Comunidades
Por Julián Schvindlerman
  Por Julián Schvindlerman
  Uno debe remontarse al año 1974 cuando el terrorista palestino Yasser Arafat fue invitado a disertar ante la Asamblea General de las Naciones Unidas para recordar un escándalo de similar envergadura como el ocurrido la semana última en Ginebra. Al invitar oficialmente al presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad a orar en la inauguración de la Conferencia Mundial de la ONU contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia e Intolerancia Relacionada, esta institución supranacional ha dejado una vez más en evidencia su caducidad moral. El espectáculo de un tirano racista negador del Holocausto dando un discurso en el marco de una cumbre de la ONU contra el racismo marcó un precedente memorable. El momento iconográfico por excelencia de este drama quedó capturado en las imágenes de tres estudiantes franco-judíos disfrazados de payasos arrojando narices postizas rojas al podio del orador. Ninguna crítica intelectual podría superar en efectividad e impacto visual el retrato plasmado por esos intrépidos jóvenes: la ONU como farsa circense.
El presidente iraní fue el único jefe de estado en viajar a Ginebra para la ocasión. Arribó con una comitiva de 180 delegados que el gobierno suizo albergó en alrededor de cuarenta habitaciones de hotel. Fue recibido por el presidente suizo Hans-Rudolf Merz, quién defendió posteriormente su decisión, y por el Secretario-General de la ONU Ban Ki-moon, quién aseguró haber instado al iraní a la moderación. Ahmadinejad calificó a Israel de régimen racista, cruel y opresivo», afirmó que era «una nación entera [creada] con el pretexto del sufrimiento judío», e instó a «erradicar este bárbaro racismo». Eso decepcionó a Ki-moon, pero la vocera de la ONU Marie Heuze afirmó que el presidente iraní había moderado su discurso. Según ella ha dicho a Associated Press, la parte relevante del discurso oficial en farsi decía: «Luego de la Segunda Guerra Mundial, ellos recurrieron a la agresión militar para destituir a una nación entera sobre el pretexto del sufrimiento judío y la cuestión dudosa y ambigua del Holocausto». Heuze señaló que Ahmadinejad omitió decir «dudosa y ambigua» y en su lugar refirió al «abuso de la cuestión del Holocausto». Que atento, ciertamente. ¿Qué haríamos sin la asistencia indispensable de los oficiales de la ONU? Este evento dividió a los países del mundo en dos categorías morales: aquellos que decidieron boicotearlo y aquellos que decidieron participar del mismo. En el primer grupo se destacó Canadá, la primera nación en hacer pública su no-participación. Le siguieron Israel, y después, Estados Unidos. Se sumaron Italia, Polonia, Australia, Nueva Zelanda, y Alemania; una vez que Ahmadinejad anunció que asistiría como Jefe de Estado. La República Checa se retiró de la toda la conferencia luego del discurso del líder iraní. Entre quienes permanecieron en la conferencia quedaron subdivididos en dos grupos a su vez: aquellas naciones que se retiraron de la sala ante la diatriba de Ahmadinejad, y aquellas que optaron por quedarse en el recinto. Muchos países europeos pertenecen al primer subgrupo; las naciones latinoamericanas, africanas, árabes y musulmanas se encontraron en el segundo.
La conferencia -denominada «Durban II» por ser un seguimiento de la primera y previa conferencia de la ONU contra el racismo que devino en un linchamiento moral de Israel, acaecida en Sudáfrica en 2001- costó u$s 5.3 millones. El comité preparador del encuentro fue presidido por Libia y estuvo compuesto por Pakistán, Cuba, Rusia y el propio Irán, entre otros. Según UN Watch, cerca de u$s 1.6 millones fueron aportados por países donantes, entre ellos Rusia (u$s 600.000), Arabia Saudita (u$s 150.000), Irán (u$s 40.000), China (u$s 20.000), Kuwait (cifra indeterminada) más una contribución simbólica de la OLP (u$s 1.700). Los restantes u$s 3.7 millones fueron tomado del presupuesto regular de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, lo que significa que incluso los países que la boicotearon pero aportan a las arcas de la ONU indirectamente han financiado esta reunión. Washington, que es el más grande contribuyente a la ONU (22% de todo su presupuesto), había retenido el importe proporcional para esta conferencia.
Esta nueva extravagancia de las Naciones Unidas sólo sirvió para socavar aún más la pobre imagen internacional de ella misma, denostar a un estado-miembro, ofender a (algunas) naciones libres, regalar publicidad a un negador del Holocausto, y encubrir los reales abusos humanitarios que acontecen urbi et orbi. «En una conferencia que prometió revisar la conducta de los países sobre el racismo», indicó Hillel Neuer de UN Watch en testimonio ante la Conferencia de Revisión de Durban, «¿Puede alguien decirme quién ha sido monitoreado?» Esta cumbre fue copada íntegramente por los opresores. Para ser oídas, las víctimas de los abusadores y activistas de derechos humanos debieron asistir a un foro paralelo organizado por unas cuarenta organizaciones humanitarias, fuera del marco de la ONU. Allí pudieron hablar el sobreviviente de la Shoá Elie Wiesel, el ex disidente soviético Natan Sharansky, el activista Saad Edin Ibrahim (encarcelado durante tres años por el gobierno egipcio), Kristyiana Valcheva y Ashraf El-Hajoj (enfermera búlgara y médico palestino respectivamente, arrestados y torturados por el régimen libio bajo cargos falsos), Ahmad Batebi (pasó nueve años en cárceles iraníes por haber mostrado a la prensa internacional la remera ensangrentada de un amigo en una manifestación en Teherán), Ester Mujawayo (sobreviviente del genocidio contra los tutsis en Rwanda), Gibreil Hamid (darfuriana sobreviviente del genocidio sudanés), Soe Aung (opositora a la junta de Burma), y José Catillo (ex prisionero político en Cuba) entre muchos otros.
