la legitimidad de la soberanía judía lo que está en el tapete. Ella queda manifestada mediante la discriminación, la selectividad y la demonización. Conforme a la caracterización de Irwin Cotler, académico, activista y actual ministro de justicia canadiense, es la transformación de Israel en el judío entre las naciones, el único país pasible de ser juzgado por estándares utópicos de moralidad; es el estado judío convertido en el Salman Rushdie de las naciones, el país sobre el que recaen continuamente fatwas religiosas genocidas; es el nuevo anticristo para la religión secular de los derechos humanos, el supuesto violador serial de las normas más elementales de coexistencia humana.

«Estaba convencido de que el antisemitismo había muerto en Auschwitz, pero en cambio he debido constatar con estupor que sólo los judíos murieron en ese lugar, mientras que el antisemitismo está mas sano y vigoroso que nunca» se lamentaba hace poco Elie Wiesel ante un periodista del Corriere della Sera. La Shoá y su lugar en la memoria europea. ¿Podría ser que el inconsciente colectivo europeo busque autoexpiarse al revertir a víctimas israelíes y victimarios palestinos para satisfacerse con la respuesta de que los judíos, después de todo, son unos opresores que se lo tenían merecido, y ellos, los culpables de ayer entonces más inocentes hoy? O será como dice Finkielkraut, «Nos acordamos tan bien de los crímenes de Hitler que a partir de ese modelo interpretamos la realidad palestino-israelí. Los israelíes se convierten entonces en los nazis». Ambas nos permiten entender la fuerza de esta reflexión maestra del psiquiatra israelí Zvi Rex: «Los alemanes nunca perdonaran a los judíos por Auschwitz».

La periodista italiana Fiamma Nirenstein ha sugerido que la conmemoración del Holocausto como herramienta educativa contra el antisemitismo ha fallado. Personalidades europeas visitan Yad Vashem y no sienten la menor inhibición de tildar a Israel de estado apartheid a la mañana siguiente. Y las comunidades judías diaspóricas se autoengañan al creer que porque un dignatario participó en un homenaje por la Shoá o del aniversario de un atentado están inmunizados del antiisraelismo judeofóbico contemporáneo y en consecuencia sus programas de lucha contra el antisemitismo a resguardo.

Una de las principales dificultades en reconocer la nueva judeofobia radica en que sus más usuales y celosos promotores en la actualidad pertenecen al campo de la izquierda progresista. Tradicionalmente, bastaba que un Le Pen o un Haider minimizaran el Holocausto, celebraran a Hitler, o vituperaran a algún judío, para que la judería global reaccionara con justa indignación. Hoy, sin embargo, uno no tiene que ser un neonazi para evocar el fantasma del antisemitismo. Uno puede ser un intelectual renombrado, un distinguido profesor universitario, un comentarista respetado, un compositor conocido, y un marxista declarado y aún así ser un enemigo acérrimo del estado de Israel y del pueblo judío. ¿Pero pueden intelectuales ilustres, pensadores bien educados, personalidades refinadas cultural y políticamente, albergar hostilidad hacia los judíos? Pueden, y el antisemitismo de la ilustración demuestra el punto, con el propio padre fundador -Voltaire- un judeófobo rabioso. Y así nos topamos con una de las grandes ironías del presente, donde la izquierda, legendaria defensora de los derechos de los judíos, adopta el socialismo de los tontos de la derecha xenófoba. Según George Will del Washington Post:

«Todas las prescripciones de la izquierda para curar las enfermedades de la sociedad -socialismo, comunismo, psicoanálisis, educación “progresiva”, etc.- han sido descartadas, por ende ahora la izquierda se ve reducida a adaptar esa permanente resistente de la derecha, el antisemitismo. Este es un nuevo giro para la receta izquierdista de la salvación mediante la eliminación: Todo estará bien si eliminamos a los capitalistas, o a la propiedad privada, o a las clases gobernantes, o a los “intereses especiales”, o a la neurosis o a las inhibiciones. Ahora, tratemos de eliminar a un pueblo, comenzando por su nación, la que es detestablemente pronorteamericana e insufriblemente espartana».

Con su repudio a la legitimidad de la autoderminación nacional judía en la Tierra de Israel, el mundo árabe/musulmán primero, y la extrema izquierda ahora, han convertido a Israel en el país mas anormal del planeta al sentar su acusación sobre la existencia misma del estado. Al visualizar un estado judío, los padres fundadores del sionismo político del siglo XIX imaginaron el remedio al antisemitismo. Era la falta de un estado propio lo que explicaba el odio al judío, pensaron. Hoy pareciera ser que fuera la existencia del estado judío lo que explica tal odio. «En lugar de cambiar el destino de los judíos, Israel ha asumido el destino de los judíos» escribió la profesora de Harvard Ruth Wisse. Desde ya, la judeofobia no es función ni de la existencia actual de Israel ni de su ausencia anterior. Tal como escribió Natan Sharansky, «Obviamente, el estado de Israel no puede ser la causa de un fenómeno que lo precede en mas de 2000 años».

Elabandono de la izquierda progresista de la causa judía y su ácida condena de Israel, podrían estar basados en la imposibilidad en modificar su cosmovisión optimista de las relaciones humanas. Wisse elabora esta teoría en su libro If I Am Not For Myself… The Liberal Betrayal of the Jews (aclaremos que «liberal» en inglés equivale a “progresista» en español). Ella sostiene que una premisa central del progresismo es la creencia en la racionalidad, la tolerancia y hasta quizás la bondad de los hombres, donde la historia de la experiencia humana es un récord de progreso, de evolución de barbarie a civilización, donde las disputas siempre pueden ser negociadas y la razón invocada. La hostilidad irracional de árabes y musulmanes hacia Israel, la magnitud de su odio tan visceral, y la terquedad en torno a la no aceptación de la existencia judía en el Dar al­ Islam, desafían muchas de las premisas más centrales de la cosmovisión intelectual progresista. Enfrentados a una disonancia cognitiva tan marcada, recurren subliminalmente a la negación como mecanismo de protección del mundo imaginado. Así lo describe Wisse:

«Cuando el optimismo progresista es confrontado por la agresión decidida, o bien admite la realidad de la agresión y suspende su creencia de que el mundo es progresista por cierto tiempo para ayudar a que éste sea el caso, o bien mantiene su optimismo progresista y niega la realidad de la agresión… El progresista fundamentalista… es uno tal para el que el progresismo no es tanto una preferencia política si no un principio ontológico. Él debe por lo tanto negar la agresión que contradice su creencia».

De ahí la necesidad de negar el cuestionamiento existencialista árabe/musulmán hacia Israel. Debe haber otras razones para una oposición tan fenomenal a la empresa sionista. Los sionistas deben de haber hecho mal las cosas, han de haber truncado los derechos de otro pueblo, usurpado sus tierras, oprimido a sus habitantes o alguna vejación del tipo para despertar semejante animosidad. Vale decir, ha de haber causas racionales para esta hostilidad. La realidad es que no las hay. Que las podamos explicar racionalmente no las convierte en racionales; lo racional es el método de la explicación, no el objeto explicado. Y la ausencia de racionalidad en la raíz del conflicto árabe/israelí es una fuente de irritación muy grande para los creyentes en la hermandad entre los hombres. Su moderación es en realidad reflejo de debilidad ideológica y titubeo intelectual. Quienes han ingresado al paraíso post-histórico mencionado al principio de este ensayo, quienes desean residir en ese soñado estadio de paz perpetua, tendrán inevitablemente menor predisposición a cuestionar los pilares de la utopía que pudieran provocar su derrumbamiento. «Nadie le está agradecido a los judíos por recordarles la realidad del odio» escribe Wisse. Muchos eligen ir a pasear a lo que Charles Krauthammer definió como la Disneylandia Moral, un espacio ideal al que las almas sensibles y las nobles conciencias van a expresar toda su indignación por la supuesta inconducta israelí, para sentirse en elitista y confortable oposición a la representación del mal actual. Así, el Eje del Mal de Bush es una banalidad, sino una inmoralidad. El Eje del Mal de la izquierda radical -la trilogía antinorteamericana, judeófoba y antiisraelí- es, al contrario, fashionable en los círculos del pensar politically correct.

Reflexión final

Elie Wiesel ha escrito: «Supongamos que nuestro pueblo no hubiera transmitido la Ley a otras naciones. Olvidemos a Abraham y su ejemplo, a Moisés y su justicia, a los profetas y su mensaje. Supongamos que nuestras contribuciones a la filosofía, a la ciencia, a la literatura, son despreciables o incluso inexistentes. Maimonides, Nahmaniades, Rashi: nada. Spinoza, Bergson, Einstein, Freud: nada. Supongamos que de ninguna manera hemos añadido nada al progreso, al bienestar de la humanidad. Una cosa no puede ser impugnada: los grandes verdugos, los grandes asesinos de la historia -el Faraón, Nerón, Chmelnitzky, Hitler- ni uno solo se formó en nuestro seno». Uno podría humildemente agregar que no sólo que ninguno de los genocidas de la historia fue judío, sino que estos han hecho de los judíos sus mortales enemigos. Razón por la cual, según postula Ruth Wisse, estar con los judíos significó estar contra el zarismo y el estalinismo, contra el fascismo y el nazismo, y es estar hoy contra el despotismo del ya derrocado Sadam Hussein y el terrorismo de Yasser Arafat y el fanatismo de Osama Bin-Laden. Estar con los judíos es estar del lado moral de la historia.

Hasta hace poco más de treinta años atrás, luchar contra el racismo significaba estar a favor de los judíos. Hoy, producto de una indecente corrupción del lenguaje -donde el sionismo es racista, los israelíes nazis, y los judíos cómplices del crimen que es Israel­ la lucha contra el racismo engloba, absurdamente, la oposición al estado judío. Por supuesto, los verdaderos racistas son aquellos demagogos en el mundo árabe y musulmán que inescrupulosamente envenenan el discurso junto a sus fans en occidente, esos tontos útiles de siempre cuya complicidad converge imperdonablemente en una matriz de errores e ingenuidad.

Posiblemente haya sido Yossi Klein Halevi quien mejor tipificó la antedicha cooperación indigna al hacernos recordar el secuestro de Entebbe de 1976, durante el cual terroristas palestinos y alemanes marxistas separaron a los pasajeros judíos de los no judíos, en una «separación» propia de Dachau. La insensatez de esos jóvenes secuestradores alemanes -los cuales para Halevi intentaron probar cuán diferentes eran de la generación de sus padres al elegir la defensa de los «oprimidos» y terminaron atacando a los judíos- constituyen hoy «un símbolo apto para aquellos que afirmarían su humanidad demonizando a Norteamérica y los judíos». Recordemos que comandos israelíes liberaron a los rehenes el mismo día del bicentenario de la independencia norteamericana -un inolvidable 4 de julio- dotando quizás de un simbolismo elocuente a la unión de los destinos de esas dos grandes naciones en su lucha en pos de la justicia y de la libertad.

(*) En Estados Unidos, el 11/09/01 se lo conoce popularmente como 9/11 que es la manera de referenciar fechas en ese país, comenzando por el mes y siguiendo con el día.

El Nuevo Antisemitismo

El Nuevo Antisemitismo – Ensayo Completo

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Introduccion

«By failing to prepare, you are preparing to fail.»

