Agenda Internacional

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Por Julián Schvindlerman

  

La fragilidad de la paz en el conflicto Palestino Israelí- Junio-Agosto 2005

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El año 2005 comenzó de manera promisoria para israelíes y palestinos: con cumbres diplomáticas del más alto nivel en Sharm El-Sheikh y Londres, visitas a Washington, apretones de mano entre los primeros ministros, declaraciones de fin de la contienda bélica, anuncios de cese-de-fuego, inminentes retiradas territoriales, y proclamaciones del comienzo de “una nueva era” en las relaciones entre ambos pueblos. En marcado contraste con los previos cuatro años de violencia física, parálisis política, desánimo social y decaimiento económico, el nuevo año parece haber traído consigo augurios positivos para el prospecto de la paz para estos pueblos.

Varios factores han confluido para generar cierto optimismo. Yasser Arafat, un gran obstáculo para la coexistencia pacífica entre israelíes y palestinos, ha desaparecido de la escena. Un nuevo líder palestino, el más moderado y menos doctrinario Mahmoud Abbas (o Abu Mazen), ha emergido y ha sido popularmente legitimado mediante sufragio electoral. El primer ministro israelí, Ariel Sharon, está decidido a abandonar porciones de tierra históricamente reclamadas por los israelíes como propias y tanto el gabinete como el parlamento israelí (Knesset) han aprobado el programa de desconexión de la Franja de Gaza y partes de Cisjordania (también conocida como Judea y Samaria), en tanto que la Corte Suprema de Justicia ha declarado constitucional dicho programa. Como trasfondo de todo este cuadro, George W. Bush ha sido reelecto como presidente de los Estados Unidos de América y su proyecto democratizador para el Oriente Medio ha recibido un impulso considerable con las exitosas elecciones en Afganistán, Irak y las zonas autónomas palestinas, así como con las manifestaciones pro-democracia en El Líbano, la incorporación (por el momento limitada) del multipartidismo en Egipto, y ciertos pasos políticos, de contenido democrático, adoptados en Kuwait, Qatar y Arabia Saudita

Una nueva ventana de oportunidad parece haberse abierto, ciertamente. Solo queda por explorar que tan abierta está o por cuanto tiempo permanecerá así, a la luz de los desafíos importantes que se avizoran en el sendero hacia la paz, y, por sobre todo, de la experiencia de las negociaciones fallidas de la última década.

Si bien goza de importante respaldo popular y de poder político, Ariel Sharon aún debe someter su propuesta de repliegue territorial a la consideración del gabinete ante cada fase de evacuación de cada grupo de asentamientos en cuestión, conforme fuera estipulado cuando el gabinete aprobó, en principio, el plan en junio de 2004. El programa de desconexión de la totalidad de la Franja de Gaza -cuya implementación se espera para el próximo mes de agosto- ha sido concebido como un proyecto unilateral y así permanecerá hasta el momento en que se decida evaluar el estado de las negociaciones con los palestinos y revisar la posibilidad de coordinar la implementación del mismo con sus autoridades.

La atmósfera política doméstica está caldeada por un inquietante nivel de acoso político a figuras ministeriales por parte de agrupaciones marginales de la extrema derecha, opositora  al repliegue territorial. Por su parte, Mahmoud Abbas –a pesar de haber obtenido más del 60% del voto popular- aún debe consolidar su base política, completar la reforma del aparato de seguridad, poner fin a la corrupción endémica en las instituciones oficiales, cesar  la incitación anti-israelí y anti-judía en la prensa, mezquitas y hasta en la currícula educativa, y lidiar con las facciones palestinas fundamentalistas que se oponen a negociaciones con Israel.

El espectro del terror

Sobre este último punto, Abbas enfrenta un dilema nada despreciable: según las obligaciones palestinas asumidas en los Acuerdos de Oslo y en la Hoja de Ruta, debe desmantelar la infraestructura terrorista, confiscar armas ilegales y efectuar arrestos, todo lo que lo pondría en un curso de colisión con las mismas facciones con las que está procurando mantener una “hudna” o tregua en su militancia anti-israelí para posibilitar la continuación de las negociaciones diplomáticas.

Los israelíes han dejado en claro que no negociarán bajo fuego y que el cese de actividad terrorista es, naturalmente, un sine-qua-non para el mantenimiento de las relaciones bilaterales. A su vez, Israel teme que el tan celebrado cese-de-fuego no sea más que un “recreo” oportunista que las agrupaciones fundamentalistas palestinas se toman para rearmarse y luego retomar sus ofensivas terroristas (como ya ha sucedido), o que éste se caiga, como tantos otros acuerdos en el pasado, entre Israel, la Autoridad Palestina y el Hamas. Los incidentes violentos ocurridos a principios de junio último ejemplifican cuán endeble es la situación: militantes del Hamas y de la Jihad Islámica dispararon fuego de mortero contra el asentamiento de Ganei, en Gaza, y contra el poblado israelí de Sderot, provocando la muerte a dos trabajadores palestinos y uno chino, hirieron a otros cinco y dañaron propiedades, alegando que era en respuesta a una confrontación previamente acontecida entre palestinos e israelíes en Jerusalén y a una acción israelí que dio muerte a uno de sus líderes(1). Obviamente, la repetición de tales acontecimientos afectaría sensiblemente las posibilidades para la paz.

