Agenda Internacional

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Por Julián Schvindlerman

  

El posicionamiento políticamente correcto del occidente frente al Islam – Julio-Septiembre 2006

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Desde comienzos del tercer milenio especialmente, y cada vez con mayor frecuencia, el fundamentalismo islámico ha dejado sus huellas de terror en numerosos puntos del globo (incluyendo a la República Argentina aún con anterioridad, con los atentados en los años noventa). Los atentados feroces del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos fueron sucedidos por ataques contra inocentes pasajeros en los trenes de Madrid y Bombay, en los subterráneos de Londres, en los  autobuses de Israel, contra oficiales en la sede de la ONU, civiles y soldados en Irak, contra nacionales y extranjeros en Pakistán, contra sinagogas en Túnez, contra hoteles en Jordania, Indonesia, Marruecos y Egipto, contra niños en escuelas en Chechenia, y contra otros objetivos en Estambul, Kenya, Ryhad y Cachemira entre otros lugares. La respuesta occidental ante la magnitud de semejante ofensiva ha cobrado dos formas fundamentales, genéricamente hablando. Por un lado, Occidente adoptó una actitud defensiva en lo militar (signada primordialmente por las “intervenciones” norteamericanas en Afganistán e Irak) con el agregado de medidas preventivas en las áreas de la inteligencia, la diplomacia, el comercio, las transferencias financieras, y la esfera legal. Por otro lado, en el campo intelectual, la familia de las naciones occidentales parece haber caído en el derrotismo y en el apaciguamiento. Esta segunda actitud es la que comentaremos concretamente en este ensayo.  

El enemigo innombrable

La manera en que el mundo occidental retrata al terrorismo jihadista del Islam fundamentalista es sencillamente increíble. Un ejemplo al caso es el repote periodístico higienizado en el diario “La Nación” del 31 de mayo de 2006. Su titular decía: “Noche de violencia cerca de París: Un grupo de jóvenes se enfrentó con la policía y atacó la alcaldía”. En la nota se utilizaba diez veces el término “jóvenes” al relatar el episodio, con frases del tipo “unos 150 jóvenes se enfrentaron en la madrugada de ayer con la policía”, o “los incidentes se iniciaron cuando un grupo de jóvenes empezó a forzar la valla”, o “los jóvenes, muchos de ellos enmascarados y con bates de béisbol, lanzaron proyectiles contra la policía”, etc. Una siguiente nota publicada en el mismo medio el 4 de junio del corriente, informaba: “Desbarataron planes para cometer atentados en Canadá: Detuvieron a 17 personas que tenían en su poder una gran cantidad de explosivos”. El texto de la “primicia” indicaba que se trataba de “doce adultos y cinco jóvenes”, o simplemente de “hombres” y “menores”, y que todos ellos eran “residentes canadienses de diversos orígenes”. Los titulares son habitualmente armados por los editores del diario que los publica, mientras que los textos de las notas en este caso provenían de las agencias AP, AFP, ANSA, y Reuters. Quiere decir que al menos cuatro agencias de noticias internacionales y un importante medio argentino nos informaban -en un lapso de cinco días- que “jóvenes”, “personas”, “adultos”, “hombres” y “menores” habían participado de actos de violencia en Francia y que planeaban cometerlos en Canadá, en cuyo caso específico se les habrían sumado “residentes canadienses de diversos orígenes”. Solo en la ciencia ficción podía uno encontrar una conspiración global tan vasta protagonizada por “personas”, “adultos”, “hombres” y “jóvenes”, aunque, hemos de admitir, no siempre por “menores” o “residentes canadienses de diversos orígenes”; eso ya era un touch peculiar. La vastedad de la amenaza retrotraía a la temible organización Specter, que luchaba contra el James Bond de Ian Fleming en las primeras series de la saga o a la malvada Caos, que perseguía al Maxwell Smart de Mel Brooks. En la vida real, habíamos oído de Osama Bin-Laden, Al-Qaeda y la Hermandad Musulmana, pero nunca de una ofensiva semejante liderada por  “personas”, “adultos”, “hombres” y “jóvenes” a los que se les sumaban “menores” y “residentes canadienses de diversos orígenes”. El indicio orientador que aclararía la situación se hallaba en la fotografía que acompañaba a la segunda nota. Su capción rezaba “Mujeres allegadas a los arrestados dejan una corte, ayer, en Canadá”. Se veía a cuatro mujeres caminando tomadas de la mano, todas ellas vestían una suerte de túnica negra que las cubría de pies a cabeza. Era el clásico “chador” islámico. Y entonces se reconfiguró todo. No se trataba del género, sino de una especie. No era que la humanidad toda había -de pronto- enloquecido y que las “personas” y los “adultos” y los “hombres” y los “jóvenes” y los “menores” y los “residentes canadienses de diversos orígenes” se habían unido en una insólita conspiración mundial para atacar a Francia y a Canadá. Más bien, se trataba, como ha sido usual en los últimos años, de violencia musulmana localizada. Los “jóvenes” de la primera nota eran en realidad jóvenes jihadistas musulmanes o árabes en su mayoría, y las “personas”, “adultos”, “hombres” y “menores” involucrados en la segunda también eran árabes o musulmanes. Por su parte, los “diversos orígenes” de los residentes a los que aludía el texto eran en realidad -casi exclusivamente- orígenes árabes o islámicos.

