La Carta Escondida - Reseñas

René Fuentes – 28/08/18

Imprimir

Por René Fuentes – 28/08/18

Edmond Jabès (un judío egipcio, de procedencia italiana y que fue uno de los más importantes poetas franceses de la segunda mitad del siglo XX) escribió en uno de sus versos memorables: Leo y releo el libro que voy a escribir.

Y es precisamente por la lectura de este libro, es decir, La carta escondida, como por tantos otros valiosos también, donde otra vez ese acto que previamente parece absurdo (continuar la lectura de un libro que todavía está por escribirse) alcanza su mayor y mejor valor. Porque se lee para conocer, para aprender, por entretenimiento incluso; pero se lee también, como este libro y tantos otros valiosos proponen, para rememorar y ampliar el proceso continuo y siempre resignificado de la memorización. No de un hecho ni de una persona en particular, sino de la memoria misma en su máxima expresión: la memoria colectiva de una cultura. Ese tipo de memoria que se puede enunciar en singular, aunque siempre es plural, tangible e intangible, sostenida por múltiples instancias de la escritura continúa en múltiples dimensiones sincrónicas y acrónicas, con y más allá de todos los tiempos.

Así también pude y propongo leer La carta escondida. No importa que el título sugiera e intrigue sobre cuál, dónde, por qué y otras preguntas posibles sobre una carta. Es un título que se ajusta más a cualquier tipo de escritura narrativa que se sustenta en el suspenso, la policial por ejemplo. Sin embargo, ahí está el valor complementario del subtítulo: “Historia de una familia árabe-judía”. Que, de manera opuesta al título, evita cualquier tipo de expectativas sobre lo desconocido o resguardado detrás del suspenso, para decirnos que el libro ofrece una historia familiar. Una historia entre tantas historias que se integran en los relatos y correlatos de esa Historia con mayúscula de la que todos tenemos una versión, una pertenencia, un modo incluso de reconocernos y reconocer la existencia y las discursividades de los otros.

Pero esta historia familiar, desde el subtítulo, ya propone una trama singular, compleja, amparada incluso en la realidad más pública y actualizada para marcar algo significativo, convulso, una y otra vez históricamente no resuelto: los vínculos entre árabes y judíos, o más precisamente, la aceptación pacífica de una identidad judía dentro de un contexto árabe. Eso que este subtítulo y la realidad de esta familia de inmigrantes, finalmente asentada en Uruguay, viene a marcar un punto de observación diferente: no se trata únicamente de una historia familiar que podría servir de correlato de tantos hechos y noticias del pasado y del presente más reciente, sino que aporta el testimonio de una familia donde existe una verdadera victoria de esa integración. Con conflictos internos, como cualquier familia, según da cuenta también el libro, pero conflictos que cuando llegan los postres al final de la cena –según el argumento–, ya existe un clima de conciliación, entre los miembros de la familia, entre las generaciones, entre las visiones políticas, entre los distintos puntos de vista sobre qué hacer y cómo ser judío, y cómo incidir y comprender el mundo árabe y la herencia o pertenencia árabe que también forma parte de esta genealogía híbrida, como la escritura de estos tiempos.

Por eso, cuando en la introducción el autor habla de su propósito de escribir una biografía novelada, ya es una propuesta que viene encontrar un camino narrativo acorde con la envergadura y con la complejidad de esta historia. Esta historia que ubica al autor en el trabajo de documentar, compilar, redactar y otras funciones que cumple con creces; pero lo más importante, esta historia lo ubica en la necesidad de trasladar a la escritura los registros de una realidad y de todo aquello que en los testimonios de Leila –personaje central del libro– se convierte en un compromiso ineludible: escribir las memorias continuas de la memoria.