Hasta el momento ha habido una reducción temporaria en los atentados, pero no un cese completo. En los estratos militares y la comunidad de inteligencia israelí hay algún consenso en que los ataques terroristas aumentarán a futuro, razón por la cuál se construiría una segunda barrera de seguridad alrededor de Gaza y se planea, además, instalar sistemas de alerta de misiles en la vecindad. Las estadísticas de abril último parecen justificar este pesimismo: hubo un aumento del 54% en los incidentes terroristas respecto del mes de marzo (250 en total) y 55 alertas de seguridad “calientes”(2). Las agrupaciones radicales palestinas han suscripto al “cese-de-fuego” de manera condicional a la liberación israelí de prisioneros palestinos y aquí podemos vislumbrar otra grieta: el gobierno de Israel ha dado el consentimiento a la liberación de más de 1000 prisioneros, excluyendo aquellos que tuvieran “sangre en sus manos”, pero el Hamas y la Jihad Islámica han requerido la liberación de los alrededor de 8000 palestinos encarcelados en Israel y podrían aducir un supuesto “incumplimiento” israelí para reiniciar así sus operaciones violentas cuando lo consideren conveniente.      
 
Indudablemente, ambas partes deberán enfrentar serios obstáculos domésticos para poder llevar adelante lo acordado. En este sentido, y sin aras de minimizar la magnitud del problema, debemos no obstante resaltar un aspecto conceptual de las obligaciones contractuales para disipar la repetición de una historia ya conocida: los compromisos asumidos han de ser cumplidos y no justificado su incumplimiento sobre la base de restricciones reales o ficticias. Durante el denominado proceso de paz entre israelíes y palestinos del período 1993-2000, la Autoridad Palestina (AP) repetidamente adujo no poder luchar contra los elementos radicales de su entorno a partir del riesgo de una guerra civil o de la falta de recursos suficientes para confrontarlos. Independientemente de lo valedero (o no) de esos planteamientos, el supeditar el cumplimiento de las obligaciones a un precio político doméstico vacía de contenido la idea de todo acuerdo y priva de credibilidad política al socio-infractor.

Esta vez, Israel no espera esfuerzos, sino resultados. Los israelíes han expresado su disposición a abandonar territorio disputado y un costoso programa ya ha sido desarrollado con vistas a ser implementado (solamente contemplando los costos del repliegue militar y las compensaciones a pagarse a colonos y empresas, el programa de desconexión totaliza unos 1.500 millones de dólares). Pero difícilmente pueda la administración de Sharon mantener una retirada -unilateral o coordinada- de Gaza y porciones de Cisjordania bajo el fuego de los extremistas palestinos o si éstos continúan sus ataques contra la población israelí. De hecho, los atentados palestinos tan solo forzarían al ejército israelí a retornar a las zonas disputadas y tomar control de las mismas para garantizar así la seguridad de su propia población, postergando indefinidamente, de esta manera, la retirada israelí y el eventual auto-gobierno palestino.

Los movimientos Hamas y Jihad Islámica pueden tener especial interés en que este sea precisamente el caso. Su raison d´etre es la lucha contra el estado judío, la liberación de toda Palestina (“del río al mar”) y no la pacífica convivencia. El conflicto provoca caos interno y ruina económica, un escenario que beneficia al Hamas en tanto proveedor de cobijo espiritual y servicios sociales a la población palestina. Las últimas elecciones municipales realizadas en la Franja de Gaza, en las que los candidatos del Hamas se impusieron sobre los de Fatah, han ilustrado el punto; como también lo han hecho las elecciones locales de mayo, en las que Hamas triunfó en ciudades importantes tales como Kalkilya, en la Ribera Occidental, y Rafah, Beit Lahia y al-Bureij, en Gaza. (También debemos dar crédito al hartazgo popular respecto de la corrupción de Fatah y al disenso interno por los resultados obtenidos). Desde la asunción de Abbas como Presidente de la AP, el movimiento fundamentalista Hamas ha dado una serie de pasos atípicos. Ha negociado su inclusión a la estructura de la OLP, lo que fue realizado de manera condicional pero aún así ha sido algo poco tradicional para la historia de este movimiento. Ha participado y ganado en elecciones locales y municipales, y ha anunciado su intención de competir -por primera vez desde la existencia del autogobierno palestino- en elecciones legislativas generales. A la luz de los previos éxitos electorales del Hamas, y temerosa de futuros logros, la AP ha decidido postergar dichas elecciones, planeadas inicialmente para el mes de julio. Este desplazamiento del Hamas hacia la arena política puede ser interpretado con optimismo como una transición efectiva de la guerra santa hacia la participación democrática, o bien ser visto con pesimismo tan solo como un cambio político táctico sin abandono de la meta estratégico-teológica de establecer un régimen islámico desde el Río Jordán al Mar Mediterráneo.  