No deja de resultar curioso el hecho de que los mismos periodistas que se desviven por diferenciar entre el Islam moderado y el Islam radical, aquellos que insisten en considerar  las sutilezas, aquellos que nos sermonean día y noche acerca de los peligros de caer en generalizaciones excesivas, sean ellos mismos tan groseramente “genéricos” a la hora de describir simples hechos. Supongamos que un nativo de Marruecos, de religión musulmana, residente en Madrid, es detenido mientras planifica un atentado con explosivos contra un museo local. La manera precisa de relatar ese episodio es indicar lo recién mencionado. No hay nada de racista o discriminador en tratar de identificar claramente al perpetrador. De hecho, esto es precisamente lo que los periodistas hacen regularmente al describir otras situaciones. Ejemplo: si un soldado norteamericano tortura en una cárcel iraquí, los periodistas y editores se ocupan de dejar bien en claro que el responsable de esa aberración ha sido un soldado norteamericano. No disimulan el dato con genéricos del tipo “un adulto torturó a prisioneros en Abu Grahib”. Otro ejemplo: si políticos israelíes deciden construir una valla de seguridad, la prensa internacional no confecciona titulares del tipo “personas construyen muro en Cisjordania”. Indican, muy claramente, el origen israelí de los involucrados. Pero cuando se trata de terroristas musulmanes que complotan en Canadá o de agitadores árabes que se violentan en Francia, la prensa abandona galantemente sus propios estándares. Ya no más claridad, ya no más discernimiento.

El analista político norteamericano Daniel Pipes detectó varios eufemismos diferentes usados para evitar la palabra “terrorista” -menos aún: “musulmán”- en los informes de prensa mundiales respecto de la identidad de quienes llevan a cabo la mayoría de los atentados a escala global hoy en día. Algunos de los términos empleados: asaltantes, atacantes, comandos, criminales, extremistas, luchadores, guerrilleros, hombres armados, insurgentes, militantes, perpetradores, radicales, rebeldes y activistas. Tal como Pipes observara, muchos periodistas han debido hurgar largo y tendido en sus diccionarios de sinónimos y homónimos  para ingeniárselas en evitar pronunciar al actor “innombrable”: el terrorismo jihadista islámico. La raíz de esta actitud posiblemente resida en la prudencia. Una prudencia entendible en tratar de no etiquetar a la totalidad del Islam como una “religión de terror”. En no caer en el simplismo de difamar a toda una civilización de catorce siglos de vida y mil trescientos millones de devotos que residen en más de cincuenta países musulmanes. El problema es que se ha estirado esta actitud a un extremo tal que por no condenar injustamente a todo el Islam, se termina exonerando a su fundamentalismo. La noble prudencia se desfigura y se transforma en falsa piedad, que deriva en obtusa negación y en apaciguamiento peligroso. Repitámoslo: no hay nada de prejuicioso o de discriminatorio en identificar precisamente al perpetrador de un atentado. Si judíos, cristianos y musulmanes estuvieran llevando a cabo actos de terror en todo el planeta, y la prensa al describir los atentados eligiera destacar la identidad religiosa de un grupo de ellos solamente, eso sería discriminatorio. Pero como la identidad de los terroristas en la inmensa, sino casi exclusiva, mayoría de los casos de terrorismo internacional contemporáneo es musulmana, y como éstos lo declaran orgullosamente y dicen actuar “bajo mandato de Allah” y “en nombre del Islam”, y lo hacen de manera tan reiterativa como atroz, entonces resulta inevitable el uso de la expresión “terrorismo islámico”. Esto es tan lógico que empeñarse en no emplear ese término deviene en engaño.