El mismo día que comenzó la conferencia de la ONU en Ginebra, el escritor Gerd Honsik fue llevado a juicio en Viena por negar públicamente el Holocausto. En febrero, la Argentina expulsó al obispo británico Williamson por el mismo motivo. Sin embargo, ni Austria ni Argentina boicotearon Durban II, y esta última ni siquiera abandonó la sala cuando habló el presidente iraní. Seguramente, ni Honsik ni Williamson negocian con estas dos naciones en volúmenes de millones de dólares, como la República Islámica de Irán lo hace. Pero por el bien de la consistencia más elemental, Austria, la Argentina y el resto del mundo libre deberían repudiar a Ahmadinejad con la misma determinación con la que sancionan a sátrapas de similar calibre. Si negar el Holocausto es un delito moral en Viena y en Buenos Aires, no debiera dejar de serlo en Ginebra o en Teherán.
Originalmente publicado en Libertad Digital
Por Julián Schvindlerman
  El mensaje nodal de la campaña que llevó a Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos se centró en el cambio y en la esperanza. Fiel a la promesa, al poco tiempo de asumir funciones, la flamante Administración Obama publicitó anuncios y adoptó decisiones que, en lo referido al Medio Oriente al menos, parecieran estar orientadas a tomar rápida distancia del legado de George W. Bush.
El anuncio de la retirada gradual de las tropas apostadas en Irak, el refuerzo de recursos hacia Afganistán, la declaración a favor del cierre de la cárcel en la Bahía de Guantánamo, la disposición a incorporar a Irán en una cumbre mundial sobre Afganistán, y el envío de dos emisarios estadounidenses a Damasco, pueden verse como manifestaciones de la nueva orientación. Indicios de cambio de política pueden verse también en los dos ofrecimientos insinuados por la nueva Casa Blanca a Teherán y a Moscú. Al primero, en un muy público mensaje hecho por el propio presidente al régimen iraní, y al segundo mediante la sugerencia de que Washington estaría dispuesta a reconsiderar su programa de instalaciones de radares y sistemas de misisles anti-misiles en Polonia y la República Checa si Rusia fuese a reevaluar su apoyo a los ayatollahs.
Las respuestas a estas frescas iniciativas no se hicieron demorar. “No creo que ningún intercambio sea posible al respecto” afirmó el presidente ruso Dimitry Medvedev a la BBC. “No aceptaremos ninguna oferta de negociaciones que vaya de la mano de la fuerza” dijo el líder supremo iraní, ayatollah Alí Khamenei. “La nueva administración estadounidense dice que quiere olvidar el pasado, pero la nación iraní no puede olvidar tan fácilmente”, agregó. ¿Sorprendente? Apenas. Había un motivo por el cual la Administración Republicana optó por no apelar al diálogo con Irán y jugar al apaciguamiento con Rusia, y la Administración Demócrata no debiera desechar consideraciones de peso por el sólo hecho de que ellas eran parte integral de la política mesoriental del presidente Bush.
La actitud que informa a la cosmovisión del nuevo gobierno referida al Medio Oriente puede advertirse en una cita del discurso inaugural del presidente Obama. Los primeros discursos presidenciales son verdaderas cartas de presentación. Ellos tienen gran valor político y dan testimonio del pensamiento de la nueva Casa Blanca. Al dirigirse al Medio Oriente y más allá, dijo el nuevo presidente: “Al mundo musulmán, buscamos un nuevo camino hacia delante, basado en intereses mutuos y respeto mutuo”. En una entrevista posterior con la televisión al-Arabiya, Obama habló de restaurar el “mismo respeto y sociedad que Estados Unidos tuvo con el mundo musulmán en tiempos tan recientes como hace veinte o treinta años atrás”.
No todos estuvieron felices con la apología. En “el presunto invierno de nuestra falta de respeto hacia el mundo islámico” observó el comentarista Charles Krauthammer, “Estados Unidos no solamente respetó a los musulmanes, sangró por ellos”. Efectivamente, en seis intervenciones militares diferentes, soldados estadounidenses arriesgaron y muchos dieron sus vidas para salvar a poblaciones musulmanas acosadas. Aún cuando la motivación norteamericana hubiere respondido a la preservación de sus intereses geoestratégicos, estas campañas resultaron en la liberación de millones de musulmanes hostigados. Las invasiones de Irak y de Afganistán en las realidades del post- 9/11, así como la guerra por Kuwait de 1991, fueron expresiones claras de incursiones militares orientadas a la protección de los intereses nacionales e internacionales de Estados Unidos; aún así, hubo poblaciones islámicas beneficiadas. Por el contrario, las intervenciones en Bosnia, Kosovo y Somalía fueron motivadas principalmente por consideraciones humanitarias. Tal como señaló Krauthammer, ninguna otra nación hizo más por musulmanes oprimidos en los últimos veinte años que los Estados Unidos de América. En cuanto al idilio perdido de veinte o treinta años atrás, es difícil imaginar exactamente a que momento histórico aludió Obama, si es que a alguno. Precisamente treinta años atrás, Irán cayó en manos de los islamistas komehinistas y a partir de entonces advino la peor era en las relaciones Washington-Teherán.
Las naciones, al igual que los hombres, tienden a idealizar el pasado. Al menos el pasado distante. Pero el idilio perdido de tres décadas atrás entre el Islam y Occidente sencillamente no existió. Curiosamente para una nueva administración proclive a la glorificación del pasado, su propia actitud hacia el pasado reciente ha sido negativa, como puede verse en sus recurrentes críticas a las políticas de Bush. El último gobierno en Washington ha sido usualmente vilipendiado por su decisión de ir a la guerra en Irak y por su distanciamiento de los vaivenes diarios del conflicto palestino-israelí, entre otros asuntos, y en general por haber legado un Medio Oriente convulsionado. No obstante, tendemos a olvidar cuál era la situación en el Medio Oriente heredada por los republicanos de los demócratas entrado el siglo XXI. Antes que Bill Clinton dejara la Casa Blanca, las fallidas tratativas de Camp David habían dado lugar a la segunda intifada palestina, Siria ocupaba El Líbano, los talibanes gobernaban en Afganistán, Saddam Hussein controlaba Irak, la Libia de Qaddafi buscaba armamento no convencional, y Al-Qaeda planeaba en las sombras los atentados del 9/11. Nadie objetivo caracterizaría semejante legado positivamente.