Abbas comprende que las agresiones del Hamas no solamente representan una amenaza para Israel, sino también para el futuro palestino. Por eso ha instado a poner freno a las agresiones y enviado a miles de policías palestinos a patrullar la frontera de Gaza con Israel para evitar ataques. Puntualmente, luego de que el Hamas lanzara dos docenas de cohetes Qassam contra asentamientos y puestos militares israelíes a menos de 48hs del anuncio del cese-de-fuego, el premier palestino destituyó a altas figuras del área de la seguridad, entre ellos al jefe de la seguridad pública en Gaza y Cisjordania y de la policía nacional. Asimismo, en una medida orientada tanto a reafirmar su poder sobre las fuerzas de seguridad, como a enviar el mensaje a la comunidad internacional de que él está decidido a implementar reformas, Abbas ha sometido a todas las fuerzas de seguridad palestinas a la jurisdicción de tres organismos: el Ministerio de Interior, la Inteligencia General, y las Fuerzas de Seguridad Nacional.

Las contradicciones de Mahmoud Abbas

No obstante, la conducta de Abbas en este campo ha sido algo errática sino contradictoria. Ha tenido la valentía de bregar por la desmilitarización de la intifadah aunque su renuncia al terrorismo ha sido endeble y, particularmente, sus declaraciones durante la campaña electoral palestina fueron problemáticas. “Este no es el tiempo para este tipo de acto” (3) dijo a principios de enero en respuesta a un ataque con misiles del Hamas contra israelíes fuera de los territorios disputados, dejando abierta la posibilidad de un tiempo futuro en el que ese tipo acto pueda volver a efectuarse. En otras ocasiones había advertido que las confrontaciones con Israel habían hecho más daño que bien a la causa palestina, sugiriendo un enfoque netamente pragmático –no principista o moralista- en torno al uso de la violencia con fines políticos. En menos de una semana, entre el 30 de diciembre y el 4 de enero últimos, la actuación pública del entonces futuro premier palestino fue tan sorprendente que lindaba con la parodia. Primero, durante una visita a Jenín, Abbas -transportado en los hombros de Zakaria Zbeida, un terrorista de las Brigadas Al-Aqsa perseguido por sus felonías- declaró que él protegerá a todos los terroristas buscados por Israel. Al día siguiente anunció su exigencia de un repliegue israelí hasta las fronteras de 1949 (no las de 1967, aunque en otras ocasiones efectivamente habló de las fronteras del 67) y su apego al “derecho al retorno”; un supuesto derecho palestino a ahogar demográficamente al único estado judío del globo. Luego anunció que no luchará contra el terror palestino, y finalmente llamó a Israel “el enemigo sionista”(4), una caracterización empleada por los países y agrupaciones que desean la extirpación de Israel del Medio Oriente. La misma semana de su victoria electoral, Abbas dijo a su pueblo que “la Jihad pequeña ha terminado y la Jihad más grande está adelante”(5). Al mes siguiente, agentes de seguridad palestinos arrestaron a tres líderes del Frente Democrático para la Liberación de Palestina (una organización terrorista de la OLP) por un atentado cometido contra soldados israelíes, pero ellos fueron puestos en libertad cinco horas más tarde, en una clásica repetición de la política de “puertas giratorias” que prevaleció durante el gobierno de Arafat. Después de poco más de una semana, la AP decidió descongelar los fondos del Hamas depositados en varios bancos palestinos. Dos días más tarde, la AP anunció que unos 350 (el número ascendió luego a 500) fugitivos buscados por Israel por activismo terrorista, militantes de agrupaciones palestinas, entre ellas el Hamas y la Jihad Islámica, se unirían a las fuerzas de seguridad palestinas como fruto de un acuerdo entre Abbas y los líderes de esas facciones. “La acción es diseñada para protegerlos de intentos de asesinato israelíes” explicó Ibrahim Abu al-Naja, Ministro de Agricultura de la AP(6). Todo esto en apenas unas pocas semanas.

La noción de moderación palestina, ergo, ha de ser tomada con cierta prudencia. Abbas no es ciertamente Arafat. Pero tampoco es un paracaidista ingenuo recién caído en la arena palestina o regional. Todo lo contrario, es un veterano de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y de la AP, y cofundador –junto con Arafat y otros ocho palestinos- de un grupo nacionalista palestino gestado en 1959 cuyo nombre en árabe es Harakat al-Tahir al-Filastiniyya, cuyo acrónimo leído al revés dice “Fatah”, que quiere decir “conquista”. Este movimiento ya bregaba por la “liberación de Palestina” casi una década antes de que comenzara la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania y fue pionero en la no tan noble disciplina de actos de terror anti-israelí. Fue (y aún es), además, un líder de alto rango de la OLP; organización que solamente entre 1969 y 1985 cometió más de 11.250 atentados terroristas dentro de Israel, 435 fuera de Israel, quitó la vida a más de 650 israelíes (3/4 de ellos civiles) y más de 450 extranjeros e hirió a miles de personas en cuarenta y cinco países (7). Ya como oficial de la AP, Abbas fue parte de un sistema de gobierno que inculcó en las mentes de toda una generación de jóvenes palestinos un odio  profundo hacia los israelíes, tipificado- por traer tan solo uno de docenas de ejemplos posibles- en esta enseñanza tomada de un cuaderno escolar palestino: “Recuerda: el resultado final e inevitable será la victoria de los musulmanes por sobre los judíos”(8). Abbas, a su vez, ha relativizado la dimensión real del Holocausto y calumniado al pueblo judío en una tesis doctoral escrita para una universidad soviética, titulada “La otra cara: la conexión secreta entre el sionismo y el nazismo”, en la que sugiere que los judíos han exagerado su trauma durante la segunda guerra mundial. Y, finalmente, durante su visita a El Cairo a fines de enero pasado, Abbas se rehusó a disculparse ante el gobierno egipcio en nombre del pueblo palestino por haber celebrado éste el asesinato en 1981 de Anwar Sadat, el entonces presidente egipcio que firmó el primer acuerdo de paz entre un estado árabe e Israel.