De la sensibilidad a la pleitesía

En aras de la exaltación de la diversidad cultural, de la santificación del respeto a la otredad, y de la glorificación de lo políticamente correcto, hemos arribado a una situación por demás absurda en lo que a la denuncia del terrorismo fundamentalista islámico se refiere. Como hemos dicho: subtes estallan en mil pedazos en Londres, trenes son pulverizados en Bombay y en Madrid, autobuses incinerados en Jerusalén, edificios derrumbados en Nueva York, hoteles quedan en ruinas en Egipto, Indonesia, Marruecos y otras partes, y en Occidente aún parece haber amplio espacio para el decoro y la sensibilidad hacia aquellos que, con vistas “al paraíso”, están transformando la tierra en un auténtico infierno.

Ahora sabemos que en Inglaterra, víctima reciente del terror musulmán, el influyente diario “The Guardian” tenía entre sus filas de colaboradores a un militante de la agrupación integrista Hizb ut-Tahrir, con vínculos con el terrorismo islámico. El periodista en cuestión, Aslam Dilpazier, había sido contratado por el diario “para acrecentar la diversidad étnica en la redacción”, según explicaron fuentes internas del medio. Organizaciones radicales como al-Muhajiroun –que bregó para que “la bandera negra del Islam flamee sobre Downing Street”- y personajes como el jeque Omar Bakri Muhamad –que regularmente llamaba a la “guerra santa” contra Occidente- habían sido largamente tolerados en la tierra de su majestad. Asimismo, un informe conjunto de los ministerios de interior y exterior británico de mediados del año pasado, titulado Jóvenes Musulmanes y el Extremismo, sugería que “el término ´fundamentalismo islámico´ es inadecuado y debería evitarse porque algunos musulmanes perfectamente moderados probablemente lo perciban como un comentario negativo a propósito de su aproximación a su fe”, y recomendaba “persuadir al público y la prensa que los musulmanes no son el enemigo interno”. Esto sucedió en los meses previos a los atentados múltiples del 7 de julio pasado en la capital del Reino Unido efectuado por islámicos británicos de ascendencia paquistaní. Esta desubicada “rectitud” política persistió aún luego de los ataques: la British Broadcasting Corporation (BBC) tildó a los atacantes de terroristas solo por un breve período. Apenas unas horas después de la masacre, la BBC abandonó el término, llegando incluso a reemplazar dicha palabra de informes ya publicados en su “website” por la más sanitizada “bombers” (traducción: que ponen bombas).

Esta cortesía casi delirante no -desgraciadamente- es patrimonio exclusivo de los británicos. Al propio pueblo estadounidense le tomó casi tres años utilizar las palabras “terrorismo islámico” para definir así al enemigo que enfrenta en todo el globo. Ello sucedió cuando la comisión investigadora de la gestión de la comunidad de inteligencia estadounidense pre-9/11 concluyó que EE.UU. no estaba enrolado en una genérica y vagamente descripta “lucha contra el terror” sino específicamente en un enfrentamiento contra el “terrorismo islámico”. Durante el 11vo acto de conmemoración de la voladura de la AMIA, celebrado en Buenos Aires menos de dos semanas después de los atentados acaecidos en Londres, ni uno solo de los varios oradores fue capaz de pronunciar la palabra “islámico” en sus discursos, optando en su lugar por denunciar genéricamente a los “terroristas” y a los “fundamentalistas” que perpetraron la matanza de 85 civiles inocentes en nuestra Patria. Y todavía subsiste la farsa en los aeropuertos internacionales de efectuar chequeos al azar; como si revisar la cartera de una anciana chilena, o los zapatos de un niño sueco fueran a aumentar la seguridad de los pasajeros, en lugar de inspeccionar a aquellos individuos que respondan mejor al “perfil” del sospechoso típico.

