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Página Siete (Bolivia)

Página Siete (Bolivia)

Por Julián Schvindlerman

  

Un GPS para los diplomáticos, por favor – 25/05/17

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El viaje del presidente Donald Trump a Israel fue exitoso. Los israelíes pueden estar tranquilos ahora. En las vísperas del viaje no lo estaban. La confusión que rodeó la sola determinación de si el Muro de los Lamentos -el foco milenario de las plegarias hebreas- estaba ubicado en Israel, o no lo estaba, fue algo surrealista. Un diplomático del consulado americano en Jerusalem puso en marcha el gran lío cuando, en una conversación telefónica con oficiales israelíes, enojadamente aseguró que el Muro de los Lamentos “no es vuestro territorio”. Eso obligó a la Casa Blanca a fijar su postura. Lo que sucedió a continuación fue bastante caótico.

El Asesor de Seguridad Nacional H.R. McMaster declinó contestar a una pregunta directa si el gobierno de los Estados Unidos consideraba que el Muro de los Lamentos estaba dentro del territorio israelí. McMaster indicó que la pregunta “suena como una decisión política” y remó para otro lado. Unas horas más tarde, el Secretario de Prensa de la Casa Blanca Sean Spicer dijo a los periodistas: “El Muro de los Lamentos es obviamente uno de los sitios más sagrados en la fe judía. Está claramente en Jerusalem”. Por su parte, la embajadora ante las Naciones Unidas Nikki Haley remarcó con típica lógica que “siempre hemos pensado que el Muro de los Lamentos era parte de Israel”. En medio de la controversia aterrizó en el estado judío el flamante embajador norteamericano David Friedman; del aeropuerto se dirigió directamente a rezar al Muro de los Lamentos. El tema parecía estar cerrado.

Pero cuando consultaron al respecto al Secretario de Estado Rex Tillerson, con astucia respondió que “el muro es parte de Jerusalem”, eludiendo definir si estaba dentro de Israel. No obstante, Tillerson dejó entrever su parecer al afirmar durante el vuelo desde Arabia Saudita que la segunda escala del viaje presidencial sería “Tel Aviv, hogar del judaísmo”. El aeropuerto internacional de Israel está ubicado a unos quince kilómetros de esa ciudad, así es que podemos suponer generosamente que fue una asociación libre. Aun así, Trump no planeaba visitar Tel-Aviv, al limitar su estadía de 28 horas solamente a Jerusalem.

Finalmente fue Donald Trump quién definió su posición personal y la de su gobierno al convertirse en el primer presiente en funciones en visitar el sitio más sagrado de los judíos en la capital de la nación, y decir durante un discurso posterior: “Jerusalem es una ciudad sagrada. Su belleza, esplendor y herencia son como ningún otro lugar en la Tierra. Qué herencia. Qué herencia. Los vínculos del pueblo judío con esta Tierra Santa son antiguos y eternos. Se remontan miles de años, incluyendo el reinado del Rey David cuya estrella ahora flamea con orgullo en la bandera blanca y azul de Israel”.

El mandatario norteamericano también visitó Belén, donde se reunió con el presidente palestino Mahmud Abbas. En este caso, no hubo polémica alguna acerca de dónde queda Belén, si es parte de Palestina o no. Un ciudadano israelí, Ysrael Medad, sí se lo preguntó y halló la respuesta en la biblia cristiana, escrita cinco siglos antes que el Corán. En Mateo 2:1 se indica que “Belén [está] en Judea”. De la región de Judea (la actual Cisjordania) deviene el nombre de quienes la habitaban entonces, los judíos. En Mateo 2:20 se lee que Judea está en “La Tierra de Israel”. Pero mejor no confundamos a los diplomáticos con la historia, ocupados como están dilucidando si el Muro de los Lamentos está en Jerusalem, si Jerusalem está en Israel, y si esta ciudad es la capital del país.

Infobae, Infobae - 2017

Infobae

Por Julián Schvindlerman

  

Un GPS para los diplomáticos, por favor – 25/05/17

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El viaje del presidente Donald Trump a Israel fue exitoso. Los israelíes pueden estar tranquilos ahora. En las vísperas del viaje no lo estaban. La confusión que rodeó la sola determinación de si el Muro de los Lamentos -el foco milenario de las plegarias hebreas- estaba ubicado en Israel, o no lo estaba, fue algo surrealista. Un diplomático del consulado americano en Jerusalem puso en marcha el gran lío cuando, en una conversación telefónica con oficiales israelíes, enojadamente aseguró que el Muro de los Lamentos “no es vuestro territorio”. Eso obligó a la Casa Blanca a fijar su postura. Lo que sucedió a continuación fue bastante caótico.