El “derecho al retorno” como epifenómeno

Las líneas precedentes no pretenden insinuar que Mahmoud Abbas no sea el hombre adecuado para negociar la paz con Israel. Ni tampoco que el nuevo premier palestino no desee alcanzar una situación de estabilidad en la región y de mejoramiento en las relaciones con los israelíes. Simplemente nos sugieren que las expectativas y el optimismo deben necesariamente ser templados por la sobriedad y el realismo.

Es posible que las circunstancias lo hayan moderado, pero debemos tener presente que en lo relativo a las más centrales demandas palestinas, no mucho ha cambiado desde Arafat. Tal como su predecesor, Abbas también demanda un completo derecho al retorno para los refugiados palestinos; también exige una retirada total de los israelíes hasta las fronteras previas al 5 de junio de 1967; y también espera obtener la soberanía palestina sobre Jerusalén oriental. Y mientras que las actitudes de la AP bajo la capitanía de Abbas hacia los grupos fundamentalistas islámicos podrían llegar a ser vistas caritativamente en el marco de una política de integración de esos movimientos para evitar la confrontación, o para motivarlos a disminuir sus atentados, su retórica extremista difícilmente pueda ser explicada con análoga benevolencia. Su defensa del “derecho al retorno”, por ejemplo, tiene ecos especialmente inquietantes en el oído israelí y debería ser causa de preocupación para todos aquellos genuinamente interesados en una paz bilateral. Es pertinente recordar que las tratativas de Camp David del año 2000 colapsaron en gran medida debido a la insistencia palestina en realizar este retorno respecto del que el propio Abbas, unos meses después de las fallidas negociaciones, dijo a un periódico árabe que ellos habían demandado el “retorno a Israel y no al estado palestino”(9), y cuya “justa solución” fue citada como demanda en la plataforma electoral presidencial de Abbas. Vale decir, lo que los palestinos demandan mediante este “derecho” es que Israel albergue a los refugiados palestinos originarios de la guerra de 1948 en la que cinco países árabes repudiaron la Resolución para la Partición de Palestina de las Naciones Unidas para crear dos estados; violaron el derecho internacional al recurrir al uso ilegal de la fuerza mediante la agresión; procuraron destruir al incipiente Estado de Israel; y motivaron primero y perpetuaron luego el éxodo palestino del área geográfica de lo que es hoy el Estado judío. Los refugiados fueron inicialmente 600.000; hoy sus descendientes totalizan, según cifras de la ONU, más de cuatro millones de seres humanos.

¿Por qué sostienen los israelíes que el retorno palestino equivale a la obliteración del estado judío? Es una simple cuestión de números. En la actualidad, habitan en Israel alrededor de 5.5 millones de judíos y 1.3 millones de árabes. En Gaza y Cisjordania viven alrededor de 3.5 millones de palestinos. Quiere decir que en lo que se conoce como la Palestina del Mandato Británico desde el río Jordán al mar Mediterráneo -la “Palestina histórica” según la narrativa palestina, o el “Gran Israel” según el discurso israelí- ya residen en conjunto alrededor de 10 millones de israelíes (judíos y árabes) y palestinos (musulmanes y cristianos) divididos en partes casi iguales. Los palestinos reclaman para sí un estado propio, libre de habitantes judíos (los famosos colonos que serán “repatriados” al otro lado de la Línea Verde), pero exigen que Israel no sea un estado exclusivamente judío, sino que de lugar ya no solamente al millón trescientos mil de árabes que residen en Israel, sino también a los más de cuatro millones de refugiados palestinos ubicados en campamentos en Siria, Líbano, Jordania, la Ribera Occidental y la Franja de Gaza. Si este “derecho al retorno” fuera a ser implementado, entonces el Estado de Israel pasaría a tener una población no judía a la par, portadora de una tasa de natalidad mucho más alta que la de los israelíes, lo que la transformaría en mayoría al corto plazo, cancelando demográficamente de esta forma la naturaleza judía del único estado judío del mundo. Los líderes árabes siempre han comprendido esto. “Si los refugiados retornan a Israel, Israel dejará de existir” dijo el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser a un periódico europeo en 1960(10). Arafat por su parte se refirió cierta vez a las mujeres palestinas como “bombas biológicas”.

Dejando de lado el absurdo lógico que representa la demanda palestina –un movimiento nacionalista que reclama un estado independiente para sí, pero exige que su diáspora retorne a la nación vecina- sería además contraproducente para Israel reducir el tamaño de sus fronteras y permitir luego que el estado encogido sea inundado de refugiados palestinos, exacerbando así el problema demográfico cuya retirada territorial apunta a resolver, entre otras cosas, en primer lugar.