Ciertamente, por momentos parecería que Occidente se hallara bajo el hechizo de una profundamente desquiciada “tolerancia” progresista. Así, el Comité Internacional de la Cruz Roja -cuyos países-miembro musulmanes por décadas han objetado la aceptación del “Maguen David Adom”, la eficiente agencia humanitaria israelí, que ha sido finalmente incorporada muy poco tiempo atrás- debe abstenerse de usar la cruz cuando opera en Irak, porque a los musulmanes iraquíes no les agradan los símbolos cristianos. La elitista universidad de Yale aceptó como alumno a Rahmatulla Hashemi, un ex-vocero del régimen Talibán sin que éste diera muestra pública alguna de arrepentimiento. Inglaterra consideró anular la conmemoración del “Día del Holocausto” dado que eso de alguna manera resultaría “ofensivo” para los musulmanes del país; y finalmente, Tony Blair rechazó la idea de englobar la Shoa dentro de un genérico “Día del Genocidio”. La municipalidad de Sevilla ha removido la figura del Rey Ferdinando III (patrón y santo de la ciudad) de sus celebraciones, porque éste luchó contra los moros durante 27 años, siglos atrás. En Italia se ha considerado quitar un fresco de Dante que adorna el techo de la catedral de Bologna que ubica a Mahoma en el infierno. Mohammed Bouyeri -el musulmán holandés de ascendencia marroquí que degolló al cineasta Theo Van Gogh en plena vía pública, en Ámsterdam, por un film sobre el status de la mujer en tierras musulmanas que, según él, ofendía al Islam –había sido presentado en la prensa holandesa, dos años antes, como un ejemplo de “buena integración cultural”. En esta nación, cerca del 80% de la población estuvo a favor de expulsar de su patria a Ayaan Hirsi Ali, una firme crítica del Islam radical, apelando como excusa para ello a un tecnicismo burocrático. En las escuelas secundarias de Dinamarca, cuyo secularismo les ha impelido introducir la Biblia como material de estudio, se enseña no obstante el Corán . En Suiza, Tariq Ramadán -nieto de Hasan al-Banna, fundandor de la Hermandad Musulmana y él mismo un polémico radical- es profesor en la Universidad de Friburgo y una reconocida figura mediática. Sami al-Arian –personaje vinculado a algunas agrupaciones fundamentalistas- fue profesor en la Florida International University hasta que un escándalo precipitó su destitución. Yusuf al-Qaradawi -buscado bajo cargos de terrorismo por las autoridades egipcias y clérigo que aprueba las golpizas a las esposas musulmanas y está a favor de la pena de muerte para los homosexuales- fue recibido el año pasado en una ceremonia oficial de la City Hall de Londres por el cuestionado alcalde de la ciudad.

Y por supuesto, existe Hollywood; una suerte de meca del progresismo occidental en la que incluso películas realizadas luego del 11 de septiembre de 2001 evidencian dificultad en presentar a los musulmanes en el rol de malvados. El film La Suma de Todos los Miedos presenta a neo-nazis europeos en el papel de los malhechores que desean hacer explotar una bomba atómica en suelo estadounidense. Esta es la versión en celuloide de una novela homónima de Tom Clancy en la que quienes planean semejante atrocidad son, en realidad, terroristas palestinos. El cine como espejo de los valores de una sociedad merece un comentario algo más detallado y a ello dedicaremos las líneas siguientes.

El cine y el terrorismo 

En lo relativo al extremismo ideológico y la violencia política, una de las pocas decisiones moralmente claras que Hollywood parece haber podido tomar es que el Nazismo fue algo que se puede calificar como malo. De ahí en más, todo resulta confuso, grisáceo o relativo para los genios creativos de la industria del entretenimiento en celuloide. Varias películas de estreno reciente –Munich, Syriana, Paradise Now, V for Vendetta– ilustran adecuadamente el punto.