El punto crucial que Barack Obama y su entorno deberá entender es que no todo depende de Washington a propósito del destino del Medio Oriente. Ciertamente Estados Unidos tiene una capacidad de influir en esa región como pocos actores internacionales, pero ella no está menos afectada por su propia naturaleza, sus vicios y sus aflicciones. A la vez que deseamos éxitos a una nueva administración que busca la fórmula adecuada para una justa aproximación al Medio Oriente, nos cabe esperar que su ambición sea templada por el realismo de la experiencia sin necesariamente sacrificar el optimismo de la esperanza prometida en la campaña.
Publicado originalmente en Comunidades
Por Julián Schvindlerman
  El mensaje nodal de la campaña que llevó a Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos se centró en el cambio y en la esperanza. Fiel a la promesa, al poco tiempo de asumir funciones, la flamante Administración Obama publicitó anuncios y adoptó decisiones que, en lo referido al Medio Oriente al menos, parecieran estar orientadas a tomar rápida distancia del legado de George W. Bush.
El anuncio de la retirada gradual de las tropas apostadas en Irak, el refuerzo de recursos hacia Afganistán, la declaración a favor del cierre de la cárcel en la Bahía de Guantánamo, la disposición a incorporar a Irán en una cumbre mundial sobre Afganistán, y el envío de dos emisarios estadounidenses a Damasco, pueden verse como manifestaciones de la nueva orientación. Indicios de cambio de política pueden verse también en los dos ofrecimientos insinuados por la nueva Casa Blanca a Teherán y a Moscú. Al primero, en un muy público mensaje hecho por el propio presidente al régimen iraní, y al segundo mediante la sugerencia de que Washington estaría dispuesta a reconsiderar su programa de instalaciones de radares y sistemas de misisles anti-misiles en Polonia y la República Checa si Rusia fuese a reevaluar su apoyo a los ayatollahs.
Las respuestas a estas frescas iniciativas no se hicieron demorar. “No creo que ningún intercambio sea posible al respecto” afirmó el presidente ruso Dimitry Medvedev a la BBC. “No aceptaremos ninguna oferta de negociaciones que vaya de la mano de la fuerza” dijo el líder supremo iraní, ayatollah Alí Khamenei. “La nueva administración estadounidense dice que quiere olvidar el pasado, pero la nación iraní no puede olvidar tan fácilmente”, agregó. ¿Sorprendente? Apenas. Había un motivo por el cual la Administración Republicana optó por no apelar al diálogo con Irán y jugar al apaciguamiento con Rusia, y la Administración Demócrata no debiera desechar consideraciones de peso por el sólo hecho de que ellas eran parte integral de la política mesoriental del presidente Bush.
La actitud que informa a la cosmovisión del nuevo gobierno referida al Medio Oriente puede advertirse en una cita del discurso inaugural del presidente Obama. Los primeros discursos presidenciales son verdaderas cartas de presentación. Ellos tienen gran valor político y dan testimonio del pensamiento de la nueva Casa Blanca. Al dirigirse al Medio Oriente y más allá, dijo el nuevo presidente: “Al mundo musulmán, buscamos un nuevo camino hacia delante, basado en intereses mutuos y respeto mutuo”. En una entrevista posterior con la televisión al-Arabiya, Obama habló de restaurar el “mismo respeto y sociedad que Estados Unidos tuvo con el mundo musulmán en tiempos tan recientes como hace veinte o treinta años atrás”.
No todos estuvieron felices con la apología. En “el presunto invierno de nuestra falta de respeto hacia el mundo islámico” observó el comentarista Charles Krauthammer, “Estados Unidos no solamente respetó a los musulmanes, sangró por ellos”. Efectivamente, en seis intervenciones militares diferentes, soldados estadounidenses arriesgaron y muchos dieron sus vidas para salvar a poblaciones musulmanas acosadas. Aún cuando la motivación norteamericana hubiere respondido a la preservación de sus intereses geoestratégicos, estas campañas resultaron en la liberación de millones de musulmanes hostigados. Las invasiones de Irak y de Afganistán en las realidades del post- 9/11, así como la guerra por Kuwait de 1991, fueron expresiones claras de incursiones militares orientadas a la protección de los intereses nacionales e internacionales de Estados Unidos; aún así, hubo poblaciones islámicas beneficiadas. Por el contrario, las intervenciones en Bosnia, Kosovo y Somalía fueron motivadas principalmente por consideraciones humanitarias. Tal como señaló Krauthammer, ninguna otra nación hizo más por musulmanes oprimidos en los últimos veinte años que los Estados Unidos de América. En cuanto al idilio perdido de veinte o treinta años atrás, es difícil imaginar exactamente a que momento histórico aludió Obama, si es que a alguno. Precisamente treinta años atrás, Irán cayó en manos de los islamistas komehinistas y a partir de entonces advino la peor era en las relaciones Washington-Teherán.
Las naciones, al igual que los hombres, tienden a idealizar el pasado. Al menos el pasado distante. Pero el idilio perdido de tres décadas atrás entre el Islam y Occidente sencillamente no existió. Curiosamente para una nueva administración proclive a la glorificación del pasado, su propia actitud hacia el pasado reciente ha sido negativa, como puede verse en sus recurrentes críticas a las políticas de Bush. El último gobierno en Washington ha sido usualmente vilipendiado por su decisión de ir a la guerra en Irak y por su distanciamiento de los vaivenes diarios del conflicto palestino-israelí, entre otros asuntos, y en general por haber legado un Medio Oriente convulsionado. No obstante, tendemos a olvidar cuál era la situación en el Medio Oriente heredada por los republicanos de los demócratas entrado el siglo XXI. Antes que Bill Clinton dejara la Casa Blanca, las fallidas tratativas de Camp David habían dado lugar a la segunda intifada palestina, Siria ocupaba El Líbano, los talibanes gobernaban en Afganistán, Saddam Hussein controlaba Irak, la Libia de Qaddafi buscaba armamento no convencional, y Al-Qaeda planeaba en las sombras los atentados del 9/11. Nadie objetivo caracterizaría semejante legado positivamente.
El punto crucial que Barack Obama y su entorno deberá entender es que no todo depende de Washington a propósito del destino del Medio Oriente. Ciertamente Estados Unidos tiene una capacidad de influir en esa región como pocos actores internacionales, pero ella no está menos afectada por su propia naturaleza, sus vicios y sus aflicciones. A la vez que deseamos éxitos a una nueva administración que busca la fórmula adecuada para una justa aproximación al Medio Oriente, nos cabe esperar que su ambición sea templada por el realismo de la experiencia sin necesariamente sacrificar el optimismo de la esperanza prometida en la campaña.