Benjamin Franklin

“La judeofobia es una aberración psíquica” diagnosticó un renombrado médico judío de fines de siglo XIX, y como tal “es hereditaria, y como una enfermedad transmitida por dos mil años es incurable…”.(1) La persistencia obsesiva y la intrigante ubicuidad del fenómeno parecen confirmar este postulado. La judeofobia -definida como odio a los judíos, también conocida como antisemitismo- se ha mantenido vigente en prácticamente todos los rincones del globo en todas las épocas desde hace varios miles de años. Incluso en países libres de judíos ella ha emergido y se ha sostenido. Los judíos han sido despreciados en sociedades paganas, religiosas y seculares. Irracional por antonomasia, ha endilgado a los judíos, muchas veces simultáneamente, ser capitalistas y comunistas, mercaderes explotadores y pobres aprovechadores, miserables apátridas y dominadores globales, trotamundos cosmopolitas y nacionalistas chauvinistas.(2) Ella nos desafía a encarar racionalmente manifestaciones prejuiciosas irracionales y así nos recuerda la pertinencia de una observación añeja que cabe aquí parafrasear: la basura es basura, pero el estudio de la basura es academicismo. Al abordar esta verdadera lacra de la humanidad debemos estar atentos a que una aproximación estudiada al fenómeno del antisemitismo no le dote respetable racionalidad. Aunque irracional, empero, el antisemitismo es astuto y sabe acomodarse a las modas del momento. Forzado a ser camaleónico para asegurar su supervivencia, éste ha probado su adaptabilidad al entorno con precisión darwiniana. En tiempos en los que la religión definía las relaciones humanas, atacó al pueblo judío por sus creencias religiosas. En tiempos de teorías raciales, los persiguió por su sangre. En épocas de ilustración universalista los desafió por su singularidad. En la actualidad, en tiempos de autodeterminación nacional y estados-nación, los agrede por el ejercicio de su soberanía nacional. La evolución ha quedado tipificada en un antisemitismo religioso desde sus comienzos hasta el medioevo, pasando a un antisemitismo racial desde la inquisición hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, y uno de tinte político en la actualidad. Si otrora cuestionaba la validez de la religión judía y su lealtad más cabal a través de las nociones de pureza de sangre primero, o su derecho a existir por medio de leyes raciales después, hoy cuestiona la legitimidad política y moral de la soberanía judía en su tierra ancestral. Tal como el filósofo Emile Fackenheim ha detallado, la judeofobia ha atravesado etapas. Primero se ha dicho a los judíos: Uds. no pueden vivir entre nosotros como judíos (conversiones forzosas). Luego se les ha dicho: Uds. no pueden vivir entre nosotros (expulsiones). Y finalmente: Uds. no pueden vivir (genocidio). El político y académico Amnon Rubinstein adicionó una cuarta fase: Uds. no pueden vivir entre nosotros como miembro de la familia de las naciones. Es decir, Uds. no pueden tener su estado propio. A esta forma de antisemitismo se la conoce más comúnmente como antisionismo.

Antisemitismo Tradicional

Ciertamente ha habido un antisemitismo pagano pre-cristiano, pero fue con el surgimiento del cristianismo que el antisemitismo religioso se afirmó y perpetuó. Muchos de los temas más permanentes del antisemitismo clásico fueron creados y esparcidos por cristianos. La idea de pueblo deicida (asesinos del Hijo de Dios) y su asociado lógico, pueblo diabólico (¿cómo, de otra forma, podrían haber matado los judíos a una divinidad?), así como las acusaciones de libelos de sangre (los judíos requieren de sangre cristiana para sus prácticas religiosas), y la atribución de designios maléficos globales (propagación de la peste negra, durante el Medioevo) han contribuido a forjar una imagen oscura acerca del pueblo judío en el ideario colectivo. Las sucesivas discriminaciones y maltratos, expulsiones y matanzas echadas por siglos sobre los judíos acostumbraron a los gentiles a la permanencia del sufrimiento judío. El desplazamiento del componente religioso al racial en el antisemitismo cristiano ocurrió durante la Inquisición española. Preocupada por la influencia que los judíos conversos al cristianismo podrían tener sobre los auténticos cristianos, la Iglesia Católica entró en una paranoia insalvable. Habiendo empujado a los judíos al bautismo para sobrevivir en la sociedad española, ahora sospechaba de la insinceridad de tales conversiones y temía sus actitudes judaizantes dentro de la nueva religión. Quien profesara la fe católica pero tuviera sangre judía en sus venas era visto como un judaizante sospechoso. Esto dio lugar a una definición racial del judío, lo que para empeorar las cosas contradecía el dogma católico del bautismo. Las teorías raciales de siglos posteriores le dieron una pátina de científicismo a esta idea y posteriormente los nazis la llevaron a su extremo al determinar que quienes tuvieran antepasados judíos, aún cuando éstos no se vieran a sí mismos como judíos, estaban destinados al exterminio. Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica ha revisado su responsabilidad en la larga historia de acoso antijudío, llegando a definir al antisemitismo como un pecado contra Dios.

La relación del Islam con los judíos fue religiosamente problemática dado que este credo también se basó en el judaísmo (la Biblia hebrea como fuente inspiradora, el monoteísmo como creencia, Jerusalém como centro espiritual, etc), pero en menor medida a la luz de que ni el fundador de esa fe, ni sus primeros seguidores, fueron judíos, como en el caso del cristianismo. Como resultado de ello, entre otros factores, los judíos tuvieron un pasar menos traumático en tierras musulmanas que el que tuvieron bajo dominio cristiano, sin que ello significara que la vida judía en el Islam haya sido óptima. Éstos debieron vestir señales distintivas en sus ropas, pagar altos impuestos para obtener la protección del gobernante, huérfanos hebreos fueron convertidos a la fuerza, sinagogas fueron destruidas y comunidades enteras expulsadas o masacradas. A diferencia del cristianismo, que tuvo relaciones tormentosas con los judíos desde su advenimiento pero que en la modernidad ha ido puliendo su actitud y motivando un acercamiento, el Islam brinda todavía a sus seguidores inspiración justificadora de violencia antijudía y el fanatismo religioso es rampante en vastos sectores de la sociedad musulmana. La creación del Estado de Israel ha dado un nuevo foco -aunque de ninguna manera ha creado- al antisemitismo islámico. Por caso, el Artículo 7 de la Carta de Hamas, movimiento fundamentalista islámico fundado en 1987 y que hoy en día gobierna la Franja de Gaza, dice: “El Enviado dijo: ´Luchen los musulmanes contra los judíos y mátenlos, hasta que el judío se oculte tras las rocas y los árboles y entonces dirán, Oh, musulmán, oh siervo de Alá, tras de mí se oculta un judío, ven y mátalo´”.(3) En 1955, el diario egipcio Al-Ahram afirmó: “Nuestra guerra con los judíos es una lucha vieja que comenzó con Mahoma…”.(4) El entonces presidente de Irán, Hashemi Rafsanjani, sostuvo en 1991: “Todo problema en nuestra región puede ser trazado a este único dilema: la ocupación de Dar al-Islam por judíos infieles”.(5) Israel no gestó la antipatía árabe/islámica hacia los judíos; más bien, la histórica antipatía árabe/islámica hacia los judíos explica el desprecio contemporáneo a Israel.

El Derrotero del Antisemitismo

El recorrido del virus antisemita en los ámbitos cristiano y musulmán ha sido circular. Originalmente, el mundo árabe e islámico tomó de sociedades cristianas algunos componentes importantes del repertorio antisemita, como ser el libelo de sangre, las teorías conspirativas y la negación del Holocausto. Las tres subsisten cómodamente en el Medio Oriente hoy en día, con adaptaciones coyunturales autóctonas. Posteriormente, árabes y musulmanes gestaron un antisemitismo político centrado en el estado judío que fue adoptado después por los occidentales cristianos, especialmente aquellos que se identifican con la izquierda, haciendo del antisionismo su grito de guerra antijudío. Los orígenes de este fenómeno datan del nacimiento mismo del Estado de Israel, pero éste recibió cobijo diplomático-jurídico en 1975 cuando, por iniciativa árabe e islámica y con fuerte apoyo soviético, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Resolución 3375 que equiparó al sionismo con una forma de racismo. Nunca antes había un movimiento de liberación nacional sido tildado de racista en el foro de la ONU, ni nunca después. Aún cuando esta resolución fue repelida en 1991, la fórmula “sionismo = racismo” sentó un precedente diplomático y moral singular. La participación soviética en esta iniciativa presagió la relación sentimental que une en la actualidad a la izquierda radical con el fundamentalismo islámico. La URSS puede haber desaparecido, pero el romance izquierdista mundial con el islamismo persiste. Los atentados del 9/11 (como se refiere a la fecha en inglés) lo han dejado en evidencia. Ideólogos y militantes de la izquierda fanática vieron en ese atentado un acto de lucha revolucionaria contra el capitalismo global. Ungiendo a Al-Qaeda como el arquetipo de la lucha proletaria, la izquierda radical reformuló al anarquista de antaño con el packaging del terrorista islamista y materializó lo que Pierre André Taguieff denomina el “Eterno retorno alucinatorio del Che Guevara…un residuo de guerrillero, una brizna de Robin Hood, un aire de mártir islámico”.(6) Cuando la lucha de clases marxista queda desdibujada en una guerra santa islamista es momento de advertir los destinos peculiares a los que el fanatismo puede llevar. Habiendo determinado que el terrorista musulmán es un desposeído que -tal como el anarquista legendario, debe apelar al terrorismo, la mentada “arma de los débiles”- todo acto quedará justificado. En este esquema, la “lucha de liberación” del pueblo palestino ocupa un lugar estelar. No pareciera haber crimen posible merecedor de sanción moral por parte de las elites progresistas en occidente que un palestino pudiera cometer. Él puede lanzar cohetes desde mezquitas, hacer estallar en mil pedazos a estudiantes en una universidad, transportar explosivos en ambulancias, ocultar bombas en mochilas de escolares, declarar a los cuatro vientos que él exige Palestina desde el río al mar, y puede estar seguro de que las almas nobles de occidente siempre encontrarán una explicación apologista para su acción. Elconfortable rol de víctima le da el derecho a odiar, matar y destruir, porque él es un desposeído, un oprimido, un humillado, y en consecuencia tiene derecho, es merecedor del buen trato de todas las nobles conciencias. Este falso pietismo a favor de quienes se han convertido en el pueblo elegido de la izquierda fundamentalista, halló expresión florida en estas palabras del escritor francés Jean Genet: «La elección que uno hace de una comunidad privilegiada… es una elección que se verifica por medio de una adhesión no razonada, no porque la justicia no tenga en ella su lugar, sino porque esa justicia y toda la defensa de esa comunidad se realizan en virtud de una atracción sentimental, tal vez incluso sensible, sensual; soy francés y, sin embargo, por entero, sin crítica, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho de su parte, dado que les amo».(7) En otras palabras, Genet no dijo “amo a los palestinos porque tienen el derecho de su parte”, sino “porque les amo, tienen el derecho de su parte”. Prueba ésta del ingrediente emocional del pro-palestinismo de izquierdas.

¿De qué hablamos cuando hablamos de «Nuevo Antisemitismo»?

Involuntariamente, la expresión es cierta y engañosa al mismo tiempo. Efectivamente, se percibe algo novedoso respecto de las actuales acusaciones contra los judíos. Al menos en las principales y aceptadas corrientes de opinión de Occidente, éstos ya no están siendo acusados de asesinar a Jesucristo, o de contaminar pozos de agua, o de controlar la economía mundial, o de estar detrás de todas las revoluciones habidas y por haber. Ya no vemos las discriminaciones, acosos, expulsiones, o pogromos que antaño aquejaron a los judíos de manera cotidiana. Por supuesto, el antisemitismo clásico, el prejuicio tradicional popular, siempre persistirá en ciertos sectores de cualquier sociedad. Pero al hacer una evaluación del conjunto social, podemos razonablemente decir que los judíos de Occidente están menos expuestos a las difamaciones usuales del tipo que han recibido a lo largo de la historia. Ahora, las acusaciones no parecen estar dirigidas al judío como individuo, o como grupo (salvo la negación del Holocausto, cuyo propósito es remover del récord de la historia reciente la memoria del sufrimiento judío), sino al Estado de Israel, país al que la mayoría de los judíos del mundo están afectivamente vinculados. Obviamente, estamos excluyendo del análisis la crítica política al Estado de Israel. Ella es perfectamente legítima y, de hecho, necesaria para su mejoramiento como nación, en tanto sea a lugar, justa y proporcionada. Estamos hablando más bien de la crítica antisemita al Estado de Israel, aquella que somete al único estado judío del globo a estándares utópicos de moralidad, que lo expone al escrutinio internacional de manera selectiva, y que invita a la condena pública con una saña que delata su intencionalidad. En el extremo más evidente se ubica el antisionismo descarnado, definido como la negación del derecho a la existencia de un estado judío. Quién se manifieste a favor de la auto-deteminación nacional de todos los pueblos menos el judío, claramente está incurriendo en un acto discriminatorio, y como tal acto discrimina negativamente contra los judíos, resulta incuestionable que es un acto judeófobo. Pero hay otras formas más sutiles de oposición a la existencia de un estado judío y es necesario exponerlas cuando éstas se hacen presentes. Cuando ciertas personas, organizaciones, grupos o naciones, hacen sistemática y obsesivamente de Israel su foco de atención; cuando sin fundamento real la acusan de cometer crímenes de guerra, violar la ley internacional, cometer genocidio; cuando maliciosamente la tildan de nación “nazi” o la comparan con la Sudáfrica del Apartheid; cuando hacen todo ello, están ejercitando una forma menos brusca pero igualmente cierta de antisionismo. En el mejor de los casos, ella pretende difamar a Israel, atacar ideológicamente al estado judío y presionarlo hacia la adopción de políticas que pondrían seriamente en riesgo su existencia. En el peor, aspira a aislar al estado judío de la comunidad internacional como preludio para su obliteración. Al presentarlo como un estado-paria más allá de toda civilidad y contemplación, ubica a la nación hebrea en oposición al resto del mundo ¿Pues quién estaría dispuesto a tolerar un estado nazi en pleno siglo XXI? La acusación infundada no sólo anhela difamar, sino a incitar operativamente. Conforme ha señalado el ex Ministro de Justicia de Canadá Irwin Cotler, la noción de que Israel es un estado apartheid lo ubica como parte de la lucha contra el racismo y la discriminación.(8) En un sentido más elemental todavía, sea esa su intención o no, las condenas masivas anti-israelíes promueven antisemitismo porque sugieren la idea distorsionada de que en Jerusalem se encuentra la principal fuente de maldad e incorrección moral del mundo.(9) Y aquí es donde notamos que las acusaciones antisemitas clásicas que pensábamos habían sido por siempre expulsadas del discurso ético contemporáneo, parecen resucitar en un shockeante reciclaje intelectual. El libelo de sangre medieval halla su equivalente moderno en la acusación de que los israelíes masacran niños palestinos. La acusación de que los judíos propagaban la peste negra en todo el continente europeo halla eco en la noción de que Israel provoca inestabilidad en todo el Medio Oriente. Las teorías conspirativas encapsuladas en los Protocolos de los Sabios de Sión resurgen en la fantasía del control judío de la política exterior estadounidense. Las equivalencias no son perfectas, desde ya. Pero cualquiera mínimamente familiarizado con el discurso judeófobo tradicional puede detectar, una vez más, su intención. Podrán cambiar las formas, pero el propósito sigue siendo el mismo: fomentar la exclusión del judío de la sociedad, ayer; fomentar la exclusión del estado judío de la comunidad internacional, hoy.(10) Esto nos lleva a concluir que lo que pudiere haber de novedoso en el denominado “nuevo antisemitismo” está más ligado a la realidad circundante que al fenómeno en sí. Más parece ser el mismo y añejo antisemitismo, en un contexto diferente, con nuevos modos de acción, más a tono con los códigos de nuestros tiempos. Nuestro entendimiento del “nuevo antisemitismo” requiere la aceptación de que el antisionismo es una forma de antisemitismo. Debemos aceptar que así como hay un antisemitismo de tipo religioso, y lo hubo uno de índole racial, hoy asistimos al espectáculo de un antisemitismo de carácter político. Este tipo de antisemitismo, “es la más reciente y menos comprendida forma de prejuicio” según Kenneth Stern (11), entre otras cosas porque los propios antisemitas políticos se declaran antisionistas a la par que niegan ser antisemitas. No obstante, luce atinada la caracterización que se ha hecho del antisionismo como el antisemitismo con buena conciencia.