Dos para bailar el tango

Es por razones de este tipo que se invita en este ensayo a templar las expectativas con altas dosis de realismo. Por cuanto que el histórico apego palestino a posiciones intransigentes y sin solución posible (Israel jamás podría aceptar el retorno de los refugiados) puede llevar las negociaciones políticas a un callejón sin salida. Cuando la ONU adoptó la Resolución 181 para la creación de dos estados, estipuló que uno sería judío y el otro árabe (o en términos actuales: palestino). Pero en ningún momento sugirió la familia de las naciones que ambos estados debían ser palestinos. El liderazgo y pueblo palestino deberán adoptar un cambio mental importante en este sentido, si es la coexistencia pacífica su meta. El liderazgo y pueblo israelí han demostrado en apenas una década una flexibilidad ideológica sorprendente y a menos que sean correspondidos, es poco probable que la paz real alguna vez llegue. Hasta principios de la década del noventa, la ley israelí prohibía el contacto con miembros de la OLP y penalizaba con el encarcelamiento las infracciones. Hablar en favor de la creación de un estado palestino era un tema tabú, y siquiera imaginar la partición de Jerusalén era una aberración. A partir de 1993 -cuando el público israelí fue sorpresivamente informado de la existencia de un acuerdo con la OLP negociado secretamente en los bosques de Noruega; que el archi-enemigo del estado, Yasser Arafat, sería de allí en más un socio en el sendero hacia la paz; que zonas de importante valor histórico y considerable valor estratégico serían cedidas a los palestinos; y que el mismísimo estado palestino que durante décadas se dijo a los israelíes era una amenaza mortal a su existencia nacional sería establecido de común acuerdo- los israelíes han atravesado un camino nada llano, de hecho muy ríspido, hacia la aceptación de la nueva realidad.

Nadie mejor que el propio Ariel Sharon ilustra el cambio socio-político acontecido. Sharon fue el principal promotor del proyecto de colonización de las zonas disputadas con los palestinos. Adquirió fama legendaria de ser un duro en la lucha contra el terrorismo palestino y de guerrear fieramente contra los ejércitos árabes en el campo de batalla. Fue históricamente un firme opositor a la noción de un estado palestino o de negociar con la OLP o incluso con voces más moderadas. No obstante, una vez que fue electo primer ministro e incluso en tiempos de contienda bélica con los palestinos, Sharon públicamente denunció la “ocupación” (empleando el término políticamente explosivo para un derechista), habló de concesiones territoriales y se expresó a favor del establecimiento de un estado palestino. Fue él quien -usando la legitimidad que le confieren sus credenciales militares, políticas e ideológicas- adoptó e impulsó el programa de desconexión de la Franja de Gaza y partes de Cisjordania aún cuando debió remar a contracorriente de su propio partido y campo ideológico de pertenencia. Escuchar a Ariel Sharon proclamar en un país árabe, tal como sucedió a principios de febrero último en Egipto, decir: “A nuestros vecinos palestinos les aseguro que tenemos la intención genuina de respetar vuestro derecho a vivir independientemente y en dignidad. Ya he dicho que Israel no desea continuar gobernando o controlando vuestro destino”(11), o afirmar en el mismo lugar: “Yo espero que Uds. podrán conducir a vuestro pueblo en el sendero de la democracia y el mantenimiento de la ley y el orden, hasta el establecimiento de un estado palestino independiente y democrático”(12), es un indicador del cambio de cosmovisión política y psicológica que la sociedad israelí en su conjunto ha atravesado (recordemos, en apenas poco más de una década). El premier israelí dijo además algo muy relevante para los propósitos de esta exposición: “Nosotros en Israel hemos tenido que despertarnos de nuestros sueños, dolorosamente…Uds., también, deben probar que tienen la fuerza y el coraje para contemporizar, abandonar sueños no realistas, someter las fuerzas que se oponen a la paz y vivir en paz y respeto mutuo a nuestro lado”(13). En otras palabras, Sharon advirtió respecto de la ausencia de similar transformación en la cultura política palestina en lo relativo a difíciles concesiones. Desde ya, el discurso de Abbas tuvo alusiones a la paz y la convivencia. Pero lejos de utilizar la ocasión para comenzar a preparar a su pueblo en dirección a la flexibilidad, recitó una lista de temas que él considera requieren solución, entre otros, el problema de los refugiados…