Originalmente publicado en Comunidades
Por Julián Schvindlerman
  El mensaje nodal de la campaña que llevó a Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos se centró en el cambio y en la esperanza. Fiel a la promesa, al poco tiempo de asumir funciones, la flamante Administración Obama publicitó anuncios y adoptó decisiones que, en lo referido al Medio Oriente al menos, parecieran estar orientadas a tomar rápida distancia del legado de George W. Bush.
El anuncio de la retirada gradual de las tropas apostadas en Irak, el refuerzo de recursos hacia Afganistán, la declaración a favor del cierre de la cárcel en la Bahía de Guantánamo, la disposición a incorporar a Irán en una cumbre mundial sobre Afganistán, y el envío de dos emisarios estadounidenses a Damasco, pueden verse como manifestaciones de la nueva orientación. Indicios de cambio de política pueden verse también en los dos ofrecimientos insinuados por la nueva Casa Blanca a Teherán y a Moscú. Al primero, en un muy público mensaje hecho por el propio presidente al régimen iraní, y al segundo mediante la sugerencia de que Washington estaría dispuesta a reconsiderar su programa de instalaciones de radares y sistemas de misisles anti-misiles en Polonia y la República Checa si Rusia fuese a reevaluar su apoyo a los ayatollahs.
Las respuestas a estas frescas iniciativas no se hicieron demorar. “No creo que ningún intercambio sea posible al respecto” afirmó el presidente ruso Dimitry Medvedev a la BBC. “No aceptaremos ninguna oferta de negociaciones que vaya de la mano de la fuerza” dijo el líder supremo iraní, ayatollah Alí Khamenei. “La nueva administración estadounidense dice que quiere olvidar el pasado, pero la nación iraní no puede olvidar tan fácilmente”, agregó. ¿Sorprendente? Apenas. Había un motivo por el cual la Administración Republicana optó por no apelar al diálogo con Irán y jugar al apaciguamiento con Rusia, y la Administración Demócrata no debiera desechar consideraciones de peso por el sólo hecho de que ellas eran parte integral de la política mesoriental del presidente Bush.
La actitud que informa a la cosmovisión del nuevo gobierno referida al Medio Oriente puede advertirse en una cita del discurso inaugural del presidente Obama. Los primeros discursos presidenciales son verdaderas cartas de presentación. Ellos tienen gran valor político y dan testimonio del pensamiento de la nueva Casa Blanca. Al dirigirse al Medio Oriente y más allá, dijo el nuevo presidente: “Al mundo musulmán, buscamos un nuevo camino hacia delante, basado en intereses mutuos y respeto mutuo”. En una entrevista posterior con la televisión al-Arabiya, Obama habló de restaurar el “mismo respeto y sociedad que Estados Unidos tuvo con el mundo musulmán en tiempos tan recientes como hace veinte o treinta años atrás”.
No todos estuvieron felices con la apología. En “el presunto invierno de nuestra falta de respeto hacia el mundo islámico” observó el comentarista Charles Krauthammer, “Estados Unidos no solamente respetó a los musulmanes, sangró por ellos”. Efectivamente, en seis intervenciones militares diferentes, soldados estadounidenses arriesgaron y muchos dieron sus vidas para salvar a poblaciones musulmanas acosadas. Aún cuando la motivación norteamericana hubiere respondido a la preservación de sus intereses geoestratégicos, estas campañas resultaron en la liberación de millones de musulmanes hostigados. Las invasiones de Irak y de Afganistán en las realidades del post- 9/11, así como la guerra por Kuwait de 1991, fueron expresiones claras de incursiones militares orientadas a la protección de los intereses nacionales e internacionales de Estados Unidos; aún así, hubo poblaciones islámicas beneficiadas. Por el contrario, las intervenciones en Bosnia, Kosovo y Somalía fueron motivadas principalmente por consideraciones humanitarias. Tal como señaló Krauthammer, ninguna otra nación hizo más por musulmanes oprimidos en los últimos veinte años que los Estados Unidos de América. En cuanto al idilio perdido de veinte o treinta años atrás, es difícil imaginar exactamente a que momento histórico aludió Obama, si es que a alguno. Precisamente treinta años atrás, Irán cayó en manos de los islamistas komehinistas y a partir de entonces advino la peor era en las relaciones Washington-Teherán.
Las naciones, al igual que los hombres, tienden a idealizar el pasado. Al menos el pasado distante. Pero el idilio perdido de tres décadas atrás entre el Islam y Occidente sencillamente no existió. Curiosamente para una nueva administración proclive a la glorificación del pasado, su propia actitud hacia el pasado reciente ha sido negativa, como puede verse en sus recurrentes críticas a las políticas de Bush. El último gobierno en Washington ha sido usualmente vilipendiado por su decisión de ir a la guerra en Irak y por su distanciamiento de los vaivenes diarios del conflicto palestino-israelí, entre otros asuntos, y en general por haber legado un Medio Oriente convulsionado. No obstante, tendemos a olvidar cuál era la situación en el Medio Oriente heredada por los republicanos de los demócratas entrado el siglo XXI. Antes que Bill Clinton dejara la Casa Blanca, las fallidas tratativas de Camp David habían dado lugar a la segunda intifada palestina, Siria ocupaba El Líbano, los talibanes gobernaban en Afganistán, Saddam Hussein controlaba Irak, la Libia de Qaddafi buscaba armamento no convencional, y Al-Qaeda planeaba en las sombras los atentados del 9/11. Nadie objetivo caracterizaría semejante legado positivamente.
El punto crucial que Barack Obama y su entorno deberá entender es que no todo depende de Washington a propósito del destino del Medio Oriente. Ciertamente Estados Unidos tiene una capacidad de influir en esa región como pocos actores internacionales, pero ella no está menos afectada por su propia naturaleza, sus vicios y sus aflicciones. A la vez que deseamos éxitos a una nueva administración que busca la fórmula adecuada para una justa aproximación al Medio Oriente, nos cabe esperar que su ambición sea templada por el realismo de la experiencia sin necesariamente sacrificar el optimismo de la esperanza prometida en la campaña.