Origen del Antisionismo

Los cuestionamientos al concepto de nación judía comenzaron en el mismo momento histórico en que nacieron los nacionalismos. Célebremente, el conde Stanislas de Clermont-Tonnerre proclamó ante la Asamblea Nacional Francesa en diciembre de 1789, luego de la Revolución: “A los judíos como individuos, todo. A los judíos como nación, nada”.(12) El combite de libertad, igualdad y fraternidad exigía a cambio el abandono de la identidad nacional judía. En 1807, Napoleón convocó a los líderes de la comunidad judía francesa y les desafió a que definieran su lealtad; a la nación francesa o al pueblo judío. Rápidamente quedó trágicamente claro para los judíos europeos de entonces que “el precio de la emancipación individual era la extinción nacional”.(13) En la era de la religión, se ofreció igualdad plena a los judíos a condición de que abandonasen su religión y adoptaran la religión imperante. En la era del nacionalismo, se les ofreció igualdad plena a condición de que abandonasen su identidad nacional. “En ambos casos”, escribieron Prager y Telushkin, “los oponentes de los judíos enviaron el mismo mensaje: cesen de ser judíos”.(14) Esto mismo fue planteado por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en el marco de su conflicto con Israel. El Artículo 20 de la Carta de la OLP, adoptada en 1964 y revisada en 1968, dice:
“…El reclamo de un lazo histórico o espiritual entre los judíos y Palestina no encaja con las realidades históricas ni con los elementos constitutivos de la condición de estado en su verdadero sentido. El judaísmo, en su carácter de religión de revelación, no es una nacionalidad con una existencia independiente. De esta forma, los judíos no son un pueblo con una personalidad independiente. Ellos son más bien ciudadanos de los estados a los que pertenecen”.(15)

Esto es básicamente lo mismo que los antisionistas contemporáneos dicen hoy a los judíos. Una vez más niegan a los judíos el derecho a ser como les plazca. Jamás realizan planteos similares a los musulmanes, los protestantes, los palestinos, los chinos, los peruanos o los noruegos. El único nacionalismo que les perturba es el de los judíos. En sus famosas Cartas a un Amigo Antisionista de 1967, Martin Luther King afirmó: “Tú declaras, amigo mío, que no odias a los judíos, tú eres meramente ´antisionista´…Cuando la gente critica al sionismo quieren decir los judíos”.(16)

Los principales promotores de antisionismo occidental en la actualidad son las Naciones Unidas, muchas destacadas ONG´s de derechos humanos, prominentes medios masivos de comunicación, y el progresismo intelectual; razón por la cuál esta forma de antisemitismo goza de apreciable respetabilidad y aceptación popular. Hay manifestaciones tóxicas de antisemitismo que superan al epíteto vulgar o al acoso físico con el que el antisemitismo clásico está más fuertemente asociado. Profanar un cementerio judío, agredir a un judío por su condición de judío, atacar una sinagoga, son expresiones obvias de antisemitismo tradicional. Comparar al estado judío con la Alemania nazi o la Sudáfrica del Apartheid, acusar a Israel de ser colonialista o genocida,  presentarlo como el más grande violador de las leyes internacionales; también. Sólo que en vez de ser expresiones convencionales, son nuevas formas de antisemitismo político. Semejantes caracterizaciones grotescas contribuyen al aislamiento forzado de toda una nación a los ojos del mundo entero, además de ser escandalosamente injustas. Ninguna nación es tan cotidianamente catalogada de nazi, fascista, imperialista, colonialista, expansionista, genocida y segregacionista, como Israel lo es. Una encuesta europea del 2003 arrojó el sorprendente dato que aproximadamente el 60% -¡60%!- de los europeos considera a Israel la principal amenaza a la paz mundial.(17) En Alemania, el 65% de la población suscribió a esa noción; en Austria el 69%; en Holanda el 74%. (A modo de comparación, una encuesta reciente en Egipto, Jordania, Marruecos, El Líbano, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos -el bloque “moderado” del espectro árabe- arrojo el dato que el 79% de los encuestados considera a Israel la más grande amenaza a la paz mundial).(18) Lo que estamos presenciando aquí es esencialmente un proceso de palestinización del discurso intelectual occidental. Es como si la opinión reinante en Occidente hubiera adoptado la terminología intransigente y ofensiva de la Carta Nacional Palestina, el documento fundacional de la OLP que llama a la destrucción de Israel. Este no es un comentario irónico. El Artículo 22 de la Carta denomina a Israel «una base para el imperialismo mundial» y «una constante fuente de amenaza vis-à-vis la paz en el Medio Oriente y todo el mundo», un punto de vista reflejado en encuesta tras encuesta europea. El sionismo es descrito como «racista y fanático en su naturaleza, agresivo, expansionista y colonial en sus objetivos, y fascista en sus métodos», una caracterización regularmente asignada a Israel aún en respetables plataformas occidentales. El Articulo 9 afirma que la «lucha armada es el único camino para liberar Palestina», un concepto ya incorporado en varias resoluciones de la ONU. La renombrada periodista española Pilar Rahola denomina a la avalancha de hostilidad contra Israel como una “práctica de tiro intelectual al judío” que  prestigia al antisemitismo, “le da cobertura intelectual, lo arma ideológicamente”.(19) Además de las Cartas de la OLP y de Hamas ya citadas, agrupaciones como Hizbullah y Al-Qaeda claman abiertamente por la destrucción de Israel, también. A ellos debe sumarse la República Islámica de Irán cuyo presidente públicamente ha llamado reiteradas veces a “borrar a Israel del mapa”. En el Medio Oriente, la incitación a la eliminación de Israel -dirigida al componente judío de su población que hoy ronda los seis millones- es oficialmente fomentada y popularmente aceptada. Israel es el único estado del mundo, y los judíos el único pueblo del mundo, que son objeto de amenazas genocidas cotidianas por estratos gubernamentales, religiosos y terroristas que aspiran a su obliteración.(20) En lugar de provocar la indignación esperada, en el foro de la ONU, importantes agencias humanitarias, sectores de la prensa y de la intelectualidad occidental, parecen a veces dispuestos a respaldar intelectualmente esta ofensiva sin igual. La desproporción, la tendenciosidad y la supresión de hechos fácticos al juzgar a Israel reinan soberanos. La comisión de actos verdaderamente atroces por otros actores internacionales apenas generan una fracción, si eso, de la indignación global que despiertan las acciones israelíes. Europeos -que conocieron el nazismo, el fascismo y el colonialismo- acusan a los israelíes de ser nazis, fascistas y colonialistas. Sudafricanos -que conocieron el apartheid- acusan a los israelíes de racistas. Latinoamericanos -que conocieron dictaduras- acusan a los israelíes de ser opresores. Árabes y musulmanes -que continuamente presencian terrorismo en sus tierras- acusan a los israelíes de ser terroristas. Incluso desde Rusia y Estados Unidos se oyen voces que aseguran que Israel es imperialista. Sudán, país en el que realmente hay un genocidio en curso, o Siria, país incuestionablemente opresor, rara vez son señalados del modo que Israel lo es. Incluso democracias occidentales en las que hay discriminación contra minorías, por ejemplo los gitanos en Europa Oriental, o los bolivianos en la Argentina, no suelen ser señaladas para la condena como Israel lo es. Hungría no es comparada con el Apartheid ni la Argentina con el Nazismo. Sería una locura que lo fueran, tal como es una locura hacerlo con Israel.

El papel de la ONU

La ONU ha jugado un papel central en esta movida de denostación. Fue en su recinto donde el sionismo fue tildado de racista. Fue su Asamblea General la que tachó a Israel de ser un “estado no amante de la paz”. Fue todo su sistema el que año tras año marginó al estado judío de sus comisiones, agencias y divisiones. Fue en su Consejo de Derechos Humanos donde alrededor de un tercio de todas sus resoluciones de condena han sido vertidas contra Israel. Sobre una constelación de 192 estados-miembro, el CDH ha mantenido por más de treinta y cinco años un apartado específico de su agenda para el escrutinio singular de Israel, y sólo de Israel. El resto de las naciones han sido y son estudiadas colectivamente. En su primer año de vida a partir de su reforma nominal, el CDH ha adoptado varias resoluciones de condena contra Israel. En el mismo período, ninguna otra resolución ha sido adoptada en condena de algún otro país. Esto es: ni China, ni Cuba, ni Zimbaue, ni Irán,  entre tantísimos otros abusadores seriales de derechos humanos básicos. El CDH, a su vez, ha mantenido más reuniones extraordinarias para condenar al estado judío que reuniones ordinarias propias de su trabajo. Desde junio de 2006 a febrero de 2009, el CDH condenó solamente a un país -Israel- en el 80% de su 25 resoluciones sobre países específicos, y por Israel exclusivamente fueron realizadas cinco sesiones especiales, fueron efectuadas dos misiones de exploración de campo, y creada una alta comisión de investigación.(21) Robert Wistrich ha definido esto como una “grotesca perversión de la proporcionalidad y del sentido común”.(22) Hillel Neuer, actual director ejecutivo de United Nations Watch, una ONG suiza que intenta admirablemente corregir la politización de las Naciones Unidas, ha escrito: “En la ONU, Israel por largo tiempo ha sido demonizada como el peor violador de la ley internacional. Pero ahora, bajo el supuestamente reformado Consejo de Derechos Humanos, Israel se ha convertido en el único violador”. Tal es el descrédito de esta institución que incluso Kenneth Roth -director ejecutivo de Human Rights Watch, una organización internacional de defensa de derechos humanos muy crítica de las políticas israelíes hacia los palestinos- ha dicho del CDH que “hasta ahora ha sido enormemente decepcionante”. El Consejo de Derechos Humanos fue creado en el 2006 por una votación de la Asamblea General (170-4) para reemplazar a la cuestionada Comisión de Derechos Humanos, iniciativa generada en gran medida a instancias del entonces secretario-general, el ghanés Kofi Annan, quién creía que la organización había “puesto una sombra sobre la reputación del sistema de las Naciones Unidas en su totalidad”. Al cabo de un año apenas, la performance de la nueva comisión había sido tan mala que incluso el nuevo secretario-general de la ONU, el surcoreano Ban Ki-moon ha indicado que ésta “claramente no ha justificado todas las esperanzas que tantos de nosotros hemos puesto en ella”.