Un conflicto existencial

Generalmente, la atención diplomática y periodística internacional suele centrarse en los aspectos territoriales de la disputa palestino-israelí. Asentamientos, puestos de control fronterizos, zonas geográficas en disputa, etc, han captado la atención global como pocos otros temas –salvo el terrorismo suicida quizás- lo han hecho. La percepción de un conflicto normal, como cualquier otro en el mundo y en la historia, en el que no habría motivo por el que la razón, la lógica, la buena voluntad, el diálogo o la presión política no pudieran imponerse y traer una solución, ha dictado los términos de entendimiento y parámetros de referencia usuales, ya casi canónicos, en la opinión pública mundial. Los legendarios Acuerdos de Oslo contribuyeron enormemente a la consolidación de esta esparcida impresión al postular de manera subyacente que: 1) el conflicto tenía solución, 2) que tal solución era territorial, y 3) que la misma dependía fundamentalmente de las concesiones israelíes; todos puntos debatibles en el mejor de los casos. Una vez afianzada la noción de que el fin de la ocupación derivaría en un estadio de paz, entonces es apenas llamativo que la perpetuación del conflicto haya sido atribuida a la intransigencia israelí. La ausencia de paz debía ser resultado del mantenimiento de la ocupación, de lo contrario no tendría sentido la continuación del levantamiento (intifadah) palestino. Si estos tan solo obtuvieran las tierras que reclaman, y que Israel les arrebató, pues la disputa cesaría sin más. Recién frente al fracaso de las negociaciones del status final en Camp David en julio de 2000, cuando un líder israelí ofreció a los palestinos gran parte de sus reclamos territoriales (quizás no el 100%, pero si más del 90%), y éstos respondieron negativamente y con la violencia, fue que la idea de que algo más que una mera puja territorial pudiera estar en juego comenzó a encontrar ecos favorables.

Y con justicia. Cuando uno recuerda que las organizaciones revolucionario/terroristas de Fatah y la OLP fueron creadas con el objetivo de “liberar a Palestina” con anterioridad a la existencia de la ocupación israelí, es decir, en momentos en que los palestinos estaban libres del control de los israelíes; o que cinco ejércitos regulares árabes atacaron al Estado de Israel cuando los israelíes no controlaban ni Gaza, ni Cisjordania, ni Jerusalén, ni los Altos del Golán, y que lo hicieron declarando que echarían a los judíos al mar; o que todas y cada una de las propuestas diplomáticas internacionales basadas en la componenda territorial –la de la Comisión Peel de 1937, la de la ONU de 1947, la israelí de 1967, y las israelíes con auspicios norteamericanos de 1978 y 2000, ambas en Camp David- fueron sistemáticamente rechazadas por los palestinos; es que la idea de que el conflicto palestino-israelí es territorial adquiere connotaciones absurdas. En un sentido más abarcativo, cuando uno advierte que los países árabes ocupan más del 99% de la totalidad del área geográfica del Medio Oriente, en tanto que Israel ocupa la fracción restante; o que los árabes ya han podido realizar su derecho a la auto-determinación en una veintena de naciones árabes (por no traer a colación los más de cincuenta países musulmanes del planeta) y que los israelíes han alcanzado la soberanía nacional en solo un único estado; o que países árabes o musulmanes que no tienen fronteras con Israel lo han atacado en el pasado (Irak) o hayan financiando operaciones terroristas contra los israelíes (Irak, Irán, Siria, Arabia Saudita, entre otros); es que la noción de la territorialidad como base de la disputa se hace añicos.

Al respecto, quizás resulte instructivo destacar las siguientes declaraciones palestinas, árabes e islámicas del último medio siglo: “Alá ha conferido sobre nosotros el raro privilegio de finalizar lo que Hitler tan solo comenzó. Dejemos que empiece la Jihad. Maten a los judíos. Mátenlos a todos ellos”. (En 1946, del entonces Gran Mufti de Jerusalén, Haj Amín al-Husseini, el más grande líder palestino de la época)(14). “Todo problema en nuestra región puede ser trazado a este único dilema: la ocupación de Dar al-Islam por judíos infieles”. (En 1991, de Hashemi Rafsanjani, entonces presidente de la República Islámica de Irán, a punto de ser reelecto)(15). “Dennos un pedazo de tierra adyacente a [Israel]…y verán como ponemos fin al sionismo en poco tiempo” (En el 2000, de Sadam Hussein, entonces presidente de Irak)(16). “Cuando veo un judío delante de mí, lo mato. Si todo árabe hiciera esto, sería el fin de los judíos” (En el 2001, de Mustafá Tlass, entonces ministro de defensa sirio)(17). “Los participantes afirman que la estrategia que debería ser adoptada al lidiar con este asunto no puede estar basada en la coexistencia con el enemigo sionista…sino en la erradicación del mismo de nuestra tierra”. (En el 2001, de un comunicado emitido al finalizar la Conferencia Pan-Islámica sobre Jerusalén, en Beirut. Cuatrocientos delegados de cuarenta países árabes e islámicos participaron en la misma)(18).

En suma, el cuestionamiento regional al Estado de Israel no yace en el tamaño de sus fronteras, sino en su misma existencia. La verdadera motivación árabe/palestina debe ser reconocida para comprender la naturaleza del conflicto presente, así como para poder articular políticas efectivas y más acordes con la cruda realidad de la disputa.

Democracias, tiranías y una observación kantiana

Quien ha dado señales de haber comprendido esto, no es otro que el presidente George W. Bush. En un discurso diplomático crucial pronunciado el 24 de junio de 2002 en la capital de Estados Unidos, el presidente norteamericano dio a entender que el conflicto de Medio Oriente era función de la ideología y la cultura política más que del territorio, al condicionar el derecho a la soberanía palestina a la reforma del liderazgo político. Bush dijo: “Llamo al pueblo palestino a elegir nuevos líderes, líderes no comprometidos por el terror…los llamo a construir una democracia practicante, basada en la tolerancia y la libertad”(19). Desde entonces Bush ha reiterado su mensaje, y puntualmente, en una conferencia de prensa conjunta con el primer ministro británico Tony Blair el año pasado a propósito del estado palestino, lo expresó con suma claridad: “Si Uds. creen que pueden tener paz sin democracia, nuevamente…Yo seré extremadamente dubitativo de que eso suceda alguna vez”. Blair coincidió: “Lo que nosotros realmente estamos diciendo esta mañana es que un estado [palestino] viable debe ser un estado democrático”(20).