El mensaje nodal de la campaña que llevó a Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos se centró en el cambio y en la esperanza. Fiel a la promesa, al poco tiempo de asumir funciones, la flamante Administración Obama publicitó anuncios y adoptó decisiones que, en lo referido al Medio Oriente al menos, parecieran estar orientadas a tomar rápida distancia del legado de George W. Bush.
El anuncio de la retirada gradual de las tropas apostadas en Irak, el refuerzo de recursos hacia Afganistán, la declaración a favor del cierre de la cárcel en la Bahía de Guantánamo, la disposición a incorporar a Irán en una cumbre mundial sobre Afganistán, y el envío de dos emisarios estadounidenses a Damasco, pueden verse como manifestaciones de la nueva orientación. Indicios de cambio de política pueden verse también en los dos ofrecimientos insinuados por la nueva Casa Blanca a Teherán y a Moscú. Al primero, en un muy público mensaje hecho por el propio presidente al régimen iraní, y al segundo mediante la sugerencia de que Washington estaría dispuesta a reconsiderar su programa de instalaciones de radares y sistemas de misisles anti-misiles en Polonia y la República Checa si Rusia fuese a reevaluar su apoyo a los ayatollahs.
Las respuestas a estas frescas iniciativas no se hicieron demorar. No creo que ningún intercambio sea posible al respecto» afirmó el presidente ruso Dimitry Medvedev a la BBC. «No aceptaremos ninguna oferta de negociaciones que vaya de la mano de la fuerza» dijo el líder supremo iraní, ayatollah Alí Khamenei. «La nueva administración estadounidense dice que quiere olvidar el pasado, pero la nación iraní no puede olvidar tan fácilmente», agregó. ¿Sorprendente? Apenas. Había un motivo por el cual la Administración Republicana optó por no apelar al diálogo con Irán y jugar al apaciguamiento con Rusia, y la Administración Demócrata no debiera desechar consideraciones de peso por el sólo hecho de que ellas eran parte integral de la política mesoriental del presidente Bush.
La actitud que informa a la cosmovisión del nuevo gobierno referida al Medio Oriente puede advertirse en una cita del discurso inaugural del presidente Obama. Los primeros discursos presidenciales son verdaderas cartas de presentación. Ellos tienen gran valor político y dan testimonio del pensamiento de la nueva Casa Blanca. Al dirigirse al Medio Oriente y más allá, dijo el nuevo presidente: «Al mundo musulmán, buscamos un nuevo camino hacia delante, basado en intereses mutuos y respeto mutuo». En una entrevista posterior con la televisión al-Arabiya, Obama habló de restaurar el «mismo respeto y sociedad que Estados Unidos tuvo con el mundo musulmán en tiempos tan recientes como hace veinte o treinta años atrás».
No todos estuvieron felices con la apología. En «el presunto invierno de nuestra falta de respeto hacia el mundo islámico» observó el comentarista Charles Krauthammer, «Estados Unidos no solamente respetó a los musulmanes, sangró por ellos». Efectivamente, en seis intervenciones militares diferentes, soldados estadounidenses arriesgaron y muchos dieron sus vidas para salvar a poblaciones musulmanas acosadas. Aún cuando la motivación norteamericana hubiere respondido a la preservación de sus intereses geoestratégicos, estas campañas resultaron en la liberación de millones de musulmanes hostigados. Las invasiones de Irak y de Afganistán en las realidades del post- 9/11, así como la guerra por Kuwait de 1991, fueron expresiones claras de incursiones militares orientadas a la protección de los intereses nacionales e internacionales de Estados Unidos; aún así, hubo poblaciones islámicas beneficiadas. Por el contrario, las intervenciones en Bosnia, Kosovo y Somalía fueron motivadas principalmente por consideraciones humanitarias. Tal como señaló Krauthammer, ninguna otra nación hizo más por musulmanes oprimidos en los últimos veinte años que los Estados Unidos de América. En cuanto al idilio perdido de veinte o treinta años atrás, es difícil imaginar exactamente a que momento histórico aludió Obama, si es que a alguno. Precisamente treinta años atrás, Irán cayó en manos de los islamistas komehinistas y a partir de entonces advino la peor era en las relaciones Washington-Teherán.
Las naciones, al igual que los hombres, tienden a idealizar el pasado. Al menos el pasado distante. Pero el idilio perdido de tres décadas atrás entre el Islam y Occidente sencillamente no existió. Curiosamente para una nueva administración proclive a la glorificación del pasado, su propia actitud hacia el pasado reciente ha sido negativa, como puede verse en sus recurrentes críticas a las políticas de Bush. El último gobierno en Washington ha sido usualmente vilipendiado por su decisión de ir a la guerra en Irak y por su distanciamiento de los vaivenes diarios del conflicto palestino-israelí, entre otros asuntos, y en general por haber legado un Medio Oriente convulsionado. No obstante, tendemos a olvidar cuál era la situación en el Medio Oriente heredada por los republicanos de los demócratas entrado el siglo XXI. Antes que Bill Clinton dejara la Casa Blanca, las fallidas tratativas de Camp David habían dado lugar a la segunda intifada palestina, Siria ocupaba El Líbano, los talibanes gobernaban en Afganistán, Saddam Hussein controlaba Irak, la Libia de Qaddafi buscaba armamento no convencional, y Al-Qaeda planeaba en las sombras los atentados del 9/11. Nadie objetivo caracterizaría semejante legado positivamente.
El punto crucial que Barack Obama y su entorno deberá entender es que no todo depende de Washington a propósito del destino del Medio Oriente. Ciertamente Estados Unidos tiene una capacidad de influir en esa región como pocos actores internacionales, pero ella no está menos afectada por su propia naturaleza, sus vicios y sus aflicciones. A la vez que deseamos éxitos a una nueva administración que busca la fórmula adecuada para una justa aproximación al Medio Oriente, nos cabe esperar que su ambición sea templada por el realismo de la experiencia sin necesariamente sacrificar el optimismo de la esperanza prometida en la campaña.
Por Julián Schvindlerman
  En el eterno debate entre ateos y religiosos referido a la existencia de D’s o a la necesidad de la religión organizada, los primeros suelen adoptar una postura crítica sustentada en la, digamos, ofensiva del cuestionamiento, que automáticamente pone al hombre de fe a la defensiva.