El Asesor de Seguridad Nacional H.R. McMaster declinó contestar a una pregunta directa si el gobierno de los Estados Unidos consideraba que el Muro de los Lamentos estaba dentro del territorio israelí. McMaster indicó que la pregunta “suena como una decisión política” y remó para otro lado. Unas horas más tarde, el Secretario de Prensa de la Casa Blanca Sean Spicer dijo a los periodistas: “El Muro de los Lamentos es obviamente uno de los sitios más sagrados en la fe judía. Está claramente en Jerusalem”. Por su parte, la embajadora ante las Naciones Unidas Nikki Haley remarcó con típica lógica que “siempre hemos pensado que el Muro de los Lamentos era parte de Israel”. En medio de la controversia aterrizó en el estado judío el flamante embajador norteamericano David Friedman; del aeropuerto se dirigió directamente a rezar al Muro de los Lamentos. El tema parecía estar cerrado.

Pero cuando consultaron al respecto al Secretario de Estado Rex Tillerson, con astucia respondió que “el muro es parte de Jerusalem”, eludiendo definir si estaba dentro de Israel. No obstante, Tillerson dejó entrever su parecer al afirmar durante el vuelo desde Arabia Saudita que la segunda escala del viaje presidencial sería “Tel Aviv, hogar del judaísmo”. El aeropuerto internacional de Israel está ubicado a unos quince kilómetros de esa ciudad, así es que podemos suponer generosamente que fue una asociación libre. Aun así, Trump no planeaba visitar Tel-Aviv, al limitar su estadía de 28 horas solamente a Jerusalem.

Finalmente fue Donald Trump quién definió su posición personal y la de su gobierno al convertirse en el primer presiente en funciones en visitar el sitio más sagrado de los judíos en la capital de la nación, y decir durante un discurso posterior: “Jerusalem es una ciudad sagrada. Su belleza, esplendor y herencia son como ningún otro lugar en la Tierra. Qué herencia. Qué herencia. Los vínculos del pueblo judío con esta Tierra Santa son antiguos y eternos. Se remontan miles de años, incluyendo el reinado del Rey David cuya estrella ahora flamea con orgullo en la bandera blanca y azul de Israel”.

El mandatario norteamericano también visitó Belén, donde se reunió con el presidente palestino Mahmud Abbas. En este caso, no hubo polémica alguna acerca de dónde queda Belén, si es parte de Palestina o no. Un ciudadano israelí, Ysrael Medad, sí se lo preguntó y halló la respuesta en la biblia cristiana, escrita cinco siglos antes que el Corán. En Mateo 2:1 se indica que “Belén [está] en Judea”. De la región de Judea (la actual Cisjordania) deviene el nombre de quienes la habitaban entonces, los judíos. En Mateo 2:20 se lee que Judea está en “La Tierra de Israel”. Pero mejor no confundamos a los diplomáticos con la historia, ocupados como están dilucidando si el Muro de los Lamentos está en Jerusalem, si Jerusalem está en Israel, y si esta ciudad es la capital del país.

La Prensa (Nicaragua)

La Prensa (Nicaragua)

Por Julián Schvindlerman

  

Mientras Venezuela arde – 22/05/17

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A Nicolás Maduro le vendría bien tener a mano un moderno duque de La Rochefoucauld. A él se dirigió el rey Louis XVI al anochecer del 14 de julio de 1789 con una simple pregunta: «¿Es esto una revuelta?». Aquella mañana parisina había comenzado con el ataque popular a la prisión de la Bastilla; en horas de la tarde, la multitud desfiló por la ciudad con la cabeza del gobernador clavada en una lanza. Respondió entonces el duque: «¡No, señor, es una revolución!». No estoy seguro de que el país caribeño haya entrado ya en esa fase irreversible de su estadio histórico, pero la imagen de una estatua de Hugo Chávez tirada al suelo por una turba en Rosario de Perijá, próxima a Maracaibo, bien podría ser un presagio iconográfico de los tiempos políticos por venir.