La política de paz del presidente estadounidense tiene su base filosófica en un postulado kantiano de hace más de 200 años. En 1795, Immanuel Kant escribió un ensayo titulado “La paz perpetua” en el que exponía las diferencias fundamentales entre las democracias y las tiranías, expresado en términos de la época como la brecha en la naturaleza de regímenes republicanos y monárquicos. Kant sostenía que la inclinación violenta o pacífica de una entidad política a resolver sus disputas (tanto externas como internas) dependería en gran medida de la naturaleza política del sistema de gobierno. La visión kantiana resultó ser profética, en tanto que desde entonces todas las guerras de la humanidad han sido entre dictaduras, o bien  entre dictaduras y democracias, pero nunca entre democracias. El político y poeta sueco Per Ahlmark ha señalado que 33 países independientes participaron en la Primer Guerra Mundial, 10 de los cuáles eran democracias, que no combatieron entre sí. En la Segunda Guerra Mundial participaron 52 naciones, entre ellas, 15 democracias que nunca abrieron fuego unas contra otras(21). Según un estudio realizado por el profesor R.J. Rummel –e incidentalmente citado en el Washington Times unos pocos días antes del ya referido discurso del presidente Bush- de 533 pares de naciones que fueron a la guerra entre 1816 y 1991, en 198 de los casos, fueron dictaduras que pelearon entre sí, y en 155 de los casos, dictaduras que pelearon contra democracias(22). No hubo, en cambio, guerras entre democracias. En su propia investigación del mismo período, detallada en el libro Grasping the Democratic Peace, publicado en 1993, Bruce Rusett arribó a análogos resultados: “No ha sido posible encontrar ni una sola guerra entre estados democráticos desde 1815”(23). ¿La razón? Pues que en las democracias, basadas como son, en el consentimiento popular, los gobernantes se deben al pueblo y sus decisiones están en consecuencia ligadas teóricamente al mejor beneficio de los gobernados. En los sistemas  totalitarios, basados como son, en el capricho del déspota, éste se debe solo a sí mismo y a su cohorte de ministros y sus decisiones estarán en consecuencia ligadas solo a su propio beneficio personal. Bashar Assad, por ejemplo, el déspota de Damasco, no necesitó someter a referéndum popular su decisión de ocupar El Líbano. George W. Bush, en cambio, debió defender públicamente y someter a sufragio popular llegado el momento de las elecciones presidenciales su decisión de invadir Irak en el marco de la doctrina de la “defensa preventiva”. O tómese el caso Argentina-Islas Malvinas. Solamente un gobierno dictatorial optó por intentar recuperar por la fuerza el territorio considerado patrio mediante el recurso de la guerra; todos los liderazgos democráticos sin excepción desde la caída de la dictadura argentina en 1983 y el ascenso de la democracia han preferido la vía de la diplomacia como medio para su recuperación.

El tipo de paz posible entre entidades democráticas es disímil -por definición y en la  práctica- del tipo de paz que encontramos entre entes totalitarios o entre éstos y las democracias. Las democracias conviven en estadios de paz completos –psicológica, cultural y políticamente- donde si bien el potencial del conflicto está presente, difícilmente pueda derivar en una contienda bélica. Entre ellos reina un estado de paz armoniosa. Los despotismos entre sí o con las democracias se relacionan de manera no pacífica, como hemos visto, y la “paz” que entre ellos pudiera reinar es mejor definida como un estado de ausencia de hostilidades o lo que el escritor Ambrose Bierce denominó “el período de engaños que transcurre entre dos períodos de peleas”. Las relaciones entre Egipto e Israel o EE.UU. y la U.R.S.S . durante la Guerra Fría caben en esta segunda categoría, mientras que las relaciones entre Brasil y la Argentina o Suecia y Noruega en la primera. Reconocer que existen dos tipos de paz distintos entre las naciones, los que a su vez dependen de la naturaleza política de la entidad en cuestión, es entonces vital para la articulación de una política exterior consistente. De ahí que el proyecto democratizador estadounidense para Oriente Medio tenga el mérito de haber identificado correctamente la base real de la inestabilidad política regional en la ausencia de democracias. Un columnista del Wall Street Journal expresó esto con suma elocuencia al afirmar que “Durante los últimos 250 años, la libertad ha sido una aspiración política y económica válida. Ahora debería ser vista como un instrumento de la seguridad global”(24) (empleando abiertamente en este caso “libertad” y “democracia” como conceptos sinónimos).