Para comenzar veamos someramente algo de la filmografía de Steven Spielberg. Dos de sus películas de aventuras más taquilleras –“Los cazadores del Arca Perdida” y “La última cruzada”- nos muestran al legendario arqueólogo Indiana Jones en una sucesión sin pausa de luchas contra los designios de los “malos” de la película: los nazis, en ambos casos. En otras producciones más adultas y sobrias del director -tales como “La lista de Schindler” y “Rescatando al soldado Ryan”- son los nazis nuevamente los enemigos de la humanidad, no sin razón. Sin embargo, al abordar un tema de actualidad política contemporánea, tal como hace en su última película “Munich”, Spielberg parece haber perdido la capacidad de identificar al mal. Lejos quedaron los tiempos, allá por la década de los ochenta, en los que el genial realizador estadounidense se atrevía a poner a fanáticos árabes en el papel de perseguidores del héroe principal; tal como hizo al filmar una toma en la que terroristas libios intentaban matar al personaje interpretado por Michael Fox en “Volver al Futuro”. En “Munich”, Spielberg ilustra cabalmente el titubeo hollywoodense en condenar sin alternativas al terrorismo. Aquí ya no hay “buenos” y “malos”, sino personajes atormentados por el peso de sus conciencias en tanto avanzan en la consecución de su misión. Ellos son agentes israelíes decididos a ajusticiar a los militantes palestinos que planearon y ejecutaron el asesinato de 11 compatriotas en las Olimpíadas de Munich de 1972. Las líneas entre lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral, van gradualmente diluyéndose, hasta transformarse en una masa acuosa que al evaporarse no deja tras de sí certeza ética alguna. En lugar de enfocarse en las inhumanas obscenidades del terrorismo, Spielberg prefirió tratar los dilemas éticos del contraterrorismo, y termina sugiriendo que moralmente no hay mayores diferencias entre lo primero y lo segundo. O en palabras de George Jonas, el autor del cuestionado libro en que Spielberg se basó para su realización: “…los hacedores de ´Munich´ estaban tan preocupados por no demonizar a los seres humanos que terminaron humanizando demonios”. La frase relativista más citada del film: “Toda civilización encuentra necesario negociar concesiones con sus propios valores”, indica que hay algo intrínsecamente errado en la noción de luchar contra el terrorismo, algo que daña la fibra más íntima de una nación. La escena final, que muestra al personaje principal contra el trasfondo de las Twin Towers en la década del setenta ha sido justamente interpretada como una crítica (¿sutil?) a la mentada “lucha contra el terror” estadounidense y a la campaña militar en Irak.

Pero lo que “Munich” meramente insinúa, “Syriana” lo declara. He aquí un film de actualidad política en el que el rol del “malo” recae exclusivamente en el gobierno de los  EE.UU. Su trama, innecesariamente complicada, se reduce a mostrar como la industria del petróleo en Texas controla al poder político norteamericano y como éste “interviene” en el Medio Oriente para así garantizar sus intereses; ya sea interviniendo en una sucesión familiar en un país del Golfo Pérsico o sacrificando a uno de sus propios  operativos. La parte más acuciante de la película ocurre cuando vemos a los jefes máximos de la CIA presionar el botón que lanzará un misil contra el convoy que transporta a un joven reformista árabe, favoreciendo así el ascenso al poder de su autoritario y corrupto hermano. Otra secuencia impactante nos muestra la transformación de un pobre y ameno trabajador paquistaní en un desesperanzado desempleado que decide inmolarse en una operación suicida. El director Stephen Gaghan trasluce tendenciosidad al desconsiderar siquiera la posibilidad de que el fanatismo suicida esté animado por otros factores que no sean los puramente materialistas, y al ignorar el incontrastable hecho de que los soldados norteamericanos están hoy dando sus vidas para promover la democracia -y no la tiranía, como el film sugiere- en esa región.