El presidente de Venezuela no parece estar enterado del dramático momento que está atravesando el país. Sordo a los reclamos de su pueblo, está abierto sin embargo a platicar con animales. Durante una reciente visita a la Expo Venezuela Producción Soberana, dialogó con vacas, micrófono en mano. «Convoco desde ya a la Constituyente, quiero que voceros y líderes y productores del campo sean próximos diputados y diputadas de la Constituyente» dijo Maduro mirando fijamente a los mamíferos. «¿Me van a acompañar? ¿Me van a apoyar en la Constituyente?» indagó antes de marcharse, sin obtener respuesta. Hay que ver el video para creerlo. Ya sabíamos que conversaba con pajaritos. «Les voy a confesar que por ahí se me acercó un pajarito, otra vez se me acercó y me dijo que el comandante estaba feliz y lleno de amor de la lealtad de su pueblo», declaró el Presidente durante un acto en Sabaneta, ciudad donde nació Chávez.

El pueblo venezolano está desesperado. No tiene alimentos para sobrevivir, ni medicinas para curarse, ni dinero que valga ante una inflación galopante, ni seguridad policial para resguardarse de los criminales, ni un parlamento que pueda garantizar sus derechos, ni una corte de Justicia que intervenga en su favor. Los venezolanos están desahuciados, oprimidos y desconcertados. Y no menos grave, están abandonados. Abandonados por un Papa populista que les ha dado la espalda. Abandonados por los líderes latinoamericanos, que desoyeron los llamados urgentes de Luis Almagro para aplicar la Carta Democrática en la Organización de Estados Americanos (OEA) cuando se estaba a tiempo. Abandonados por la izquierda de limusina —Sean Penn, Oliver Stone, Michael Moore— que, ocupada como está militando contra Trump, se ha olvidado del adulado proyecto bolivariano.

Venezuela es primero un problema latinoamericano y después hemisférico. Sin embargo, ha sido Estados Unidos, y no los países latinoamericanos, quien ha estado imponiendo sanciones contra el régimen de Caracas. Comenzaron con Barack Obama en el 2014, tras la sangrienta represión de las marchas opositoras que dejaron 43 muertos y cientos de heridos. Luego Washington congeló los bienes que tenían en Estados Unidos funcionarios venezolanos vinculados con la represión y les anuló sus visados. En el 2015, Estados Unidos declaró a Venezuela una «amenaza a la seguridad nacional» y amplió las sanciones. Tras asumir el mando, Donald Trump continuó esta política. En febrero acusó y sancionó al vicepresidente Tareck El Aissami de ser un narcotraficante, y este mes anunció nuevas sanciones ni bien Maduro llamó a reemplazar la Constitución.

Ninguna nación latinoamericana puede ni remotamente mostrar un accionar semejante. Todo lo que pueden hacer es convocar a reuniones urgentes, emitir comunicados, respaldar a Francisco cuando desde Roma insta (otra vez) al diálogo, y mostrarse compungidos por el destino trágico de los venezolanos. ¿Acciones concretas? Muy poco. El secretario general Luis Almagro intentó movilizarlos, sacarlos de su sopor diplomático, forzarlos a hacer algo. En vano. Aun con Dilma Rousseff, Rafael Correa y Cristina Kirchner fuera del sillón presidencial, y con una nueva camada de líderes no populistas en varios gobiernos de la región, las naciones latinoamericanas no han hecho nada tangible para alivianar el padecimiento del pueblo venezolano. Hasta el Parlamento Europeo -desde Estrasburgo- aprobó al menos diez resoluciones de condena contra la represión y la violación de libertades del régimen de Caracas.

Eso es lo más lejos que han llegado las «naciones hermanas» en la OEA: han repudiado públicamente al gobierno caraqueño. Prestas para el comunicado de protocolo y la declaración conjunta de rigor, las naciones de América Latina no han hecho, hasta el momento, mucho más que eso por los venezolanos. Ofendido incluso ante este minimalismo diplomático latinoamericano, Maduro sacó a Venezuela de la OEA dando un portazo. Cuesta imaginar una situación más vergonzante para la región.

ABC Color (Paraguay)

ABC Color (Paraguay)

Por Julián Schvindlerman

  

Mientras Venezuela arde – 22/05/17

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A Nicolás Maduro le vendría bien tener a mano un moderno duque de La Rochefoucauld. A él se dirigió el rey Louis XVI al anochecer del 14 de julio de 1789 con una simple pregunta: «¿Es esto una revuelta?». Aquella mañana parisina había comenzado con el ataque popular a la prisión de la Bastilla; en horas de la tarde, la multitud desfiló por la ciudad con la cabeza del gobernador clavada en una lanza. Respondió entonces el duque: «¡No, señor, es una revolución!». No estoy seguro de que el país caribeño haya entrado ya en esa fase irreversible de su estadio histórico, pero la imagen de una estatua de Hugo Chávez tirada al suelo por una turba en Rosario de Perijá, próxima a Maracaibo, bien podría ser un presagio iconográfico de los tiempos políticos por venir.