Por eso, además, cuando en el prólogo o introducción Julián Schvindlerman se refiere a aquel encuentro en la librería “El Ateneo Gran Sprending y luego en el epílogo vuelve a referir ese hecho –aparentemente extradiegético, es decir, por fuera el contenido y el contexto narrativos– también está narrando, también está tensando y extendiendo las tramas de esta historia. ¿Familiar? Sí, definitivamente. Pero también es una historia que atraviesa siglos, países, culturas, religiones, guerras, conflictos armados, dictaduras, democracias perdidas y recuperadas; el surgimiento, el desarrollo, el florecer y el exterminio de instituciones, culturas, naciones… Por eso, finalmente, no desentonan y son muy necesarios todos los pasajes de esta narración donde el autor documenta con nombres propios, con datos, lugares y hechos concretos. Por ejemplo: no podríamos leer de otro modo más claro, justo y preciso esta historia familiar sin mencionar al nazismo, a cada uno de los campos de exterminio donde murieron los familiares referidos y tantos más desconocidos entre 6 millones de judíos y otros discriminados y perseguidos. No podría entenderse el tratamiento argumental del siglo xx sin mencionar y abordar aquí la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto Judío, el barco St. Louis y otros… Y aquí, en este libro, también es pertinente hablar y se habla de Stalin, de los periodos de la dictadura de Batista en Cuba, de la revolución y de la dictadura revolucionaria de Fidel Castro. También se habla o se escribe –incluso como títulos y contenidos de cada uno de los capítulos de la primera parte de libro– de pueblos y ciudades específicas, con nombre propio, por donde también trascurrió cada rama o trama de esta historia familiar: Jabal Amel, Montevideo, Esperanza, Beirut, Nueva York… Y luego, por ejemplo, Damasco y el museo del Hezbolá en Beirut.

Cuando comienza la segunda parte del libro, en la página 168 para ser más precisos, es que comienza en verdad la porción, el espacio biográfico que corresponde a Leila, y es cuando, como lectores, pero esencialmente como humanos comprendemos la complejidad y la envergadura del drama de Fawwaz (musulmán converso, en apariencias o en parte, al judaísmo), esposo de Inés (hija de judíos lituanos, sobrevivientes y que vienen a parar a un pueblo de Uruguay) y padre árabe de Leila (mujer judía por la educación de sus padres, y por su vocación y por su convicción es judía y madre judía también). Éste es un libro escrito con y desde la judeidad (como sensibilidad: estado sensible y de pertenencia a lo judío y al judaísmo en todas sus manifestaciones, también en la religiosa). Además, es un libro escrito desde el judaísmo (como religión, como cultura, como reconocimiento y parte del pueblo presente y ancestral). Y es un libro que propone, no impone, una visión sionista (como reconocimiento al derecho de existencia y a los valores formidables del Estado de Israel). También es un libro que se ocupa de incluir lo aprobable y lo repudiable de la otra parte; la parte negadora, la parte que se empeña en destruir la historia que este libro y el pueblo del libro ha escrito de sí, con otros y por otros.
Pero lo más importante que deja esta historia es el poder de inclusión, de amalgamiento entre lo diverso, lo históricamente inmensurable y hecho de opuestos incompatibles. Porque narra una historia real, una biografía novelada, pero no tergiversa ni evade los escollos históricos ni las encrucijadas de los tiempos pasados, actuales y presumiblemente fututos.

En estos tiempos actuales también de escrituras híbridas, Juan José Saer (un gran escritor argentino, católico y de procedencia familiar siria) en su reconocido ensayo “El concepto de ficción” (1989), dice lo siguiente: La verdad no es lo contrario de la ficción, y cuando optamos por la práctica de la ficción, no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. (…) No se escriben ficciones para eludir (…) los rigores que exige la verdad. Del mismo modo, luego de leer La carta escondida, podríamos decir que no se escribe narrativa de no-ficción para emular o contradecir la ficción, sino para extender el valor escritural y legible de la realidad y de lo verdadero. También para potenciar las posibilidades expresivas de las tramas humanas. Esas tramas humanas que no deben reducirse, sino manifestarse en toda su extensión y complejidad, como magníficamente hizo Julián Schvindlerman en este libro. Y que cumple también con aquel pedido o caracterización que hizo Saer de la novela contemporánea: La novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera. Y Julián lo hizo, con todos estos personajes reales y recreados. Con todo lo que hace de este libro una biografía colectiva y una novela polifónica de la realidad y sus complejidades, adonde todos pertenecemos.

Valió la pena que Leila contactara al autor, que se encontraran en la librería El Ateneo y conversaran dos horas. Julián ha escrito una epopeya subjetiva, de personajes más cívicos que épicos, más constructores de su destino que entregados a una falla trágica. De manera, Leila, que valió la pena el libro. Es otra carta más, muy completa, contundente. Y queda.