Dentro del género del cine independiente, “Paradise Now” es otro ejemplo que cabe traer a colación. Este film, de alto contenido político, fue dirigido por Hani Abu-Assad, un palestino nacido en Nazareth, portador de ciudadanía israelí y residente en Holanda. Esta película recibió, entre otros, el premio del Festival de Berlín, el Golden Globe a la mejor película extranjera, un premio de Amnesty International, y fue nominada en la misma categoría a los premios Oscar de la Academia. La película narra la historia de dos atacantes suicidas palestinos mientras se preparan para efectuar un atentado en Tel-Aviv y sus reacciones de último momento. Abu-Assad ha generado una película justificadora del terrorismo palestino, en la que apela a situaciones claramente irreales (como la escena en la que el hombre-bomba palestino decide no subirse al ómnibus israelí al ver a una niña dentro del mismo) o totalmente higienizadas (como la toma final, en la que el atentado queda meramente sugerido -pero jamás mostrado- donde vemos al atacante sentado en un colectivo copado mayoritariamente por soldados, no civiles). La “saga” de los terroristas palestinos encaja con los supuestos colectivos tradicionales propios de los círculos bien pensant a propósito de sus circunstancias y motivaciones. Dos jóvenes amigos quedan desempleados, son entonces reclutados por una agrupación islamista, y aceptan la misión con mayor resignación que convicción. El ciclo pobreza-desesperación-reivindicación queda así asegurado. Por supuesto, el director somete al espectador al clásico sermoneo propagandístico palestino: el terrorismo es el arma de los débiles, el gran igualador ante los poderosos tanques israelíes, el último recurso de los desesperados, etc. Y también: los israelíes humillan a los palestinos, los hacen sentir inferiores, etc. La ideología extremista y la incitación educativa parecen no jugar papel alguno en la gestación del “jihadista” palestino. No obstante, lo más perturbador de “Paraíso Ahora” es la simpatía que genera hacia los terroristas. Al comentar sobre la película, Martha Fischer, crítica del New York Film Festival, reflexionaba con cierta inquietud acerca del nivel de identificación que ella, como espectadora, había sentido hacia uno de los atacantes y de cómo, al ver que todo parecía salirse de curso, se encontró anhelando que el terrorista pudiera efectivamente cumplir con su cobarde misión asesina. Luego de ponderar sus “nociones de culpabilidad”, Fischer concluyó: “Me tranquilizó darme cuenta de que a todos quienes me rodeaban les había pasado lo mismo”. Lo que a esta crítica ha tranquilizado es precisamente lo que a este escritor ha preocupado: la empatía colectiva que este film apologético despertará indudablemente en las audiencias desprevenidas. No dejó de ser irónico que durante la exhibición de la película en las salas de cine de Israel, guardias de seguridad debían proteger a los cinéfilos precisamente del flagelo que el film retrata con alguna docilidad, puesto que mientras “Paradise Now” recibía premios en Europa, los terroristas palestinos seguían inmolándose en las calles y cafés de Israel asesinando así a civiles inocentes. Independientemente de la postura ideológica que uno pueda tener respecto del conflicto palestino-israelí, era dable esperar que la comunidad artística mundial fuera a sancionar, en lugar de aprobar, un film que exalta al terrorismo, en su manifestación suicida en este caso. Que en lugar de ello, esta producción haya cosechado tantos premios en Europa y en los EE.UU. es un claro testimonio de la banalización occidental de la violencia política actual.

Es, empero, la película “V for Vendetta” la que uno debe ver para advertir hasta que niveles ha llegado la trivialización del terrorismo. Esta producción de los hermanos Wachowski (los mismos de la trilogía “Matrix”) nos sitúa en una Londres del futuro cercano. Inglaterra está siendo gobernada por una dictadura que de pronto tomó el poder insuflando miedo a una población cautiva de los medios masivos de comunicación controlados por el Estado, engañándola en la creencia de que un ataque biológico organizado por la dictadura fue perpetrado por terroristas, lo que deviene en la justificación de la existencia de un régimen autoritario, que persigue a disidentes políticos, a los homosexuales y a los musulmanes. En tanto que la película no dice nada respecto de otros credos, muestra claramente que el Islam es el enemigo de ese estado totalitario en el que la simple posesión de un Corán es penalizada.

Podríamos acotar que de haber querido hallar un país en el que estas cosas realmente suceden, los hermanos Wachowski podían haber simplemente mirado a Arabia Saudita y evitarse el arduo trabajo de imaginar ese estado totalitario que persigue a disidentes políticos, que arresta a gays y lesbianas, y que no admite simbología religiosa alguna de otros credos que no sean la religión oficial. Aunque eso sería pedir demasiado a productores excesivamente entusiasmados con su libreto propagandístico anti-occidental.