El presidente de Venezuela no parece estar enterado del dramático momento que está atravesando el país. Sordo a los reclamos de su pueblo, está abierto sin embargo a platicar con animales. Durante una reciente visita a la Expo Venezuela Producción Soberana, dialogó con vacas, micrófono en mano. «Convoco desde ya a la Constituyente, quiero que voceros y líderes y productores del campo sean próximos diputados y diputadas de la Constituyente» dijo Maduro mirando fijamente a los mamíferos. «¿Me van a acompañar? ¿Me van a apoyar en la Constituyente?» indagó antes de marcharse, sin obtener respuesta. Hay que ver el video para creerlo. Ya sabíamos que conversaba con pajaritos. «Les voy a confesar que por ahí se me acercó un pajarito, otra vez se me acercó y me dijo que el comandante estaba feliz y lleno de amor de la lealtad de su pueblo», declaró el Presidente durante un acto en Sabaneta, ciudad donde nació Chávez.

El pueblo venezolano está desesperado. No tiene alimentos para sobrevivir, ni medicinas para curarse, ni dinero que valga ante una inflación galopante, ni seguridad policial para resguardarse de los criminales, ni un parlamento que pueda garantizar sus derechos, ni una corte de Justicia que intervenga en su favor. Los venezolanos están desahuciados, oprimidos y desconcertados. Y no menos grave, están abandonados. Abandonados por un Papa populista que les ha dado la espalda. Abandonados por los líderes latinoamericanos, que desoyeron los llamados urgentes de Luis Almagro para aplicar la Carta Democrática en la Organización de Estados Americanos (OEA) cuando se estaba a tiempo. Abandonados por la izquierda de limusina —Sean Penn, Oliver Stone, Michael Moore— que, ocupada como está militando contra Trump, se ha olvidado del adulado proyecto bolivariano.

Venezuela es primero un problema latinoamericano y después hemisférico. Sin embargo, ha sido Estados Unidos, y no los países latinoamericanos, quien ha estado imponiendo sanciones contra el régimen de Caracas. Comenzaron con Barack Obama en el 2014, tras la sangrienta represión de las marchas opositoras que dejaron 43 muertos y cientos de heridos. Luego Washington congeló los bienes que tenían en Estados Unidos funcionarios venezolanos vinculados con la represión y les anuló sus visados. En el 2015, Estados Unidos declaró a Venezuela una «amenaza a la seguridad nacional» y amplió las sanciones. Tras asumir el mando, Donald Trump continuó esta política. En febrero acusó y sancionó al vicepresidente Tareck El Aissami de ser un narcotraficante, y este mes anunció nuevas sanciones ni bien Maduro llamó a reemplazar la Constitución.

Ninguna nación latinoamericana puede ni remotamente mostrar un accionar semejante. Todo lo que pueden hacer es convocar a reuniones urgentes, emitir comunicados, respaldar a Francisco cuando desde Roma insta (otra vez) al diálogo, y mostrarse compungidos por el destino trágico de los venezolanos. ¿Acciones concretas? Muy poco. El secretario general Luis Almagro intentó movilizarlos, sacarlos de su sopor diplomático, forzarlos a hacer algo. En vano. Aun con Dilma Rousseff, Rafael Correa y Cristina Kirchner fuera del sillón presidencial, y con una nueva camada de líderes no populistas en varios gobiernos de la región, las naciones latinoamericanas no han hecho nada tangible para alivianar el padecimiento del pueblo venezolano. Hasta el Parlamento Europeo -desde Estrasburgo- aprobó al menos diez resoluciones de condena contra la represión y la violación de libertades del régimen de Caracas.

Eso es lo más lejos que han llegado las «naciones hermanas» en la OEA: han repudiado públicamente al gobierno caraqueño. Prestas para el comunicado de protocolo y la declaración conjunta de rigor, las naciones de América Latina no han hecho, hasta el momento, mucho más que eso por los venezolanos. Ofendido incluso ante este minimalismo diplomático latinoamericano, Maduro sacó a Venezuela de la OEA dando un portazo. Cuesta imaginar una situación más vergonzante para la región.