Fue del mismo CDH de donde surgió el controvertido Informe Goldstone (así conocido por el nombre del jurista judeo-sudafricano Richard Goldstone que lo confeccionó) el que acusó a Israel de haber cometido crímenes de guerra y posiblemente crímenes contra la humanidad durante su lucha contra Hamas a principios del 2009. Desconsiderando toda distinción entre la agresión y la legítima defensa, entre una democracia y una entidad terrorista, entre la comisión deliberada de actos de terror y las bajas civiles producidas por accidentes de guerra, el reporte censuró a Israel con una contundencia impiadosa. Sus 575 páginas relegaron al detalle los ataques incesantes de cohetes iniciados por Hamas sin que mediare provocación previa alguna por parte de Israel, y caracterizaron la defensa de Israel de ser “un ataque deliberadamente desproporcionado diseñado para castigar, humillar y aterrorizar a la población civil” palestina. El informe tildó a Israel de “poder ocupante” aún cuando ya desde el año 2005 no hay presencia israelí en Gaza; a la fuertemente armada policía de Gaza la consideró una agencia civil. Contra toda evidencia pública, parte de ella incluso televisada, el informe concluyó que Hamas no usó hospitales como centro de comandos, que no utilizó ambulancias para transportar cohetes, que sus hombres no dispararon desde instalaciones de la ONU, y que las mezquitas no fueron empleadas para esconder municiones. (Respecto de la conducta de la agrupación terrorista, concedió que atacar a civiles israelíes “constituiría crímenes de guerra y podría significar crímenes contra la humanidad”).(23) La misión fue instigada por Bangladesh, Malasia, Pakistán, Siria y Somalía con el mandato de armar un caso contra Israel por “violaciones a la ley humanitaria internacional”. Ya pasó a engrosar el abultado archivo antisionista de las Naciones Unidas.

La discriminación diplomática trasciende a la ONU, sin embargo. Cuando los Países Signatarios de las Convenciones de Ginebra se reunieron por primera vez, cincuenta y dos años luego de su establecimiento, lo hicieron para debatir a Israel. Al Magen David Adom (la Estrella de David Roja, en hebreo), la organización de asistencia humanitaria israelí, por décadas se le ha negado membresía a la Federación Internacional de las Sociedades de la Cruz Roja y el Cuarto Creciente Rojo, donde la Cruz Roja cristiana y el Cuarto Creciente Rojo musulmán han sido agencias históricamente reconocidas. Sólo Israel fue objeto de campañas de desprendimiento empresarial en las universidades occidentales, y sólo los académicos israelíes fueron boicoteados por sus colegas en Occidente. Efectivamente, Israel se ha transformado en el judío entre las naciones.

Comparaciones odiosas

Tres son las comparaciones odiosas más prominentes del arsenal antiisraelí en la actualidad: Israel como régimen Apartheid, como estado nazi, y como colonia imperialista. Tal como en el antisemitismo tradicional, consisten en acusaciones exageradamente fantásticas.

Para que la analogía del Apartheid tuviese validez, Israel debiera ser un país de mayoría árabe gobernada por una minoría judía que la sojuzgara. Debiera haber incorporado el racismo a sus leyes, haber prohibido el casamiento interracial, designado asientos especiales en los autobuses para ellos, determinado que disciplinas podrían estudiar y donde podrían residir. La minoría árabe de Israel representa alrededor del 20% de la población total del país. A pesar de tratarse de una minoría afectivamente vinculada a naciones que han guerreado con Israel en el pasado, y a pesar de la identificación nacionalista que muchos miembros de esta comunidad expresan con los palestinos, quienes mantienen una confrontación con Israel, éstos gozan de una libertad de expresión cívica, política, religiosa, cultural y social superior a la de cualquier país vecino donde los árabes son mayoría. Sus mezquitas e iglesias no son profanadas, ni sus poblados atacados, ni sus comunidades marginadas. Tienen acceso a las escuelas, universidades, hospitales y centros de entretenimiento en paridad con los israelíes. Han obtenido bancas en el Parlamento, han llegado a la Corte Suprema de Justicia, han tenido asiento en el gabinete israelí; los druzos y beduinos han servido incluso en el ejército y en la policía.(24) Claramente, no hay base alguna para la comparación. Y sin embargo, la equiparación es un clásico del género. Los periodistas la usan continuamente. Un ex presidente norteamericano, Jimmy Carter, ha escrito un libro dedicado a este tema, con el título Peace, Not Apartheid. El Arzobispo Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz por su oposición al Apartheid en Sudáfrica, afirmó: “Al venir de Sudáfrica…y ver los puestos de control [israelíes]…cuando se humilla a un pueblo a tal punto en que lo están haciendo -y si uno recuerda el tipo de experiencia que tuvimos cuando estábamos siendo humillados- cuando se hace eso, no se está contribuyendo a la seguridad de uno mismo”.(25) Desde el año 2005 se desarrolla en diversas universidades del mundo The Israel Apartheid Week. Una medida de su éxito puede apreciarse en su expansión. En 2005 se efectuó solamente en Toronto. Al año siguiente se expandió a Montreal y Oxford. Para el 2007 cinco nuevas localidades se habían sumado, incluyendo Nueva York. En 2008 veinticuatro sitios organizaban el evento. En 2009 fue llevado a cabo en 27 ciudades en Estados Unidos, Canadá, Escocia, Inglaterra, Sudáfrica, México, y Noruega. Cuarenta ciudades anunciaron su participación para la edición 2010.(26) Aún en Cisjordania se organiza el encuentro del Apartheid israelí; una ironía que seguramente pase inadvertida para sus organizadores y seguidores. Ni siquiera la Valla de Seguridad, comúnmente referida como “el muro”, califica en la definición, lo que, por supuesto, no evita su uso. “¿Cuál es el término más adecuado?” pregunta retóricamente al respecto Geore Soros, con intención condenatoria, “¿´la valla de seguridad incompleta de Israel´ o ´un muro de Apartheid´?”.(27) Que esta valla fue construida con el único propósito de prevenir atentados terroristas suicidas cometidos de a cientos por los palestinos (los cuáles ocasionaron enorme sufrimiento en Israel), que es una medida defensiva, que los israelíes hubieran preferido no tener que construirla, y que no obedece a ninguna doctrina diseñada para separar poblaciones sobre premisas de pureza racial, fueron el tipo de hechos objetivos nunca considerados por los fans de esta equivalencia.

La forma más convencional de negar el Holocausto consiste en rechazar, relativizar o minimizar el genocidio nazi de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Otra manera de negacinonismo es atribuir a Israel la comisión de un Holocausto contra los palestinos. En primer lugar, presenciamos la tergiversación alevosa de la realidad. En segundo término, se tergiversa la historia de la Shoá, pues si lo que Israel practica es un Holocausto, entonces a grandes rasgos el padecimiento palestino de hoy día es lo que deben haber sufrido los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Un tercer punto que sirve de corolario es el desplazamiento del sufrimiento del pueblo judío al pueblo palestino. Si los israelíes son los nazis/victimarios, entonces los palestinos son los judíos/víctimas. Para que la comparación funcione, según ha imaginado el profesor Bernard Harrison, debiera haber en Israel un partido fascista represor de todo pensamiento diferente. Los izquierdistas israelíes debieran estar siendo perseguidos, arrestados y enviados a campos de concentración. La población árabe debiera estar siendo marginada de la vida económica, cultural, política y social del país. El equivalente a una Kristallnacht anti-árabe debiera ocurrir. En algún momento debiéramos ver trenes partiendo a destinos desconocidos repletos de árabes-israelíes amontonados en sus vagones. Y finalmente, tarde o temprano debiéramos oír acerca de campos de exterminio, selecciones, gaseamientos, ejecuciones, fosas comunes y chimeneas gigantes contaminando el paisaje hebreo con el humo del asesinato industrial de árabes y palestinos.(28) La inexistencia de este escenario no impide que la acusación prospere. “¿No repudian los judíos el Holocausto? Y esto es precisamente lo que estamos presenciando [en Gaza]” afirmó Hugo Chávez.(29) Israel, según L´Osservatore Romano, lleva adelante “una agresión que se convierte en exterminio”.(30) La municipalidad de Barcelona canceló una ceremonia recordatoria del Holocausto a principios de este año porque “realizar una ceremonia del Holocausto judío mientras que un Holocausto palestino ocurre no estaba bien”.(31) En una conferencia dictada en Beirut a finales del 2001, el académico Norman Finkelstein tildó a las acciones militares israelíes de “prácticas nazis”, aunque con “novedades a los experimentos nazis”.(32) El poeta y profesor de la universidad de Oxford Tom Paulin publicó un poema en la revista británica The Observer en el cuál refiere a los soldados israelíes como “Zionist SS”.(33) El tema ha sido un favorito en las pancartas erigidas en las manifestaciones antiisraelíes durante las últimas confrontaciones entre Israel y Hamas, incluso en Estados Unidos. “Israel: el Cuarto Reich” (Nueva York), “Holocausto palestino en Gaza hoy” (Chicago), “Elevar a Holocausto versión 2.0” (Los Ángeles).(34) Tal la permisividad social contemporánea de abusar del Holocausto, que la famosa personalidad televisiva noruega Otto Jespersen lamentó que miles de millones de piojos hayan muerto con los judíos en las cámaras de gas.(35) En Alemania, la cadena de locales de café Tchibo se vio impelida a retirar de circulación unos siete mil carteles publicitarios de su nuevo café con el lema “A cada cuál lo suyo”, una frase tomada por los nazis del griego antiguo que adornaba la entrada al campo de concentración de Buchenwald.(36) Una encuesta del Daily Telegraph de principios de marzo revelo que el 5% de niños británicos en edad escolar consultados sobre el significado de la palabra Auschwitz respondieron que era una marca de cerveza, un tipo de pan o un festival religioso.(37) La última guerra entre Hamas e Israel dio lugar a una situación surrealista. A la vez que unos acusaron a los israelíes de ser nazis, otros bregaron abiertamente por imponer un nuevo Holocausto contra el pueblo judío. Mientras que en Brasil el Partido dos Trabalhadores calificó la represalia israelí contra el Hamas de “práctica nazi”, en Italia el sindicato Flaica-Uniti-Club pretendió resucitar las leyes raciales fascistas al instar a boicotear las tiendas comerciales pertenecientes a los judíos de Roma. Mientras que en Mar del Plata el titular del Centro Islámico aseguró que “prontamente Israel, como el Estado Nazi, desaparecerá y será solamente un mal recuerdo del pueblo árabe”, en Holanda manifestantes gritaron “gaseen a los judíos”. Mientras que un alto oficial vaticano equiparó a Gaza con “un gran campo de concentración”, manifestantes corearon en la Florida contra los judíos: “regresen a los hornos”.(38) Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial no hemos presenciado un llamado tan explícito a liquidar judíos en las capitales del mundo libre. Que se invoque retórica nazi contra los judíos al protestar contra la política militar de Israel, país que a su vez es acusado de ser nazi al lidiar con los palestinos, es un escenario tan novel como inquietante. “El Holocausto”, ha escrito Walter Reich, quien fuera director del Museo del Holocausto de Estados Unidos, “está siendo crecientemente usado como un arma contra los judíos y el estado judío”.(39)