Conclusión

El choque entre israelíes y palestinos no constituye un conflicto normal basado solamente en una disputa territorial. Mas bien, evidencia un problema de índole existencial que demanda distintas aproximaciones a las ya probadas en los numerosos e infructuosos intentos de resolución del mismo. En el marco de incertidumbre e inestabilidad global contemporánea, y frente a un conflicto cuyas raíces yacen a una profundidad que escapa al ojo del observador no avezado, los mejores esfuerzos diplomáticos deberían orientarse hacia la administración en lugar de la resolución del conflicto. La resolución del conflicto palestino-israelí, o más genéricamente árabe-israelí, está quizás más allá de las posibilidades de lo que puede lograrse independientemente de la buena voluntad de los diplomáticos u observadores externos. Este choque registra en su base una raíz existencial cuya remoción demanda cambios fundamentales en valores, actitudes y cosmovisiones por parte de numerosos países en la única región del globo apenas rozada por la ola democratizadora mundial de los últimos tiempos.

La administración del conflicto con miras a contener la disputa, en cambio, es factible al mediano plazo, y los esfuerzos internacionales orientados a acercar a las partes a la mesa de negociaciones son encomiables. El repliegue territorial israelí de porciones de zonas disputadas con los palestinos, el desmantelamiento de asentamientos, el desplazamiento de puestos de control, el cese de actos de terrorismo e incitación palestinos, la reactivación de lazos económicos y diplomáticos entre las partes, y la construcción de una atmósfera más propicia al diálogo y la componenda, son algunas de las iniciativas positivas que se han gestado y es de esperar que arriben a buen puerto.

Tan solo nos queda por comprender y aceptar que tales medidas se enmarcan dentro de lo que podemos denominar contención o administración del conflicto. Éstas son cuestiones necesarias pero insuficientes para solucionar definitivamente la disputa. Ellas no pueden, en sí mismas y por sí solas, resolver un conflicto signado por un choque de valores y actitudes mentales que requieren un giro fenomenal, medido en tiempos generacionales. Para que el cambio pueda gestarse a largo plazo, la iniciativa democratizadora para el Medio Oriente liderada por los Estados Unidos de América ha comenzado a sembrar las primeras semillas.

En cuanto al papel de Latinoamérica en este momento y coyuntura mundial, ella debería guiarse por un simple mandato: apoyar aquellas medidas conducentes a la paz, y repudiar aquellas que la alejan. Hemos visto que a mayor presencia de entidades democráticas  menor es el riesgo de la guerra. En consecuencia, vemos aquí un área en la que las políticas y actitudes de los líderes de nuestra región podrían tener impacto. Con una historia reciente signada por la transición de dictaduras a democracias, Latinoamérica está especialmente bien ubicada para contribuir a la difusión de la libertad. La esperanza de una entente política en Medio Oriente que cristalice una coexistencia pacífica y segura entre israelíes y palestinos es una aspiración que amerita el apoyo que Latinoamérica pueda brindar, particularmente a aquellos estados comprometidos con la promoción de la democracia a escala global.  

Referencias1 “Burst of Arab-Israeli Violence Shatters a Time of Calm”, The New York Times, 8/6/05.

2 “Shin Bet: 54% increase in terror in April”, The Jerusalem Post, 4/5/05.

3 Citado por Charles Krauthammer, “Arafat´Heir”, The Washington Post, 7/1/05.

4 Ibid.

5 Citado por Daniel Pipes, “Dechipering Mahmoud Abbas”, The Jerusalem Post, 11/1/05.

6 Citado por Khaled Abu Toameh, “Fugitives to join PA security forces”, The Jerusalem Post, 16/2/05.

7 Ariel Merari & Shlomo Elad, The International Dimension of Palestinian Terrorism, (Colorado: Frederick A. Praeger, 1986), pp. 107-121; y Barry Rubin, Revolution Until Victory? (Cambridge: Harvard University Press, 1994), p. 25.

8 “Nuestro idioma árabe para 5to grado”, p. 67, de un abarcador estudio realizado por el Centro para el Monitoreo del Impacto de la Paz que revisó 140 textos escolares publicados por la AP.

9 Abbas en Al-Hayat (Londres-Beirut), 23-24/11/00, citado por MEMRI, “Palestinian Thoughts on the Right of Return”, 30/3/01.

10 Nasser en Neue Zuercher Zeitung, 1/9/60, citado por Ramon Bennett, Philistine, (Jerusalén: Arm of Salvation, 1995), p. 122.

11 Del discurso pronunciado por Sharon en Sharm El-Sheikh el 7/2/05.

12 Ibid.

13 Ibid.

14 Citado por Bennett, Philistine, p. 50.

15 Ibid.

16 “Sadam ready to ´destroy Zionism´”, The Jerusalem Post, 6/10/00.

17 “Syria´s Tlass calls on Arabs to kill all Jews”, The Jerusalem Post, 10/5/01.

18 “Islamic Conference endorses intifada”, The Jerusalem Post, 1/2/01.

19 Del discurso de Bush, Washington, D.C., 24/6/02.

20 Editorial “The Bush-Blair message”, The Jerusalem Post, 14/11/04.

21 Per Ahlmark, “La Tragedia de la Tolerancia: La Conciliación con las Tiranías”, en La Intolerancia (Barcelona: Ediciones Granica S.A., 2002), p. 104.

22 Arnold Beichman, “Peaceful democracies”, The Washington Times, 13/6/02.

23 Citado por Ahlmark, ibid.

24 Daniel Henninger, “Now Make Iraq´s Vote a Strategy For Our Protection”, The Wall Street Journal, 4/2/05.