Infobae, Infobae - 2017

Infobae

Por Julián Schvindlerman

  

Mientras Venezuela arde – 13/05/17

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A Nicolás Maduro le vendría bien tener a mano un moderno duque de La Rochefoucauld. A él se dirigió el rey Louis XVI al anochecer del 14 de julio de 1789 con una simple pregunta: «¿Es esto una revuelta?». Aquella mañana parisina había comenzado con el ataque popular a la prisión de la Bastilla; en horas de la tarde, la multitud desfiló por la ciudad con la cabeza del gobernador clavada en una lanza. Respondió entonces el duque: «¡No, señor, es una revolución!». No estoy seguro de que el país caribeño haya entrado ya en esa fase irreversible de su estadio histórico, pero la imagen de una estatua de Hugo Chávez tirada al suelo por una turba en Rosario de Perijá, próxima a Maracaibo, bien podría ser un presagio iconográfico de los tiempos políticos por venir.

El presidente de Venezuela no parece estar enterado del dramático momento que está atravesando el país. Sordo a los reclamos de su pueblo, está abierto sin embargo a platicar con animales. Durante una reciente visita a la Expo Venezuela Producción Soberana, dialogó con vacas, micrófono en mano. «Convoco desde ya a la Constituyente, quiero que voceros y líderes y productores del campo sean próximos diputados y diputadas de la Constituyente» dijo Maduro mirando fijamente a los mamíferos. «¿Me van a acompañar? ¿Me van a apoyar en la Constituyente?» indagó antes de marcharse, sin obtener respuesta. Hay que ver el video para creerlo. Ya sabíamos que conversaba con pajaritos. «Les voy a confesar que por ahí se me acercó un pajarito, otra vez se me acercó y me dijo que el comandante estaba feliz y lleno de amor de la lealtad de su pueblo», declaró el Presidente durante un acto en Sabaneta, ciudad donde nació Chávez.

El pueblo venezolano está desesperado. No tiene alimentos para sobrevivir, ni medicinas para curarse, ni dinero que valga ante una inflación galopante, ni seguridad policial para resguardarse de los criminales, ni un parlamento que pueda garantizar sus derechos, ni una corte de Justicia que intervenga en su favor. Los venezolanos están desahuciados, oprimidos y desconcertados. Y no menos grave, están abandonados. Abandonados por un Papa populista que les ha dado la espalda. Abandonados por los líderes latinoamericanos, que desoyeron los llamados urgentes de Luis Almagro para aplicar la Carta Democrática en la Organización de Estados Americanos (OEA) cuando se estaba a tiempo. Abandonados por la izquierda de limusina —Sean Penn, Oliver Stone, Michael Moore— que, ocupada como está militando contra Trump, se ha olvidado del adulado proyecto bolivariano.

Venezuela es primero un problema latinoamericano y después hemisférico. Sin embargo, ha sido Estados Unidos, y no los países latinoamericanos, quien ha estado imponiendo sanciones contra el régimen de Caracas. Comenzaron con Barack Obama en el 2014, tras la sangrienta represión de las marchas opositoras que dejaron 43 muertos y cientos de heridos. Luego Washington congeló los bienes que tenían en Estados Unidos funcionarios venezolanos vinculados con la represión y les anuló sus visados. En el 2015, Estados Unidos declaró a Venezuela una «amenaza a la seguridad nacional» y amplió las sanciones. Tras asumir el mando, Donald Trump continuó esta política. En febrero acusó y sancionó al vicepresidente Tareck El Aissami de ser un narcotraficante, y este mes anunció nuevas sanciones ni bien Maduro llamó a reemplazar la Constitución.

Ninguna nación latinoamericana puede ni remotamente mostrar un accionar semejante. Todo lo que pueden hacer es convocar a reuniones urgentes, emitir comunicados, respaldar a Francisco cuando desde Roma insta (otra vez) al diálogo, y mostrarse compungidos por el destino trágico de los venezolanos. ¿Acciones concretas? Muy poco. El secretario general Luis Almagro intentó movilizarlos, sacarlos de su sopor diplomático, forzarlos a hacer algo. En vano. Aun con Dilma Rousseff, Rafael Correa y Cristina Kirchner fuera del sillón presidencial, y con una nueva camada de líderes no populistas en varios gobiernos de la región, las naciones latinoamericanas no han hecho nada tangible para alivianar el padecimiento del pueblo venezolano. Hasta el Parlamento Europeo -desde Estrasburgo- aprobó al menos diez resoluciones de condena contra la represión y la violación de libertades del régimen de Caracas.