Al igual que las dos anteriores acusaciones descabelladas, la equiparación de Israel con el colonialismo y el imperialismo demanda la desconsideración del conocimiento histórico, la supresión del sentido de la proporción y la anulación del sentido común. Los pensadores y líderes sionistas del siglo XIX hallaron inspiración para su propia causa nacional en las luchas de nacionalistas serbios e italianos y otros contra los imperios otomano, ruso y el Vaticano. Desde su nacimiento, el sionismo fue un enemigo del imperialismo. Yehuda Alkalai vio en la lucha serbia contra los otomanos musulmanes un ejemplo motivacional para la propia causa nacional de los judíos. Moses Hess vio en los hombres de Garibaldi y su rebelión por una república italiana un modelo de nacionalismo a emular.(40) Ningún líder sionista declaró jamás que el objetivo del sionismo era la conquista de tierras foráneas para dominar a otros pueblos y expoliar sus riquezas. Prominentes intelectuales judíos se opusieron a la creación del estado judío en Palestina dado que ese no era un territorio enteramente despoblado. El dramaturgo inglés Israel Zangwill creó una corriente denominada los “territorialistas” que defendían la idea de construir el hogar nacional judío fuera de Palestina y apoyaron la sugerencia británica en 1905 de fundar Israel en el territorio británico de Kenya, hoy Uganda.(41) Otros pensadores judíos tales como Martin Buber, Gershom Sholem, Hugo Bergmann, y Judah Magnes, prefirieron descartar la noción de un estado judío en aras del establecimiento de un estado binacional en Palestina, donde los pueblos árabe y judío coexistirían en armonía sin dominio de uno por el otro.(42) El movimiento Hashomer Hatzair adoptó formalmente la idea en 1933 y la agrupación Brit Shalom sugirió en 1941 crear una confederación árabe-judía cuyo presidente sería alternativamente un árabe y un judío.(43) Incluso en 1938 en vísperas de una nueva guerra mundial, Albert Einstein escribió: “Yo preferiría mucho más ver un acuerdo razonable con los árabes sobre la base de vivir juntos en paz que la creación de un estado judío”.(44) ¿Es esto imperialismo? Que Herzl haya buscado apoyo de los grandes imperios de la época -otomano, alemán, británico- y que haya obtenido el favor de Londres en modo alguno transforma a los sionistas en imperialistas. En cualquier caso, no pasó mucho tiempo antes de que los imperialistas británicos traicionaran a los judíos y adoptaran una política anti-sionista. Los pioneros judíos que labraron la tierra en Palestina, secaron pantanos, trazaron redes eléctricas, construyeron escuelas y hospitales, museos y orquestas musicales, no estaban al servicio de ningún imperio. De hecho, en los años inmediatos previos al establecimiento del Estado de Israel, ellos estaban combatiendo a la Oficina Colonial británica en Palestina. Combatientes judíos fueron ahorcados por los británicos en Palestina; barcos repletos de judíos que huían de los nazis fueron devueltos a Europa por decisión del gobierno británico. Al debatirse en la ONU la resolución para la partición de Palestina, Gran Bretaña se abstuvo. Una vez comenzada la guerra de agresión árabe, oficiales británicos se sumaron a las fuerzas invasoras, como la Legión Árabe jordana. Estados Unidos (que, junto con Rusia, votó a favor de la Partición) hizo de Israel un aliado en el Medio Oriente recién a fines de los años sesenta, para cuando el estado hebreo ya tenía dos décadas de vida. Tal como Eli Kavon ha observado: “Catalogar al sionismo de imperialismo es negar la conexión de los judíos con la Tierra de Israel que retrocede 3.000 años en el tiempo. Los judíos estaban batallando contra imperialistas, fuesen éstos helenistas o romanos, mucho antes de los movimientos de liberación nacional. Los británicos en la India, así como los franceses en Argelia, no tenían una conexión antigua con las tierras que colonizaron. Los europeos explotaron poblaciones nativas por razones de economía y jingoísmo. No así los judíos. Los pioneros judíos se asentaron en Palestina para encontrar un lugar en el cual vivir como hombres y mujeres libres, libres del dominio de imperialistas en los mundos europeo e islámico…Etiquetar de imperialista a una pequeña nación de judíos que floreció a pesar del poder de grandes imperios es absurdo. Es un intento de robar a Israel su legitimidad. Es una mentira”.(45)

Esta triple acusación -Israel es nazi, apartheid e imperialista- es nada menos que una demonización a nivel estatal de lo que fue la deshumanización contra el pueblo judío, sesenta años atrás, a nivel nacional. Antes el pueblo judío, hoy el estado judío. Al endilgar al único país judío del globo las etiquetas de los males más nocivos del siglo XX se está pidiendo silenciosamente por su abolición, pues existe una obligación moral de luchar contra el Mal.(46) De esta forma se da justificativo ético a la lucha de “resistencia” palestina, a los ataques del Hizbullah, a la agresión verbal de Irán, en tanto combatientes anti-nazis, anti-apartheid y antiimperialistas. En esta increíble reversión moral, terroristas que pregonan la violencia y dictadores teocráticos reciben un sello moral de aprobación occidental en virtud del vicio absoluto que encarna Israel; ese “paisecito de porquería” en la impresión de un embajador francés.(47) Moisés Garzón Serfaty, lo expresa así: Hay dos anti-judaísmos en la actualidad, “uno islámico, particularmente agresivo, y otro occidental de origen izquierdista y liberal. El primero se traduce en actos violentos. El segundo, de alguna manera los legitima. Desprovista de escrúpulos, desorientada como nunca, parte de la izquierda occidental se ha volcado sobre la causa palestina con el mismo maniqueísmo combativo como lo hizo en su día en relación con la Unión Soviética, la revolución cubana y otros despropósitos históricos”.(48)

Indignación moral selectiva

Gaza como la versión posmoderna del Ghetto de Varsovia,(49) la valla de seguridad como el Muro del Apartheid, e Israel como el nuevo Hernán Cortés, son referentes estelares del nuevo canon secular del antisemitismo político contemporáneo. Las pasiones que despiertan las acciones de Israel y el nivel de involucramiento emocional de observadores supuestamente imparciales lucen llamativos. Especialmente a la luz de que ningún otro conflicto de gravedad mucho más acentuada en el orbe parece motivar una reacción siquiera fraccionaria de lo evidenciado cuando de Israel se trata. El genocidio en Darfur (400.000 muertos y alrededor de 2.5 millones de refugiados), la guerra en el Congo (4 millones de desplazados), la represión rusa en Chechnya (entre 150.000 y 200.000 muertos,  un tercio de la población forzada a abandonar sus hogares) y la guerra civil en Argelia (200.000 muertos entre 1999 y 2006), son las situaciones inmediatas que vienen a la mente. Pero no menos sorprendente luce la preocupación global por la suerte de los palestinos al notar el poco interés que otras instancias en las que los palestinos han sido maltratados ha despertado; instancias en las que los israelíes no estuvieron enredados, vale decir. Entre 1949-1967, Egipto y Jordania gobernaron a la población palestina de Gaza y Cisjordania, respectivamente. Dejando de lado el hecho de que ni Cairo ni Ammán promovieron la independencia estatal palestina, cabe señalar que desatendieron las condiciones económicas y sociales de modo tal que, conforme el profesor Efraím Karsh ha documentado, 120.000 palestinos cruzaron hacia el margen oriental y otros 300.000 emigraron al extranjero en ese mismo período.(50) El estado calamitoso en el que viven los refugiados palestinos confinados a campamentos miserables en países árabes hermanos solamente genera interés para sancionar a Israel. El Rey Hussein de Jordania masacró más palestinos en un solo mes de 1970 (entre 3.000 y 5.000) que lo que Israel hizo en décadas y ha sido sin embargo Israel la parte más sistemáticamente censurada por su trato a los palestinos. Los sirios han abusado de los palestinos con tal severidad que Abu Iyad, el número dos de la OLP, afirmó que esos crímenes “superaron aquellos del enemigo israelí”.(51) Kuwait castigó a la población palestina en su tierra luego de la alianza de la OLP con Saddam Hussein en 1991 al expulsar a esos inocentes trabajadores, y también hubo matanzas que llevaron a Yasser Arafat a lamentar: “Lo que Kuwait hizo al pueblo palestino es peor que lo hecho por Israel a los palestinos en los territorios ocupados”.(52) Durante el año 2006 solamente, más de 600 palestinos fueron asesinados en Bagdad y otros 100 fueron secuestrados por milicianos chiítas que resienten el buen trato a ellos dispensado por Saddam Hussein. Según relatos testimoniales, chiítas extremistas detuvieron a transeúntes en las calles y les exigían sus documentos de identidad. Si resultaba ser un palestino el desdichado era fusilado sin más. Esta situación fomentó una emigración palestina de Irak hacia Jordania y Siria, países que “han impuesto fuertes restricciones al ingreso de refugiados, dejando a muchos de ellos atascados en la frontera en condiciones crueles e inhumanas” según informó oportunamente el Jerusalem Post. ¿Y qué decir sobre los cientos de palestinos muertos en la guerra civil entre Hamas y Fatah del año 2007? ¿Por qué no hizo el novelista José Saramago peregrinaciones de solidaridad a Ramallah? ¿Por qué no inició Tony Judt un boicot académico contra la Universidad Islámica de Gaza? ¿Por qué no publicaron los intelectuales progresistas argentinos solicitadas en Página12 acusando a Hamas o a la Autoridad Palestina de genocidio? ¿Por qué no vimos editoriales adoloridos en los principales diarios del mundo? ¿Por qué no se reunió de urgencia el Consejo de Seguridad de la ONU para expresar preocupación? El hecho de que prácticamente nunca ha despertado indignación mundial el sufrimiento palestino en manos de cualquier otro que no sea un israelí, a la vez que su sufrimiento ha provocado oleadas globales de enojo cuando ha sido causado por israelíes -aún cuando sus acciones han sido comparativamente pálidas a las de otros- es algo que las buenas conciencias de Occidente deberían explicar. Y si el desprecio por Israel no está vinculado a los judíos, ¿por qué cada vez que hay una crisis entre Israel y sus vecinos, judíos son acosados en Europa? ¿Por qué, mientras Hamas confrontaba con Israel, fue profanada una sinagoga en Venezuela? ¿Por qué judíos que celebraban un aniversario de Israel fueron atacados en la Argentina? ¿Por qué la mayor cantidad de incidentes antisemitas ocurrió, por ejemplo en Gran Bretaña, a partir del año 2006 en coincidencia con el ataque de Hizbullah a Israel? Si no hay nexo alguno, ¿por qué le gritaron “judío sucio” al embajador israelí en España a la salida de un partido de fútbol? ¿Por qué ocurrió en ese país -donde según una encuesta de septiembre del 2008 de Pew Global Reserach el 46% de los locales tienen impresiones poco favorables de los judíos- la más grande manifestación popular anti-israelí de toda Europa? Si realmente no hay conexión alguna entre el antiisraelismo y el antisemitismo, ¿Por qué el diario secular italiano La Stampa publicó una caricatura con el niño Jesús en el pesebre mirando a un tanque israelí, diciendo “no me digan que vienen a matarme nuevamente”?

La negación del Antisemitismo

Desde que Hitler le dio un mal nombre al odio a los judíos, los antisemitas han estando buscando la manera de seguir siendo antisemitas bajo la protección de una cierta fachada. Esa fachada es el antisionismo. No toda crítica a Israel encierra odio a los judíos. Pero muchas veces sí lo hace, y es utilizada como máscara para desviar acusaciones de antisemitismo. Que no siempre las condenas al estado judío conlleven antisemitismo, no significa que nunca lo conlleven. Por momentos luce como si se quisiera privar a los judíos de la posibilidad de señalar la existencia del antisemitismo en el discurso anti-israelí. “¿Acaso no se puede criticar a Israel?” Preguntó cierta vez un periodista televisivo a Pilar Rahola en un importante programa de actualidad. “El problema”, respondió Rahola, “no es que no se pueda criticar a Israel, sino que exclusivamente se critica a Israel”.(53) La crítica política a Israel, como ya hemos dicho, es válida. Es la crítica antisemita -disfraza de legítima condena política- la que debe ser señalada. El hecho de que muchas de las difamaciones antiisraelíes sean fomentadas por judíos no inmuniza a nadie, ni siquiera a ellos mismos, del cargo de antisemitismo. Una calumnia, aún si promovida por judíos o por israelíes, sigue siendo una calumnia. El que un hombre o una mujer cuyos padres son judíos sea quien difunda mentiras sobre Israel no legitima ni un ápice su diatriba. En todo caso el fenómeno del auto-odio judío es legendario. A lo largo de la historia ha habido judíos que han interiorizado, hecho propia, la condena del antisemita. No pudiendo soportar tanta hostilidad y con la vana esperanza de agradar y ser aceptado, se han abocado a la tarea imposible de remover lo que hay de judío en el o ella. Una forma convencional de convencer a otros y a sí mismo de su despojo es atacar a sus hermanos. Muchos de los más fieros judeófobos de la historia medieval han sido judíos conversos al catolicismo: Petrus Alfons, Nicholas Donin, Pablo Christiani, Avner de Burgos, Guglielmo Moncada y Alessandro Franceschi. (Incluso se ha especulado sobre el inquisidor Tomás de Torquemada). El poeta alemán Heinrich Heine opinaba que “el judaísmo no es una religión sino una desgracia”. El escritor Moritz Sapir consideró que “el judaísmo es una deformidad de nacimiento, corregible por cirugía bautismal”. Algunos llegaron a odiar tanto su condición que terminaron suicidándose, tal el caso del psiquiatra y filósofo austríaco Otto Weininger.(54) Una admiradora suya fue la renombrada poetisa judeo-norteamericana Gertrud Stein, quién en 1934 confesó al New York Times su visión de que “Hitler debió haber recibido el Premio Nobel de la Paz”; posteriormente gozaría de la protección de colaboradores del régimen filo-nazi de Vichy en Francia.(55) La teórica del Marxismo Rosa Luxemburgo escribió en una carta privada: “¿Por qué recurres a mí con tus penas especiales judías?…No puedo hallar un rincón especial de mi corazón por el ghetto”.(56) El propio Karl Marx expresó hostilidad al judaísmo en su ensayo de 1843 Sobre la Cuestión Judía: “La emancipación social del judío es la emancipación de la sociedad respecto del judaísmo”.(57) El periodista austriaco Arthur Trebisch ofreció sus servicios a los nazis, a los que instó a no cesar en su combate contra los judíos. Dejó testimonio de su sentir: “…cargo yo la vergüenza y la desgracia, la culpa metafísica de ser judío”.(58) El canciller austriaco más firmemente antiisraelí de las últimas décadas -Bruno Kreisky- fue un judío. Algunas de las personalidades más famosas del antiisraelismo actual son judíos: desde Noam Chomsky hasta Juan Gelman. En otras palabras, uno puede ser judío y albergar sentimientos negativos respecto de los judíos y el estado judío. Aún cuando no todos los nombres recién referidos encajen en la definición del auto-odio, a la luz de sus declaraciones no puede disputarse que queda en evidencia algún grado de enajenación identitaria. En todo caso, este no es el punto principal aquí, ni es un debate que deseamos promover. No estamos evaluando la identidad religiosa del crítico, ni como él se ve a sí mismo en torno a esa identidad, ni si se odia a sí mismo o no, sino su actitud. Cuando los censores de Israel -judíos o no- incurren en demonizaciones como las que hemos descrito en estas páginas -muchas de ellas similares en su naturaleza a las difamaciones colectivas que han sido históricamente lanzadas contra los judíos, sólo que esta vez reorientadas al estado judío- tienen la obligación de respaldar racionalmente sus reclamos de que ellos no están adoptando una conducta antisemita. Es insuficiente que declaren que están siendo injustamente tratados como tales y así erigir una especie de escudo protector moral. Ellos deben justificar racionalmente porqué creen que los israelíes son nazis, deben presentar evidencia empírica que sustente la noción de que los sionistas son imperialistas, y deben poder argumentar lógicamente por qué motivo sienten que las políticas israelíes constituyen un Apartheid. Elegir eludir el desafío y en su lugar actuar cómodamente el rol del intelectual ofendido es un acto de cobardía.(59)      