El ateo se ubica en un pedestal superior desde el cual exige respuestas a sus muchas preguntas incisivas, acorralando al creyente con un torrente de interrogantes para los cuales, sencillamente, no hay respuestas simples. El planteo ateo tradicional, sin embargo, adolece de serias incoherencias, y exponerlas adecuadamente facilitaría un abordaje menos apasionado a propósito de temas tan esenciales como complejos.
El ateo suele afirmar que la divinidad es un misterio, y que, en consecuencia, toda afirmación certera a propósito de la existencia de D’s es poco menos que dogmática, si no directamente arrogante. Muy habitualmente, postula que D’s ha sido una creación del hombre a partir de una necesidad muy interna de encontrar cierta explicación al desorden histórico. Es decir, la divinidad como invento humano, como ficción sin sustento racional.
Pero esto en sí mismo constituye una afirmación –la afirmación de que D’s es un cuento–, y eso de misterioso no tiene nada. Si la divinidad es un misterio, tal misterio debería serlo para ambos lados. Si es dogmático afirmar la existencia de D’s, no lo debería ser menos afirmar su inexistencia. Si recae sobre el creyente el peso de explicar la persistencia del mal en la tierra, sobre el ateo recae el de explicar la persistencia del bien. En palabras de Milton Steinberg:
Si el creyente tiene sus problemas con el mal, el ateo tiene que bregar con dificultades más graves. La realidad también lo golpea, dejándole frustrado no por una sino por muchas, desde la existencia de la ley natural, pasando por la astucia del insecto, hasta el cerebro del genio y el corazón del profeta.
El ateo muy habitualmente esgrime las barbaridades perpetradas por el hombre en nombre de la religión como ejemplo de la naturaleza dañina de los sistemas religiosos. La Inquisición católica del Medioevo y la yihad islámica, ambas llevadas a cabo bajo el signo de D’s, indudablemente han causado estragos en la humanidad. La explicación del creyente consiste en recordar que no fue la religión la responsable, sino lo que en su nombre se ha hecho. Irwin Cotler es un exponente de esta posición:
No ha sido la religión la que nos ha traicionado, sino que hemos sido nosotros los que hemos traicionado a la religión.
Pero antes de llegar allí existe, en materia de argumentación, una inconsistencia que merece señalarse. Es innegable que ha habido inmoralidad en las religiones, y que ha habido individuos religiosos profundamente inmorales. Pero es igualmente innegable que muchas de las ideologías seculares han fracasado éticamente al remover todo vestigio de moralidad religiosa de sus proclamas meta-históricas. Ideologías ateas y anti-religiosas como los comunismos chino y soviético o el nazismo alemán provocaron la muerte de más de cien millones de personas el pasado siglo. Si las guerras de religión del pasado sirven, según el ateo, de evidencia del componente pernicioso de los sistemas religiosos, entonces ¿qué deberíamos concluir a propósito de la naturaleza de los sistemas seculares, a la luz de las masacres que han propiciado? Los rabinos Dennis Prager y Joseph Telushkin han dicho:
Todos los horrores perpetrados en nombre de los ideales constituyen un testimonio trágico pero irrefutable del hecho de que el idealismo no basta y de que es indispensable, para alcanzar la paz, la justicia y la fraternidad universal, un sistema ético que obligue a cada individuo.
El sistema ético al que aluden estos autores es el aporte de la religión, específicamente la judía, que introdujo hace 3.321 años, por medio de los Diez Mandamientos, la obligatoriedad de la conducta ética.
Los más fundamentales valores liberales occidentales que muchos ateos hoy defienden con encono están arraigados en esos mandamientos. Que esto es un aporte de la religión, y no de las ideologías seculares, es un principio elemental con el que todo debate acerca de estos temas debería arrancar; o mejor aún quizás: terminar.
Originalmente publicado en Keter
Por Julián Schvindlerman
  Esta semana tuvo lugar en la localidad egipcia Sharm el-Sheikh la “Conferencia Internacional en Apoyo de la Economía Palestina para la Reconstrucción de Gaza”. Setenta y un estados, la ONU, y dieciséis organismos regionales e internacionales prometieron u$s 4.5 mil millones a ser entregados en un período de dos años. Esta cifra apreciable completa a su vez un fondo de u$s 7.7 mil millones que la Autoridad Palestina ya recibió para el período 2008-2010.
La generosidad mundial hacia la reconstrucción de Gaza es encomiable…y a la vez desubicada. La suposición reinante entre los donantes parece ser tal que el conflicto entre Hamas e Israel terminó, y que una nueva era de recomposición puede comenzar. Esa premisa debe ser revisada. El día previo al inicio de la cumbre global, un cohete Qassam cayó sobre una escuela en el poblado israelí de Sderot, como aditamento a su vez al cohete Grad que cayó en la cercana Ashkelon el día anterior. Al día siguiente de inaugurada la cumbre, otros dos cohetes Qassam aterrizaron en el Desierto del Négev y el ejército israelí frustró los planes de un grupo terrorista palestino que pretendía plantar una bomba en la frontera. Desde el cese de fuego del 18 de enero último, alrededor de cien cohetes y morteros fueron disparados desde la Franja de Gaza a Israel, y regularmente aviones israelíes han estado bombardeando los túneles clandestinos que unen a Egipto con Gaza. El mundo parece no haber estado prestando atención, pero las hostilidades todavía no han terminado. Por ello es que el presidente egipcio Hosni Mubarak, anfitrión del encuentro, alertó que “la prioridad debe ser alcanzar una tregua entre Israel y los palestinos”.
A esto debe agregarse una válida preocupación a propósito del destino final de esos fondos cuantiosos, no sea cosa que los dólares americanos y los francos suizos terminen en los cofres indebidos. Para legitimarse ante los ojos de la comunidad internacional como un receptor digno, Hamas accedió a negociar con Fatah (que gobierna Cisjordania, controla la Autoridad Palestina y con quién mantiene una feroz disputa política y militar) la formación de un gobierno de unidad nacional. El truco es demasiado obvio y nadie debiera dejarse engañar. Cuando este movimiento fundamentalista islámico expulsó violentamente a Fatah de Gaza en 2007 -ocasión en la que murieron trescientos cincuenta palestinos y mil resultaron heridos- la respuesta de la familia de las naciones fue simple. Puso ante Hamas tres condiciones para aceptarlo como interlocutor: renunciar al terrorismo, reconocer al Estado de Israel, honrar acuerdos preexistentes. ¿La respuesta de Hamas? No, gracias.