Eso es lo más lejos que han llegado las «naciones hermanas» en la OEA: han repudiado públicamente al gobierno caraqueño. Prestas para el comunicado de protocolo y la declaración conjunta de rigor, las naciones de América Latina no han hecho, hasta el momento, mucho más que eso por los venezolanos. Ofendido incluso ante este minimalismo diplomático latinoamericano, Maduro sacó a Venezuela de la OEA dando un portazo. Cuesta imaginar una situación más vergonzante para la región.

The Times of Israel, The Times of Israel - 2017

The Times of Israel

Por Julián Schvindlerman

  

The book that settled scores with history – 10/05/17

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As the dramatic and painful 20th century was drawing to a close, one of the most important books of our times appeared in France: The Black Book of Communism: Crimes, Terror, Repression. Published in 1997, the same year marking the 80th anniversary of the Bolshevik Revolution, it still is one of the most potent and well-documented exposés of that political ideology criminal nature. Among the eleven authors of the work, several of them were former Trotskyites and Maoists. Within the year of its publication it had sold more than 100,000 copies. It was soon translated into German and Italian, and was published in Spain, Portugal, Brazil, Bosnia, England, Sweden, Poland, Bulgaria, Turkey and the United States among other countries. Not even five years had gone by that the edition reached 800,000 copies. Tony Judt (not exactly a conservative) stated about it that “those who had begun to forget will be forced to remember anew”. Writing in the Wall Street Journal, Jacob Heilbrunn opined that “it is a masterful work. It is, in fact, a reckoning”. In the pages of The New York Times Book Review, Alan Ryan said: “It is a criminal indictment, and it rightly reads like one”.

The work shocked French society to its foundations. So heated was the debate that ensued, that a year later a book documenting the controversy was published (in French), beautifully titled A Cobblestone thrown into History. At about the same time, the most radical of its detractors published a “response” -The Black Book of Capitalism- that counted Jean Ziegler, co-founder of the (Orwellian) Muhammad Qaddafi Human Rights Award, among its many collaborators.

As one of the authors of The Black Book of Communism, Andrzej Paczkowski (Director of the Department of Contemporary History of the Polish Academy of Sciences), summarized in a 2001 essay in The Wilson Quarterly, the book basically threw three main cobblestones into History. The first was to question the notion of Leninist purity marred by Stalin’s savagery. According to these historians, if Lenin and his comrades planned the “politicide” of the population, then one could wonder if terror is inherent in Marxist doctrine. The second cobblestone was to present incontestable evidence of the atrocities of Communist regimes. In North Korea, Kim Il Sung ordered to liquidate the dwarves. In Romania, prisoners were forced to torture each other. In Cuba, homosexuals were sent to re-education camps. Wherever Communists seized power -Czechoslovakia, Cambodia, Germany, Cuba, Hungary, China, Vietnam, Russia- obscurantism covered everything. Irrespective of geographical area or religious and cultural tradition, oppression and mass terror were the norm under Communist rule.

The third cobblestone, according to Paczkowski, was the most polemical. Main editor Stéphane Courtois (Research Director at the National Center for Scientific Research, linked to the University of Paris X), showed that while the Nazis massacred around twenty-five million people, the Communists killed about one hundred million in the 20th century . Noting that he did not seek to make a “macabre comparative arithmetic” he observed with bewilderment, however, that while the Nazi regime was considered the most criminal of the century, Communism retained all of its world legitimacy until 1991 and still has supporters.

There are several reasons for this exercise in selective memory. Unlike Nazism, whose violently supremacist rhetoric preannounced its intentions, the promises of Communism were kind: equality between men, a more just society, a better world for all. Thus, Nazi actions are seen as a result of Nazi words, but the actions of the Communists are seen as perversions of Communist rhetoric. Unlike post-World War II Germany, which admitted its crimes against humanity, Russia, China and other Communist countries never did. Mao still adorns currency notes in circulation in Beijing. In Berlin today, a stamp in honor of Hitler would be inconceivable. The atrocities perpetrated by the Nazis are well-known, rightly so. Communist barbarism is less so. This ignorance has roots in a sorry fact: part of the left has yet to repudiate Communism. American educator Dennis Prager, who has offered the above cited explanations, concludes: “Even worse than being murdered or enslaved is a world that does not even know that you were”.

The Black Book of Communism was published timely –it had to belong in the 20th century. In addition, with the advent of the new millennium and the resurgence of radical Islam, public opinion began to focus on a new threat to liberal democracy and Western civilization. The global conversation was caught up in the 9/11 attacks, US policy toward the Middle East, the transatlantic divisions, Al-Qaeda and ISIS, Iran’s nuclear program and other more pressing geopolitical issues than the past sins of Communism.