Islamofobia in, Antisemitismo out

Como si el problema del antisemitismo no fuese ya lo suficientemente complejo, frecuentemente los judíos se ven obligados a lidiar con problemas de nomenclatura y de definición relacionados al antisemitismo que crean cierta confusión conceptual. En la realidad del post-9/11, hubo quienes temieron que la totalidad del Islam fuera a ser erróneamente caracterizado como terrorista o agresivo, y/o que sus seguidores pudiesen ser colectivamente estigmatizados. Cada vez con mayor regularidad comenzó a usarse el término “islamofobia”, que alude al odio a los islámicos. Se popularizó de tal manera la idea de que los musulmanes son despreciados a escala global que rápidamente ingresó al léxico de la ONU y de la jerga periodística. En una “Declaración Conjunta” de diciembre de 2008 efectuada por los presidentes de la Argentina, Brasil y Venezuela, éstos manifestaron “su más enérgica condena al racismo, el antisemitismo, el antiislamismo, la discriminación racial y otras formas conexas de intolerancia”.(60) Si la cuestión se limitara a un debate acerca de si existe desprecio hacia los musulmanes, probablemente el uso de esta palabra no estaría generando controversia. Ciertamente, expresiones contrarias al Islam y a sus fieles seguidores pueden hallarse en el discurso público, y musulmanes han sido acosados y discriminados en Occidente. Se torna un poco más dificultoso defender el uso del término si requiere la aceptación de la existencia de un fenómeno mundial de antiislamismo. Inmigrantes foráneos han sido y son usualmente discriminados en distintos países, por ejemplo, los paraguayos en la Argentina. Sin embargo, no es común referir al anti-paraguayismo en nuestra tierra aún cuando la marginación contra los paraguayos existe. La razón es simple: existe el acto singular xenofóbico, más no un sistema de prejuicios contra ese grupo humano. No hay doctrina que lo respalde ni movimientos ideológicos que lo promuevan. Indudablemente, semejantes actos de discriminación acreditan nuestro repudio, pero no ameritan ser designados en un genérico alusivo a un fenómeno que, como fenómeno, es inexistente. Lo mismo cabe decir respecto del antiislamismo o islamofobia. Aún así, si los musulmanes sintieran que ese es efectivamente el caso y anhelarán concientizar al resto del mundo al respecto valiéndose del empleo de un término que reflejara su sentir, tampoco ello debiera generar inconveniente alguno; con la salvedad de que no pretendieran ubicarlo a la par de fenómenos racistas mundial e históricamente establecidos. En términos generales, todo lo que contribuya a la lucha contra el racismo debiera ser bien recibido. La polémica nace cuando líderes musulmanes pretenden reemplazar a la judeofobia con la islamofobia, cuando procuran reprimir la muy real existencia del odio a los judíos (que en muchos casos emana de naciones islámicas) al elevar como contrapunto una noción cuestionable. “El hecho es que la islamofobia ha reemplazado al antisemitismo” aseveró el Consejo Musulmán de Gran Bretaña. En la última conferencia contra el racismo organizada por la ONU en Ginebra (conocida también como Durban II), quedó en evidencia la politización de la agenda antirracista para servir la causa islamista en donde la palabra “islamofobia” era promovida con finalidades políticas. Ya desde su organización temprana, la Organización de la Conferencia Islámica (asentada en Arabia Saudita, reúne a 57 países musulmanes y opera como bloque en la ONU) introdujo en el borrador de la declaración final que “las más graves muestras de difamación de las religiones son el aumento de la islamofobia y el empeoramiento de la situación de las minorías musulmanas en todo el mundo”. Grupos de derechos humanos ya han adoptado ello como verdad sacrosanta. En el año 2001, Human Rights Watch anunció la creación de un puesto para monitorear crímenes raciales contra “musulmanes, sikhs y personas de ascendencia mesooriental y del sur de Asia en los Estados Unidos desde los atentados del 11 de septiembre”. Para la misma época, el FBI hizo pública información sobre los crímenes raciales en Estados Unidos ocurridos en el año 2000. Aquél año hubo 28 ataques contra musulmanes y 1119 ataques contra judíos. Aunque los judíos representan alrededor del 2.5% del total de la población estadounidense, casi un 14% de todos los crímenes raciales y más de un 75% de todos los crímenes raciales basados en la religión, fueron orientados contra los judíos ese año.(61) En mayo del 2002, Amnesty Internacional emitió una condena de repudio a “los ataques contra judíos y árabes” en la que detallaba instancias de agresión contra judíos y árabes en Europa. Sobre las agresiones a los judíos mencionaba, en parte, que:

  • “En Francia, la hostilidad contra los judíos ha originado una oleada de ataques especialmente grave. La policía francesa registró 395 incidentes antisemitas entre el 29 de marzo y el 17 de abril”.
  • “En marzo y abril, varias sinagogas, como las de Lyon, Montpellier, Garges-les-Gonesses (Val d’Oise) y Estrasburgo, sufrieron destrozos, y la sinagoga de Marsella fue pasto de las llamas de un incendio provocado. En París, la multitud arrojó piedras contra un vehículo que transportaba a alumnos de un colegio judío y le rompió los cristales de las ventanillas”.
  • “En Gran Bretaña, en abril hubo informes de al menos 48 ataques contra judíos, frente a 12 en marzo, 7 en febrero, 13 en enero y 5 en diciembre. En algunos casos las víctimas tuvieron que ser hospitalizadas con graves heridas”.
  • “En Bélgica se arrojaron bombas incendiarias contra sinagogas de Bruselas y Amberes en abril, y se acribilló a balazos la fachada de una sinagoga de Charleroi, en el sudoeste del país. En Bruselas, una librería y tienda de delicatessen judía fue destruida por el fuego”.
  • “También en abril se produjeron ataques contra sinagogas de Berlín y Herford en Alemania Occidental. Ese mismo mes, según los informes una joven judía fue atacada en el metro de Berlín por llevar un colgante con la estrella de David, y dos judíos ortodoxos resultaron heridos leves a consecuencia de la agresión de un grupo de personas en una calle comercial de Berlín tras salir de una sinagoga”.

Repecto de casos de hostilidad anti-árabe, el comunicado de AI consignó:

  • “En Bruselas, el 7 de mayo una pareja de inmigrantes marroquíes murió y dos de sus hijos resultaron heridos por los disparos de un anciano vecino, belga, que, según los informes, hizo comentarios racistas”.

 
En círculos islámicos, la “islamofobia” está siendo empleada como caballito de batalla contra el antisemitismo, y detrás de éste, contra la noción del sufrimiento judío. Por extraño que suene, parece haber una competencia unilateral musulmana por el monopolio de la victimización, el que aparentemente consideran está en manos del pueblo judío. Este no debiera ser el caso. La OIC está en su perfecto derecho de alertar sobre discriminaciones o ataques anti-islámicos en el mundo. Pero no es constructivo hacerlo con un propósito de sobreimposición.    

Conclusión

El Día de la Recordación del Holocausto del año 2008, alrededor de un centenar de ingleses tomó una visita guiada al viejo barrio judío londinense. La visita no pudo ser completada. “Si avanzan más, morirán” les gritaron un grupo de jóvenes musulmanes mientras les arrojaban piedras. Posteriormente, algunos judíos debieron recibir atención médica. En ese mismo lugar, sólo que en 1936, un grupo de fascistas británicos intentó marchar a través del barrio judío. Esa marcha tampoco pudo ser completada. Una aglutinación de judíos, católicos irlandeses y comunistas ingleses lo impidieron, unidos bajo el slogan de la guerra civil española: “No pasarán”. El recordatorio, traído por el comentarista Mark Steyn, nos sirve para notar cuanto han cambiado las cosas para los judíos de Europa, y por extensión de Occidente, desde el “No pasarán” hasta el “Si avanzan más, morirán”. Para los judíos hoy en día no hay demasiados católicos y comunistas dispuestos a permanecer codo a codo con ellos para frenar el avance de los antisemitas.(62) Durante la mayor parte del siglo pasado, el antisemitismo -religioso, racial y nacionalista- estuvo ligado a la Derecha, y ciertamente este tipo de antisemitismo crudo no ha partido de la escena. El neo-nazismo, heredero ideológico de este último, sigue siendo un problema que requiere solución para las sociedades libres y pluralistas. También es indudable que podemos hallar antisemitas de derecha en las múltiples manifestaciones antiisraelíes en las que consignas anti-judías son elevadas. Este tipo de antisemitismo es fácilmente identificable y es habitualmente sancionado. Pero hay algo novedoso sin embargo, una nueva forma de prejuicio que también demanda sanción. En la actualidad, la mayor parte de las manifestaciones antiisraelíes reúnen en mayor medida a pseudo-pacifistas, anarquistas, comunistas, socialistas, antiglobalistas, medio-ambientalistas e izquierdistas todo-terreno. Estos radicales operan en una atmósfera de antiisraelismo creada y perpetuada por establecidos organismos multinacionales, agencias humanitarias, medios de prensa y destacados intelectuales. No fue Jean-Marie Le Pen, sino Amnesty Internacional, quién pidió al Consejo de Seguridad de la ONU y a la Casa Blanca la imposición de un embargo de armas a Israel en febrero de 2008.(63) (En una irrisoria muestra de equivalencia moral o falso sentido de la igualdad, AI pidió que el embargo cayera también sobre Hamas). No ha sido en las academias militares, sino en prestigiosas universidades de Gran Bretaña y de Estados Unidos -en las que el progresismo prevalece- donde campañas de boicot académico y de desinversión contra Israel han surgido. Hay pocos centros de excelencia occidentales en los que Mahmoud Ahmadinjead pueda ser bien recibido, la Universidad de Columbia fue uno de ellos. No es en pasquines fascistas, sino en periódicos elitistas progresistas, donde vemos caricaturas tan violentamente antiisraelíes que remiten, sin exageración alguna, a los peores trazos de Der Stürmer. Tal como Gabriel Schoenfeld ha señalado, durante la primera mitad del siglo XX, una retórica antisemita de masas -desde los Protocolos de los Sabios de Sión hasta Mein Kampf y otros- ayudaron a crear el marco cultural e intelectual para la catástrofe que se avecinaba. Las actuales denuncias inagotables contra Israel acarrean una resonancia incómoda que poseen “las semillas de una repetición macabra”.(64)  Si algo hemos aprendido (o debiéramos haberlo hecho) de la Shoá, es que el genocidio comienza con la destrucción intelectual de un pueblo, abriendo el camino para su destrucción física eventual. Antes de alcanzar el aniquilamiento parcial del pueblo judío, los nazis debieron primero obliterarlo en el imaginario colectivo. Antes de llevar a los judíos a las cámaras de gas, debieron persuadir a la opinión pública de que los judíos merecían del exterminio contra ellos planeado. Primero éstos fueron destruidos en los discursos pronunciados desde los palcos, en los panfletos divulgados en las universidades, en las pancartas erigidas en las manifestaciones callejeras, en las leyes raciales; de modo que los judíos fueran completamente aniquilados idealmente como preludio a su obliteración material. Tenemos el deber de aceptar que lo que empieza con retórica extrema termina en acciones atroces. La demonización global a la que el Estado de Israel es cotidianamente sometido no puede terminar bien. Aún cuando para muchos las políticas del estado judío resulten problemáticas y sus objeciones sean bien fundamentadas y bien intencionadas, debe admitirse que para muchos otros este no es el caso. Hay gentes para las que vale la observación del columnista del Washington Post George Will: “No es que Israel sea provocativo, el que Israel sea es provocativo”.