Dada la naturaleza y conducta histórica de esta agrupación, la precondiciones para el diálogo eran (y siguen siendo) sensatas. El Artículo 7 de su Carta constitutiva dice: “El Enviado dijo: ´Luchen los musulmanes contra los judíos y mátenlos, hasta que el judío se oculte tras las rocas y los árboles y entonces dirán: Oh, musulmán, oh siervo de Alá, tras de mí se oculta un judío, ven y mátalo´”. Este llamado agresivo ubica a Woody Allen, por caso, en la mira de la agrupación integrista. Pero se pone todavía peor. Durante la guerra última, la televisión palestina difundió este mensaje del Dr. Yunis al-Astal, parlamentario del Hamas: “Conquistaremos Roma y después toda Europa. Cuando acabemos con Europa, conquistaremos las Américas y no nos olvidaremos tampoco de la Europa Oriental”. ¿Es esta la gente a quién la familia de las naciones quiere entregar su dinero?
Finalmente, la experiencia acumulada de estos últimos años no abona la teoría de que la inyección monetaria termine mejorando el standard de vida de los palestinos. En términos per capita, éstos han sido los más grandes beneficiarios de asistencia internacional en las últimas décadas. Tómese por caso emblemático el año 2002 cuando una epidemia de hambre sacudió a Etiopía, país ubicado en una zona que padece crónicamente este problema. Desde 1994 la ONU creó el Consolidated Inter-Agency Appeal for Humanitarian Assistance (conocido simplemente como CAP) que agrupa los programas de recaudación de fondos del Programa Alimentario Mundial, la Organización Mundial de la Salud, el Alto Comisionado para los Refugiados y otros dieciocho organismos y agencias humanitarias para un uso eficiente de los fondos provenientes de donaciones. Según un reporte de UN Watch de entonces, el presupuesto proyectado para el año 2003 asignaba u$s 291 millones a Gaza y Cisjordania (población 1.5 millón) y u$s 316 millones a Etiopía (población 14.3 millones), lo que en términos per capita daba una asistencia de u$s 194/palestino en oposición a u$s 22/etíope. Vale decir, la ONU pedía casi nueve veces la cantidad de ayuda para un palestino que la que pedía para un etíope en medio de una epidemia de hambruna. Y aún así, años después nuevas cumbres globales han de ser convocadas para atender la situación en Gaza.
Así es que con todo lo anti-romántico que cuestionar los esfuerzos de reconstrucción de Gaza pueda lucir, un llamado de advertencia es empero necesario. Las necesidades humanitarias de los palestinos deben ser atendidas, y en parte esto está siendo efectuado a través de envíos regulares de alimentos, medicamentos y otros. Debe encontrarse el modo adecuado de asistir al pueblo gazatí sin beneficiar a sus gobernantes fanatizados. No resulta del todo claro si los participantes de esta reunión de alto nivel lo han logrado.
Por Julián Schvindlerman
  Con relativa retrospectiva es menester reflexionar sobre lo acaecido de modo de evitar una repetición de esta última contienda bélica. Tres puntos resultarán centrales para entender la naturaleza y las consecuencias de este conflicto.
El primero refiere a la asimetría ideológica de la disputa. Este ha sido un tema generalmente obviado en los análisis de prensa, más es un asunto crucial. Hay una gran disparidad entre el objetivo político de Israel -proteger a su población civil de los cohetes del Hamas – y el objetivo religioso de este último -la obliteración del Estado de Israel y el aniquilamiento de los judíos donde quiera que éstos estén-. El Artículo 7 de la Carta constitutiva de este movimiento integrista sostiene: “El Enviado dijo: ´Luchen los musulmanes contra los judíos y mátenlos, hasta que el judío se oculte tras las rocas y los árboles y entonces dirán, Oh, musulmán, oh siervo de Alá, tras de mí se oculta un judío, ven y mátalo´”. Así planteado, Hamas aspira a la aniquilación no solamente de los israelíes (un propósito genocida grave en sí mismo) sino a la de todo el pueblo judío, desde Woody Allen a Steven Spielberg. Pero su cosmovisión expansionista trasciende a los judíos y a los israelíes. El Dr. Yunis al-Astal, parlamentario palestino del Hamas, ha dicho en un mensaje difundido por la televisión palestina: “Conquistaremos Roma y después toda Europa. Cuando acabemos con Europa, conquistaremos las Américas y no nos olvidaremos, tampoco de la Europa Oriental”. En consecuencia, es necesario que el mundo libre advierta que la lucha de Israel contra el Hamas es la lucha contra el fundamentalismo islámico y su Jihad global.
El segundo punto conecta con la génesis de esta contienda. Ningún observador honesto puede disputar el hecho de que Hamas inició la conflagración al atacar a la población israelí sin que mediare provocación previa por parte de Israel. Desde el año 2001, Hamas disparó más de diez mil cohetes contra poblados israelíes. Desde el año 2005 (luego de la retirada unilateral que dejó a Gaza libre de presencia israelí) Hamas disparó unos seis mil trescientos cohetes. Durante la tregua informal que rigió por seis meses y caducó el día que Hamas optó por no renovarla, cayeron sobre Israel doscientos quince cohetes. El día previo a que el ejército israelí finalmente respondiera, llovieron en un solo día ochenta cohetes sobre suelo israelí. Durante este largo y tumultoso período, la familia de las naciones no censuró al Hamas por estos actos de agresión injustificados. Ninguna nación hubiera tolerado semejante acoso por tan largo tiempo. En vistas al futuro, será necesario revisar esta conducta. Eventualmente, de ejercer presiones sobre el movimiento terrorista palestino para que se abstenga de atacar a Israel, se evitará una indeseada respuesta por parte de Jerusalem.