This year marks two decades since this essential work was published. Along with other definitive texts -Alexander Solzhenitsyn’s Gulag Archipelago and Simon Leys’ Chairman’s New Clothes: Mao and the Cultural Revolution, to name just two- it threw the definitive cobblestone into the stained glass of lies with which the Communists tried to color their criminal enterprise.
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[Versión en español]

El libro que ajustó cuentas con la Historia

Por Julián Schvindlerman
The Times of Israel

En los centímetros finales del dramático y doloroso siglo XX, apareció en Francia uno de los libros más importantes de nuestra era: El Libro Negro del Comunismo: Crímenes, Terror, Represión. Publicado el mismo año que marcaba el 80 aniversario de la Revolución Bolchevique, es una de las más potentes y bien documentadas denuncias de la naturaleza criminal de aquella ideología política jamás escritas, (su versión española -Ediciones B- es de 1055 páginas). Entre los once autores de la obra, varios de ellos eran ex trotskistas y maoístas. Dentro del año de su publicación vendió más de cien mil ejemplares. Prontamente fue traducido al alemán y al italiano, y fue posteriormente publicado en España, Portugal, Brasil, Bosnia, Inglaterra, Suecia, Polonia, Bulgaria, Turquía y Estados Unidos entre otros países. No habían pasado cinco años de su aparición que la edición ya contaba con más de 800.000 ejemplares. Tony Judt (no precisamente un derechista) dijo de la obra que “aquellos que han empezado a olvidar serán forzados a recordar de nuevo”. Jacob Heilbrunn indicó en The Wall Street Journal que el texto “constituye una obra maestra” y “un ajuste de cuentas”. En las páginas de The New York Review of Books Alan Ryan observó: “es una acusación criminal, y debe leerse como tal”.

La obra conmocionó a la sociedad francesa hasta sus cimientos. De tal magnitud fue el debate suscitado que al año emergió un libro que documentaba la controversia, bellamente titulado Un cascote contra la historia. También al año los más radicales de sus detractores publicaron una “respuesta” -El Libro Negro del Capitalismo- que contaba entre sus numerosos colaboradores a Jean Ziegler, cofundador del (orwelliano) Premio Muhamar Qaddafi a los Derechos Humanos.

Tal como uno de los autores del Libro Negro del Comunismo, Andrzej Paczkowski (Director del Departamento de Historia Contemporánea de la Academia Polaca de las Ciencias) sintetizó en un ensayo de 2001 en The Wilson Quarterly, el libro básicamente lanzó tres cascotes contra la Historia. El primero fue cuestionar la noción de la pureza leninista estropeada por el salvajismo de Stalin. Según estos historiadores, Lenin y sus camaradas planearon el politicidio de sus súbditos, lo cual llevaba a preguntarse si el terror es inherente a la doctrina marxista. El segundo cascote fue presentar evidencia incontestable sobre las atrocidades de los regímenes comunistas y los extremos a los que llevaron a sus poblaciones cautivas. En Corea del Norte, Kim Il Sung ordenó liquidar a los enanos. En Rumania, prisioneros fueron forzados a torturarse entre sí. En Cuba, los homosexuales fueron enviados a campos de reeducación. Donde fuera que los comunistas tomaron el poder -Checoslovaquia, Camboya, Alemania, Cuba, Hungría, China, Vietnam, Rusia- el oscurantismo todo lo cubrió. Fuese en la zona geográfica que fuese, e independientemente de la tradición religiosa o cultural local, el sometimiento del individuo y el terror de masas fue la norma del comunismo.

El tercer cascote, según Paczkowski, causó la mayor polémica. El editor principal, Stéphane Courtois (Director de Investigaciones del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, adjunto a la Universidad de Paris X), demostró que mientras que los nazis masacraron a veinticinco millones de personas, los comunistas asesinaron alrededor de cien millones en el siglo XX. Advirtiendo que él no buscaba hacer una “macabra aritmética comparativa”, observaba con desconcierto, sin embargo, que mientras que el régimen nazi es considerado el más criminal del siglo, el comunismo conservó toda su legitimidad mundial hasta 1991 y aún tiene adeptos.