El héroe de esta trama fantástica es “V”, un ex prisionero del régimen, convertido en vengador decidido. El exótico personaje porta cuchillos, gorro y capa, y usa una máscara de Guy Fawkes, el anarquista católico que a principios del siglo XVII intentara volar el parlamento británico, y lanza sus mensajes al pueblo mediante videos televizados. Esta es una película absurda en muchos aspectos, pero altamente inquietante en al menos uno: su efecto posible es que las audiencias salgan de las salas de cine aplaudiendo a un terrorista que logra hacer volar en mil pedazos el Big Ben con explosivos transportados en el sistema de subtes londinense. La toma del estallido es acompañada por fuegos artificiales, música clásica, y hasta citas poéticas, lo que da un toque festivo a la violencia. Este superhéroe anarquista será de ficción, pero ciertamente no lo fueron los anarquistas que atentaron contra los subterráneos de Londres en 1883 y 1896, ni los atacantes islámicos que lo hicieron en julio de 2005, ni Guy Fawkes, ni Bin-Laden, con sus mensajes difundidos por Al-Jazeera y por CNN. El estreno de “V for Vendetta” -planeado para noviembre de 2005- debió ser postergado hasta marzo de 2006 para tomar alguna distancia temporal de los ataques islámicos en Londres. Celebrar el terrorismo a solo cuatro meses de aquella pesadilla sería de mal gusto, habrán concluido los gurúes marketineros del film. ¿Otros cuatro meses después estará eso bien?

Llamémoslas ironías del destino, si se quiere. Pero hay algo de simbólico en ello. Es como si no importara cuanto Hollywood lo siga intentando, la realidad, tarde o temprano, termina haciendo añicos a sus fantasías de celuloide. Y pocos casos ilustran esto como el del director árabe-americano Moustafá Akkad.

Akkad nació en Siria y se mudó a los EE.UU. donde estudió cinematografía. Si bien produjo la serie de películas “Halloween”, dedicó gran parte de su vida profesional a tratar de presentar una imagen positiva de los musulmanes, a quienes él consideraba que Hollywood no retrataba con justicia. En películas tales como “Mohammed, Messenger of God”, sobre la vida de Mahoma, o “Lion of the Desert”, sobre los beduinos que luchaban contra el colonialismo, este director aspiraba a presentar una épica musulmana divergente de los convencionalismos en los que, según él, los productores estadounidenses regularmente caían. Estaba preparando una nueva película cuando murió. El film se hubiera llamado “Saladin”; hubo de ser protagonizado por Sean Connery, y su propósito era proteger al Islam de las “distorsiones” occidentales. Tal como el mismo acotó: “El Islam ahora mismo está siendo retratado como una religión ´terrorista´ en Occidente y al hacer este tipo de película, estoy mostrando la verdadera imagen”. El 9 de noviembre de 2005, varios terroristas-suicidas musulmanes fueron enviados por Abu Mussab al-Zarqawi hacia Ammán, la capital de Jordania. Una vez allí, se inmolaron en los hoteles Radisson, Grand Hyatt y Days Inn, provocando la muerte de docenas de personas inocentes. Paradójicamente, una de las víctimas fue Moustafá Akkad.

De regreso a la realidad

No es coincidente que hayamos comentado en este breve ensayo la caracterización del terrorismo islámico en la realidad y en el cine, puesto que como están dadas las cosas, ambos tienen en la ficción su común denominador. Es difícil determinar quién es más ilusorio en su percepción del Islam fundamentalista; si los creativos de la industria del celuloide o la legión de  periodistas, políticos e intelectuales que gestan la manera “políticamente correcta” de captar y representar a dicho fenómeno. Esta cosmovisión de corte ingenuo y derrotista de la intelligentsia occidental quedó legendariamente plasmada en estas palabras del escritor norteamericano John Updike, quién poco tiempo atrás decía al New York Times acerca de su nueva novela titulada Terrorist: “…no pueden pedir, en cierta forma, un retrato de un terrorista más compasivo y tierno que el mío”. En el hecho de que ninguno de estos intelectuales pueda entender que no es precisamente nuestra compasión y ternura lo que debemos mostrar frente a los islamistas fanatizados, decididos a aniquilarnos, yace quizás la clave de lo que es una verdadera tragedia occidental.