En estas páginas se ha intentado alertar sobre un mismo fenómeno en nuevas circunstancias. El señalamiento de que en la actualidad el antisionismo/antiisraelismo sea una manifestación de antisemitimo, no es efectuado a los efectos de suprimir toda crítica a Israel, sino de advertir que esa crítica puede esconder malas intenciones. El espectáculo de denostación tan total adversa a Israel al que asistimos en estos tiempos, no obstante, remite a épocas infelices y no puede ser ignorado con atribuciones de paranoia a quienes, producto de un cúmulo de experiencias dolorosas, han aprendido a divisar el peligro. Se ha dicho que lo que ocurrió alguna vez en el pasado, puede ocurrir nuevamente en el futuro, y que lo que empieza con los judíos, nunca termina con los judíos. Estos no son meros clichés. Son lecciones históricas que claman por ser aprendidas.    

Buenos Aires, marzo de 2010.
Julián Schvindlerman es analista político internacional, escritor y conferencista. Tiene una Licenciatura en Administración por la Universidad de Buenos Aires y una Maestría en Ciencias Sociales por la Universidad Hebrea de Jerusalem.

Notas

(1) Leo Pinsker, Autoemancipación; citado por Shlomo Avineri, The Making of Modern Zionism: The Intellectual Origins of the Jewish State (NY: Basic Books, 1981), p. 77.

(2) Dennis Prager & Joseph Telushkin, Why the Jews? The Reason for Antisemitism (NY: Simon & Shuster, 1983), p. 17.

(3) De la Carta de Hamas.

(4) Ramon Bennet, Philistine (Jerusalem: Arm of Salvation, 1995), p. 49.

(5) Bennet, Philistine, p. 50.

(6) Pierre-André Taguieff, La Nueva Judeofobia (España: Gedisa, 2002), p. 196.

(7) Citado por Taguieff, p. 203.

(8) Irwin Cotler, discurso pronunciado en The Global Forum for Combating Antisemitism, February 24-25 Jerusalem, DVD.

(9) Robert Wistrich, conferencia en el Foro Argentino sobre el Antisemitismo Internacional, Buenos Aires, 6 de agosto e 2008.  

(10) Alvin H. Rosenfeld, “Progressive” Jewish Thought and the New Anti-Semitism (NY: AJC, 2007).

(11) Keneth S. Stern, Antisemitism Today: How It Is the same, How It Is Different, and How to Fight It (NY: American Jewish Committee, 2006), p. 12.

(12) James Carroll, Constantine´s Sword: The Church and the Jews (USA: Houghton Mifflin Company, 2001), p. 415.

(13) Dennis Prager & Joseph Telushkin, Why the Jews?, p. 36

(14) Dennis Prager & Joseph Telushkin, Why the Jews?, p. 37.

(15) La Carta completa puede verse en Benjamin Netanyahu, A Place Among the Nations (NY: Bantam Books, 1993), pp. 418-424.

(16) Citado por Arno Lustiger, “When people criticize Zionism, they mean Jews, said Martin Luther King”, Jerusalem Post, 15/2/09.

(17) Julián Schvindlerman, “El Otro Eje del Mal: Antinorteamericanismo, Antiisraelismo y Antisemitismo”, en Reflexiones, Ensayos Contemporáneos (Buenos Aires: Editorial Milá, 2005), pp. 79-80.

(18) Mark Steyn, “Israel Today, the West Tomorrow”, Commentary¸May 2009.

(19) Citada por Moisés Garzón Serfaty, Apuntes para una historia de la judeofobia (CAIV: Caracas, 2008), p. 169; Dennis Prager & Joseph Telushkin, Why the Jews? pp. 36-37.

(20) Irwin Cotler, “Making the world ´Judenstaatrein´”, Jerusalem Post, 22/2/09.

(21) Irwin Cotler, “Making the world ´Judenstaatrein´”, Jerusalem Post, 22/2/09.

(22) Robert Wistrich, conferencia en el Foro Argentino sobre el Antisemitismo Internacional, Buenos Aires, 6 de agosto e 2008.

(23) Ver el comunicado de la ONU que presentó el reporte Goldstone y acceso al mismo en http://www.un.org/apps/news/story.asp?NewsID=32057&Cr=palestin&Cr1.

(24) Ben Cohen, The Ideological Foundations of the Boycott Campaign Against Israel (NY: AJC, 2007), pp. 9-10.

(25) “Tutu sobre la ocupación israelí”, Agencia de Noticias Prensa Ecuménica, 3/12/08.

(26) “Israeli Apartheid Week 2009 may be coming to a campus near you”, Jerusalem Post, 29/1/09; “Israeli Apartheid Week starts today”, Jerusalem Post, 1/3/10.

(27) Citado por Bernard Harrison, Israel and Free Speech (NY: AJC, 2007), p. 21.

(28) Harrison, pp. 22-23.

(29) “Mr. Chavez vs. the Jews”, editorial del Washington Post, 12/2/09.

(30) Richard Bernstein, “An Ugly Rumor or an Ugly Truth?”, New York Times, 4/2/09.

(31) Isi Leibler, “Zionism and the global anti-Semitic frenzy”, Jerusalem Post, 15/2/09.

(32) Citado por Gabrield Schoenfeld, “Israel and the Anti-Semites”, Commentary, June 2002, p. 19.

(33) Richard Bernstein, “An Ugly Rumor or an Ugly Truth?”, New York Times, 4/2/09.

(34) Walter Reich, “Using the Holocaust to Attack the Jews”, Washington Post, 1/2/09.

(35) “Complaint filed against Norway´s ´Holocaust´ comic”, Jerusalem Post, 22/12/08.

(36) “Coffee Chain cancels ad with slogan Nazis used”, Jerusalem Post, 14/1/09.

(37)´Isn´t Auschwitz the name of a beer?´ Jerusalem Post, 9/3/09.

(38) Julián Schvindlerman, “Las lecciones del Holocausto”, Perfil, 31/1/09.

(39) Walter Reich, “Using the Holocaust to Attack the Jews”, Washington Post, 1/2/09.

(40) Avineri, pp. 36-55.

(41) Hattis Rolef, Political Dictionary of the State of Israel (Jerusalem: Keter Publishing House, 1993), p. 345.

(42) Hattis Rolef, pp. 61-62 y Hazony, The Jewish State: The Struggle for Israel´s Soul (USA: Basic Book, 2000), p. 212. 

(43) Hazony, p. 245 y p. 408.

(44) Citado por Paul Johnson, La Historia de los Judíos (Argentina: Javier Vergara Editor S.A., 1991), p. 450.

(45) Eli Kavon, “The myth of Zionist imperialism”, Jerusalem Post, 17/1/09.

(46) Cotler, “Making the world ´Judenstaatrein´”, Jerusalem Post, 22/2/09.

(47) “´Anti-Semitic´ French envoy under fire”, BBC, 20/12/01.

(48) Zerfaty, p. 163.

(49) Eli Kavon, “The new blood libel”, Jerusalem Post, 26/1/09.

(50) Efraim Karsh, “What´s Behind Western Condemnation of Israel´s War Against Hamas?”, Jerusalem Center for Public Affairs, 11/1/09.

(51) Karsh.

(52) Karsh.

(53) Cito de memoria, el hecho ocurrió unos pocos años atrás en el programa “Hora Clave” y la pregunta fue efectuada por un asistente de Mariano Grondona.

(54) Ver ejemplos y citas en Gustavo Perednik, La Judeofobia (España: Flor del Viento, 2001), pp. 145-146.

(55) Lansing Warren, “Gertrude Stein: Views, Life and Poetry”, New York Times, 6/5/1934.

(56) Citado por Cohen, p. 3.

(57) Citado por Cohen, p. 3.

(58) Perednik, p. 146.

(59) Doy crédito a Bernard Harrison por la idea recién presentada.

(60) Ver “Presidentes de Argentina, Brasil y Venezuela firman Declaración Conjunta condenando el Antisemitismo”, comunicado de B´nai B´rith, 20/12/08.

(61) Stern, p. 46.

(62) Steyn.

(63) “Amnesty urges arms embargo on Israel”, Jerusalem Post, 23/2/09.

(64) Schoenfeld, p. 20.

Triángulo De Infamia - Reseñas

Revista Mía (Perfil)

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Triángulo de infamia: Richard Wagner, los nazis e Israel
De Julián Schvindlerman

Julián Schvindlerman ofrece una mirada aguda y analítica sobre la profunda red de relaciones entre el genio de Wagner, su ideología, su valor simbólico, el nazismo, la comunidad judía y el estado de Israel. En sus páginas aborda un análisis detallado del compositor poniendo a la luz sus esenciales contradicciones entre las que se encuentra su antisemitismo. Además, el ensayo evidencia la relación también contradictoria de la comunidad judía para con él y su obra. Para ello hace un meticuloso repaso del debate intenso y prolongado de la representación de sus obras en Israel. Su relato da cuenta asimismo del contexto social e ideológico de la sociedad alemana del s. XIX que constituyó el fecundo caldo de cultivo en el que el nazismo prendiera tan profundamente sus raíces. En la manipulación ideológica nazi de los grandes creadores alemanes y la apelación enfermiza a la tradición germánica, Wagner “fue celebrado como el compositor cuya ideología prefiguró la del nacional-socialismo”. Finalmente, y a modo de apéndice, analiza la compleja relación del compositor con Friedrich Nietzsche, y de éste con el nazismo. “Pocos artistas han fomentado sentimientos tan grandes y tan extensos sobre su persona, desde la adulación más idealista hasta el rechazo más indignado. A doscientos años de su nacimiento y ciento treinta de su muerte, Wagner sigue siendo una de las figuras más discutidas de todos los tiempos”.

Publicado en la p. 65 de la edición impresa

La Carta Escondida - Presentaciones

Presentación en Daín Usina Cultural (Buenos Aires)

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Fecha: 28/08/18
Panelistas:
Diana Wang, Escritora, psicoterapeuta y columnista en La Nación.
Magalí Milmaniene, Lic. en Filosofía y Dra. en Psicología (UBA).
Julián Schvindlerman, autor de la obra moderadora.
Carolina Di Tella, Doctoranda en neurociencias en la Universidad de Nueva York.

La Carta Escondida - Entrevistas (Escritas)

Comunidades

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La Carta Escondida, la historia de una familia Árabe Judía – 20/06/2018

Un buen día recibí el llamado de una mujer uruguaya que me dijo que tenía una historia familiar atípica y que ansiaba contarla. Buscaba un autor que redactara su biografía bajo un ángulo novelado. Un escritor amigo me había recomendado, pues el trasfondo de esta historia familiar ocurría en buena medida en el Medio Oriente -área que he estudiado largamente-, en la Europa nazi -época que por ser judío no me es ajena- y en América Latina -región de la que soy parte-. Me mostré abierto a la idea y honrado por la convocatoria, pero le aclaré que yo no era un novelista, sino un analista político, y que mi experiencia como escritor se había enfocado hasta entonces en el ensayo histórico. Le ofrecí un encuentro en Buenos Aires para explorar juntos la idea y acordamos vernos en la librería “El Ateneo Grand Splendid” de Santa Fe y Callao.

Fui a nuestra reunión con reparos. Sentía curiosidad por su relato, cuyos trazos superficiales me había adelantado en nuestra conversación telefónica, pero también albergaba dudas acerca de mi pertinencia como autor de una biografía novelada así como de cuan atractiva resultaría la historia familiar. Nos sentamos en una mesa en el café de esa espléndida librería, otrora notable sala de teatro, y pasadas las presentaciones formales me dediqué a escucharla. Al cabo de un par de horas, cuando finalizó, supe que debía escribir esa historia, fascinante y compleja a la vez, con intersecciones religiosas, étnicas y nacionales, cruzada por dilemas personales, presiones filiales y búsquedas prometedoras y angustiantes.