El tercer punto está relacionado con la conducta de las partes durante la guerra. Según cifras de fuentes árabes y de la ONU, han resultado muertos 1300 palestinos, entre ellos 300 niños, y miles de heridos. Del lado israelí, las víctimas no han llegado a las dos docenas. Naturalmente, esto ha llevado a muchos a concluir que el ejército hebreo ha sido desmedido y multitudes han puesto sobre sus puertas protestas e indignación. El sufrimiento de la población civil palestina es innegablemente conmovedor desde el punto de vista humanista. Pero la pregunta política crucial aquí es: ¿quién es el responsable último por ese sufrimiento? Dejando de lado el hecho de que si Hamas no hubiese atacado a Israel nada de esto hubiera acontecido, es pertinente señalar algo atroz en el comportamiento de la agrupación islamista: Hamas atacó a población civil israelí utilizando como escudo humano a población civil palestina. La Franja de Gaza es una de las zonas más densamente pobladas del plantea y, tal como ha consignado el profesor Gunnar Heinsohn de la Universidad de Bremen, es una de las regiones con más criaturas per capita del globo: por cada 1000 adultos de 40-44 años, hay 4300 niños de 0-4 años. Casi la mitad de la población gazatí es menor a 15 años de edad. Si a ello agregamos que Hamas expuso deliberadamente a los niños palestinos al fuego israelí, podemos comprender la razón de estas cifras agobiantes.
El conflicto palestino-israelí despierta pasiones aún en observadores imparciales, pero el análisis desapasionado es crítico a la hora de atribuir responsabilidades a las partes.
Por Julián Schvindlerman
  Si los izquierdistas pro-islamistas de Occidente que solemos encontrar en las manifestaciones contrarias a Israel y a Estados Unidos se molestaran en leer más cuidadosamente a Karl Marx, podrían llevarse una sorpresa ingrata.
En tiempos de la Guerra de Crimea (1853-1856), el pensador alemán abordó en sus escritos la “cuestión oriental” con una franqueza tal que provocaría escozor a los políticamente correctos progresistas actuales. Escribió Marx: “El Corán y la legislación musulmana que emana de él reducen la geografía y la etnografía de los varios pueblos a la distinción convenientemente simple de dos naciones y de dos países; el Fiel y el Infiel. El Infiel es harby, es decir, el enemigo. El islamismo proscribe la nación de los Infieles, postulando un estado de hostilidad permanente entre el musulmán y el no-creyente”. Esta completamente acertada observación marxista acerca de la religión mahometana sería a su vez confirmada a principios del siglo XX por Hanafi Muzzafar, un volga tártaro quién dijo: “El pueblo musulmán se unirá al comunismo; como el comunismo, el Islam rechaza al nacionalismo estrecho”. Este repudio al nacionalismo se sostenía en una premisa sencilla. Según este musulmán socialista, “El Islam es internacional y reconoce sólo la hermandad y la unidad de todas las naciones bajo la pancarta del Islam”. Esto provenía de un socialista, no de un fundamentalista religioso.
Tan convencido estaba Marx de la xenofobia presente en el Islam que llegó incluso a escribir apologéticamente respecto del colonialismo occidental: “En tanto que el Corán trata a todos los foráneos como enemigos, nadie se atreverá a presentarse en un país musulmán sin haber tomado precauciones. Los primeros mercaderes europeos, por ende, que arriesgaron las chances del comercio con semejante gente, se esforzaron en asegurarse un tratamiento excepcional y privilegios originalmente personales, pero posteriormente extendidos a toda su nación. He aquí el origen de la capitulaciones”. Marx entendía que el laicismo debía imperar para que la revolución tuviera alguna posibilidad de darse en esas tierras lejanas: “…si se pudiese abolir su sometimiento al Corán por medio de la emancipación civil, se cancelaría, al mismo tiempo, su sometimiento al clero, y se provocaría una revolución en sus relaciones sociales, políticas, y religiosas…”. Al mismo tiempo, él no tenía demasiadas esperanzas en el espíritu proletario de las masas musulmanas: “Ciertamente habrá, tarde o temprano, una necesidad absoluta de liberar una de las mejores partes de este continente del gobierno de la turba, con la que comparada el populacho de la Roma Imperial era una reunión de sabios y héroes”. Por su parte, Friedrich Engels no parecía tener mayor respeto por las instituciones públicas de los musulmanes. En una carta enviada a Marx, escribió: “El gobierno en el Este siempre ha tenido solamente tres departamentos: Finanzas (p/ej. robar a los habitantes del país), Guerra (p/ej. robar a los ciudadanos del país y de otros países), y Obras Públicas (preocupación por la ´reproducción´)”.
Claramente, el sentimiento comunista encendió el interés de un sector de la intelectualidad islámica. Mir-Said Sultán-Galiev, titular de la sección musulmana del Partido Comunista ruso y protegido de Stalin en la Comisaría de Nacionalidades, opinó en 1918: “Todos los pueblos musulmanes colonizados son pueblos proletarios y como casi todas las clases en la sociedad musulmana han sido oprimidas por los colonialistas, todas las clases tienen el derecho de ser llamadas ´proletarias´”. Sultán-Galiev murió cinco años después, víctima de una purga estalinista. Pero a diferencia de sus camaradas en Europa, las masas islámicas del Medio Oriente permanecieron en general indiferentes al llamado de los comunistas. El eminente historiador Walter Laqueur (de quién he tomado las citas de Marx y Engels) ha trazado un panorama de la situación en su tratado Communism and Nationalism in the Middle East. Durante los años cincuenta, por ejemplo, en plena Guerra Fría Austria podía sentirse orgullosa de tener más comunistas en su tierra que los que había en todo el Medio Oriente combinado. En Holanda había veinte veces más comunistas que los que había en Sudán, quince veces más que los que había en Jordania, y diez veces más que los que había en Turquía. Todos los partidos comunistas de Egipto, Siria, El Líbano, e Irak juntos apenas lograban igualar o levemente superar el número de comunistas en Bélgica. Estos guarismos son especialmente elocuentes a la luz de que dejamos fuera de la comparación a Francia y a Italia, países donde el movimiento comunista mostró su mayor fortaleza.
Los izquierdistas radicales que hoy adornan las manifestaciones musulmanas en las capitales de Occidente podrán estar siguiendo el lema de Molotov “Todos los caminos conducen al comunismo”, pero sus camaradas ocasionales en la lucha contra el orden establecido tienen otras metas en mente. Ellos no luchan por un mundo más igualitario, sino por un mundo más islámico. Por extraño que esto parezca a los pseudo-progresistas modernos, para el fundador del comunismo ésta era una verdad evidente.
Originalmente publicado en Libertad Digital (España)