La escuché evocar a sus abuelos judíos lituanos, de parte de la madre, y a sus abuelos musulmanes libaneses, de parte del padre, y del derrotero que sus antepasados atravesaron, en la Europa nazi y en un Medio Oriente en llamas, para confluir en la apacible y laica república uruguaya.

La escuché atentamente mientras me contaba acerca de sus abuelos sobrevivientes de la Shoá, de parientes asesinados y otros separados por décadas hasta que una coincidencia permitió reunir, aunque ya no resultaba conveniente hacerlo. De las crisis de fe de estos judíos tradicionalistas casi salidos de un cuento de Sholem Aleijem y de su periplo desde la Europa de sus ancestros hacia una desconocida y lejana Latinoamérica. De los primeros tiempos vividos en el nuevo continente y de las durezas de ese volver a empezar, sin idioma, ni entorno familiar ni apoyo económico o afectivo alguno.

Y por sobre todo, del dolor más allá de toda descripción de ese trauma colectivo, de esa noche oscura de la humanidad, y de las repercusiones psicológicas para los sobrevivientes y sus descendientes.

La escuché relatar sobre sus años infantiles en un pequeño pueblo del interior de Uruguay, donde todo era un sacrificio, desde tener que tomar tres autobuses para llegar a la escuela de una localidad vecina hasta las privaciones típicas de una vida hogareña austera. De su mudanza a la capital y los desafíos de la adaptación. De la elección de la carrera de asistente social, que le daría independencia y autonomía pero que también confrontaría las rígidas pautas tradicionales del seno familiar. De su enamoramiento con un joven estudiante de veterinaria, de su casamiento, del nacimiento de sus hijos, del crecimiento de éstos, de su propio progreso personal y profesional; en fin, de la vida misma.

Y también la escuché hablar acerca del enigma del padre. De un hombre nacido en un pueblo del Líbano fronterizo con Israel, emigrado a América Latina como un musulmán chií, convertido al judaísmo al contraer matrimonio con una judía lituana, y francamente comprometido con la educación hebrea de sus hijos y nietos. Pero también, muy apegado a los valores de su fe de nacimiento y de su cultura, y de cómo esta hija, en su paso de la adolescencia a la adultez, intuía que el padre albergaba un secreto. Lo oía hablar en árabe, lo veía rezar privadamente bajo el rito musulmán, sentía la influencia de los hábitos árabes en la casa y sospechaba que había algo más allí, en esa historia de vida, de lo que el padre retraído dejaba saber a los demás. Hasta que dio accidentalmente con esa carta en cuyo sobre podía leerse un remitente libanés. Y decidió enviar una misiva a aquella nación árabe y al tirar de ese ovillo se abrió ante sus ojos el tapiz de una historia oculta fenomenal que la terminó llevando a visitar Beirut y Jabal Amel y a encontrarse con parientes árabes-musulmanes de los que ni idea tenía, debiendo -siempre- esconder su propia identidad religiosa. A partir de entonces, ya nada sería como antes para esta joven mujer judía uruguaya, ni tampoco para su propia familia.

En suma, me hallé ante el devenir de dos familias unidas -y desunidas a la vez- por la historia, la religión, la cultura y la geografía, y el anhelo privado de una mujer de encontrar su lugar justo en esa convulsa y atrapante historia familiar. Tres países, tres culturas, tres historias y modos divergentes de ver la vida, reunidos en un árbol familiar cuyas ramas cargan el peso de pasados duros, exóticos e incluso peligrosos. Interrogantes en torno a la identidad, la pertenencia y la fe, sumados al sueño de conocer a esa otra parte de la familia, atrayente y distante en simultáneo, pusieron a esta mujer en la senda de una búsqueda íntima y personal, cargada de pasado -el genocidio de los judíos europeos, la inmigración traumática a tierras lejanas, la yuxtaposición de valores y costumbres no siempre armónicos -, a la que se inmiscuyó la realidad geopolítica regional: el fanatismo de los extremistas islámicos, la vinculación de algunos miembros del clan con el movimiento chií Hezbolá, el conflicto con Israel, las barreras culturales, la misoginia y la intolerancia religiosa.

Leila, que en árabe significa “noche”, fue así nombrada por su padre libanés al nacer. Metafóricamente, el nombre se transformó en una representación simbólica de la noche negra que separa a ambas familias, y a cuya oscuridad Leila debió ingresar para poder emerger al alba de su propia plenitud existencial.

Tras despedirnos permanecí sentado un rato más, aun conmovido por la historia que acababa de escuchar. Tenía ante mí un desafío que valía la pena encarar; esta historia merecía ser contada y divulgada. Los personajes y la trama ya estaban desplegados, sólo faltaba organizar el relato, dar vida en el papel a los actores y permitir que sus experiencias aflorasen. Como a un coreógrafo al que le han obsequiado un argumento, yo debía montar la puesta en escena. Miré pensativamente hacia el techo. A lo alto podían verse los focos, cables y estructuras de lo que alguna vez fue un soberbio teatro.

Abandoné el escenario-café. Mientras me dirigía hacia la salida, rodeado de enormes estanterías repletas de libros y con mi imaginación excitada proyectando ideas en múltiples direcciones, creí sentir al telón de este antiguo teatro elevarse. En el viejo “Grand Splendid” una nueva obra acababa de gestarse.

De la introducción a la biografía novelada “La carta escondida: historia de una familia árabe-judía” del autor. 

La Carta Escondida - Entrevistas (Escritas)

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La historia de dos familias y un secreto epistolar que revela un pasado ignorado

“La carta escondida: historia de una familia árabe-judía” es un relato biográfico de una mujer que encuentra correspondencia de su padre, un musulmán convertido al judaísmo que reside en Uruguay, hacia sus familiares del Líbano y cómo aquel hallazgo la obliga a tener que rearmar su propia historia

Un buen día recibí el llamado de una mujer uruguaya que me dijo que tenía una historia familiar atípica y que ansiaba contarla. Buscaba un autor que redactara su biografía bajo un ángulo novelado. Un escritor amigo me había recomendado, pues el trasfondo de esta historia familiar ocurría en buena medida en el Medio Oriente -área que he estudiado largamente-, en la Europa nazi -época que por ser judío no me es ajena- y en América Latina -región de la que soy parte-. Me mostré abierto a la idea y honrado por la convocatoria, pero le aclaré que yo no era un novelista, sino un analista político, y que mi experiencia como escritor se había enfocado hasta entonces en el ensayo histórico. Le ofrecí un encuentro en Buenos Aires para explorar juntos la idea y acordamos vernos en la librería «El Ateneo Grand Splendid» de Santa Fe y Callao.

Fui a nuestra reunión con reparos. Sentía curiosidad por su relato, cuyos trazos superficiales me había adelantado en nuestra conversación telefónica, pero también albergaba dudas acerca de mi pertinencia como autor de una biografía novelada así como de cuan atractiva resultaría la historia familiar. Nos sentamos en una mesa en el café de esa espléndida librería, otrora notable sala de teatro, y pasadas las presentaciones formales me dediqué a escucharla. Al cabo de un par de horas, cuando finalizó, supe que debía escribir esa historia, fascinante y compleja a la vez, con intersecciones religiosas, étnicas y nacionales, cruzada por dilemas personales, presiones filiales y búsquedas prometedoras y angustiantes.

La escuché evocar a sus abuelos judíos lituanos, de parte de la madre, y a sus abuelos musulmanes libaneses, de parte del padre, y del derrotero que sus antepasados atravesaron, en la Europa nazi y en un Medio Oriente en llamas, para confluir en la apacible y laica república uruguaya.

La escuché atentamente mientras me contaba acerca de sus abuelos sobrevivientes de la Shoá, de parientes asesinados y otros separados por décadas hasta que una coincidencia permitió reunir, aunque ya no resultaba conveniente hacerlo. De las crisis de fe de estos judíos tradicionalistas casi salidos de un cuento de Sholem Aleijem y de su periplo desde la Europa de sus ancestros hacia una desconocida y lejana Latinoamérica. De los primeros tiempos vividos en el nuevo continente y de las durezas de ese volver a empezar, sin idioma, ni entorno familiar ni apoyo económico o afectivo alguno. Y por sobre todo, del dolor más allá de toda descripción de ese trauma colectivo, de esa noche oscura de la humanidad, y de las repercusiones psicológicas para los sobrevivientes y sus descendientes.

La escuché relatar sobre sus años infantiles en un pequeño pueblo del interior de Uruguay, donde todo era un sacrificio, desde tener que tomar tres autobuses para llegar a la escuela de una localidad vecina hasta las privaciones típicas de una vida hogareña austera. De su mudanza a la capital y los desafíos de la adaptación. De la elección de la carrera de asistente social, que le daría independencia y autonomía pero que también confrontaría las rígidas pautas tradicionales del seno familiar. De su enamoramiento con un joven estudiante de veterinaria, de su casamiento, del nacimiento de sus hijos, del crecimiento de éstos, de su propio progreso personal y profesional; en fin, de la vida misma.

Y también la escuché hablar acerca del enigma del padre. De un hombre nacido en un pueblo del Líbano fronterizo con Israel, emigrado a América Latina como un musulmán chií, convertido al judaísmo al contraer matrimonio con una judía lituana, y francamente comprometido con la educación hebrea de sus hijos y nietos. Pero también, muy apegado a los valores de su fe de nacimiento y de su cultura, y de cómo esta hija, en su paso de la adolescencia a la adultez, intuía que el padre albergaba un secreto. Lo oía hablar en árabe, lo veía rezar privadamente bajo el rito musulmán, sentía la influencia de los hábitos árabes en la casa y sospechaba que había algo más allí, en esa historia de vida, de lo que el padre retraído dejaba saber a los demás. Hasta que dio accidentalmente con esa carta en cuyo sobre podía leerse un remitente libanés. Y decidió enviar una misiva a aquella nación árabe y al tirar de ese ovillo se abrió ante sus ojos el tapiz de una historia oculta fenomenal que la terminó llevando a visitar Beirut y Jabal Amel y a encontrarse con parientes árabes-musulmanes de los que ni idea tenía, debiendo -siempre- esconder su propia identidad religiosa. A partir de entonces, ya nada sería como antes para esta joven mujer judía uruguaya, ni tampoco para su propia familia.

En suma, me hallé ante el devenir de dos familias unidas -y desunidas a la vez- por la historia, la religión, la cultura y la geografía, y el anhelo privado de una mujer de encontrar su lugar justo en esa convulsa y atrapante historia familiar. Tres países, tres culturas, tres historias y modos divergentes de ver la vida, reunidos en un árbol familiar cuyas ramas cargan el peso de pasados duros, exóticos e incluso peligrosos. Interrogantes en torno a la identidad, la pertenencia y la fe, sumados al sueño de conocer a esa otra parte de la familia, atrayente y distante en simultáneo, pusieron a esta mujer en la senda de una búsqueda íntima y personal, cargada de pasado -el genocidio de los judíos europeos, la inmigración traumática a tierras lejanas, la yuxtaposición de valores y costumbres no siempre armónicos -, a la que se inmiscuyó la realidad geopolítica regional: el fanatismo de los extremistas islámicos, la vinculación de algunos miembros del clan con el movimiento chií Hezbolá, el conflicto con Israel, las barreras culturales, la misoginia y la intolerancia religiosa.

Leila, que en árabe significa «noche», fue así nombrada por su padre libanés al nacer. Metafóricamente, el nombre se transformó en una representación simbólica de la noche negra que separa a ambas familias, y a cuya oscuridad Leila debió ingresar para poder emerger al alba de su propia plenitud existencial.

Tras despedirnos permanecí sentado un rato más, aun conmovido por la historia que acababa de escuchar. Tenía ante mí un desafío que valía la pena encarar; esta historia merecía ser contada y divulgada. Los personajes y la trama ya estaban desplegados, sólo faltaba organizar el relato, dar vida en el papel a los actores y permitir que sus experiencias aflorasen. Como a un coreógrafo al que le han obsequiado un argumento, yo debía montar la puesta en escena. Miré pensativamente hacia el techo. A lo alto podían verse los focos, cables y estructuras de lo que alguna vez fue un soberbio teatro. Abandoné el escenario-café. Mientras me dirigía hacia la salida, rodeado de enormes estanterías repletas de libros y con mi imaginación excitada proyectando ideas en múltiples direcciones, creí sentir al telón de este antiguo teatro elevarse. En el viejo «Grand Splendid» una nueva obra acababa de gestarse.

*De la introducción a la biografía novelada «La carta escondida: historia de una familia árabe-judía» (Linardi & Risso, pp. 300) del autor.