Varias razones pueden explicar este ejercicio en memoria selectiva. A diferencia del nazismo, cuya retórica violentamente supremacista preanunció sus intenciones, las promesas del comunismo fueron amables: la igualdad entre los hombres, una sociedad más justa, un mundo mejor para todos. Así, las acciones nazis son vistas como resultado de las palabras nazis, pero las acciones de los comunistas son vistas como perversiones de la retórica comunista. A diferencia de la Alemania post-Segunda Guerra Mundial, que admitió sus crímenes contra la humanidad, Rusia, China y los demás países comunistas nunca lo hicieron. Mao todavía adorna billetes en circulación en Beijing. En Berlín hoy en día sería inconcebible una estampilla en honor a Hitler. Las atrocidades perpetradas por los nazis son conocidas, merecidamente. La barbarie comunista lo es menos. Esta ignorancia tiene raíces en un hecho lastimoso: parte de la izquierda aún no ha repudiado al comunismo. El educador norteamericano Dennis Prager, quien ha ofrecido las explicaciones arriba citadas, concluye: “Incluso peor que ser asesinado o esclavizado es un mundo que ni siquiera sabe que lo fuiste”.

El Libro Negro del Comunismo fue oportunamente publicado; debía pertenecer al siglo XX. Además, con el advenimiento del siglo XXI y el resurgimiento del islamismo, la opinión pública pasó a enfocarse en una nueva amenaza a la democracia liberal y a la civilización occidental. La conversación global quedó atrapada por los atentados del 9/11, la política de Estados Unidos hacia el Medio Oriente, las divisiones transatlánticas, Al-Qaeda e ISIS, el programa nuclear de Irán y otros asuntos geopolíticos más urgentes a la realidad actual que los pecados pasados del comunismo.

Este año se cumplen dos décadas de la aparición de esta obra esencial, que junto con otros textos definitivos -El Archipiélago Gúlag de Alexander Solzhenitsyn y Los nuevos trajes del Presidente Mao de Simon Leys, por nombrar sólo dos- ha arrojado el cascote definitivo contra el vitraux de mentiras con el que los comunistas pretendieron colorear su empresa criminal.

The Times of Israel, The Times of Israel - 2017

The Times of Israel

Por Julián Schvindlerman

  

The New York Times and Zionism – 04/05/17

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The way The New York Times dealt with two maritime tragedies during the period of the British Mandate in Palestine might be an enlightening introduction to its editorial position on Zionism, the Jewish National Home, and the plight of European Jewish refugees during WWII.

In November 1940, the Patria ship was moored in the port of Haifa with more than 1,900 Jewish refugees fleeing Europe. The British did not allow their disembarkation in Palestine and planned to send them to Mauritius, then an English island colony. The Hagana, the official Zionist militia, tried to sabotage the expulsion of these illegal immigrants by putting a bomb in the boat. An error in the calculation of the explosives sank the ship and more than 250 refugees. That left the Zionists looking bad. The Times published the news on the front page. Fifteen months later, in February 1942, the Struma ship sank in the Black Sea with its 768 Jewish refugees inside; only one survived. It was the greatest civilian tragedy on the high seas during World War II. Due to technical malfunctions, the ship had to divert its route from Rumania to Palestine towards Istanbul. The British refused to accept the human cargo in Palestine, the Turks did not want it in their country and they decided to tow the battered ship and leave it abandoned adrift. A few hours later it sank. That left the British looking bad. The Times devoted just four paragraphs to the news of a “Black Sea ship” on the second page of the newspaper. In contrast, the Washington Post published an editorial on the subject.

The Times was not exactly a fan of the Zionist cause and gave ample coverage to news that hurt it. In the summer of 1943, the trial of two Jews and two British soldiers accused of smuggling weapons to Palestine began in Jerusalem. The newspaper special envoy to cover the event was Alexander Sedgwick, a pro-British American who believed that the Zionists wanted a state «based upon a philosophy not unlike that of the Nazis,» as he wrote in a letter sent to the publisher of the NYT. One of several articles dedicated to the subject run “Vast Ring with Huge Resources Linked with the Jewish Agency at Smugglers´ Trial.” The American Jewish community was amazed. The same newspaper that was burying the news about the Jewish genocide in Europe deep down in the inside pages was focusing on a case of arms-smuggling in Palestine. To put this in perspective: a few months before, the Warsaw ghetto uprising had occurred, in which members of the poorly armed Jewish resistance fought for more than three weeks against Nazi troops until they were annihilated. It was an extraordinary epic –except for the Times. It took six months until the newspaper finally dedicated an editorial to this dramatic event, and when it did, it did not even mention that Jews had been involved, referring to them simply as “people.”

Similarly, in its edition of March 2, 1944, the newspaper published on page four -among thirteen other news items and within a dispatch from London on European reality- a desperate call from the Polish Jewry to the World: “In our last moment before death, the remnants of Polish Jewry appeal for help to the whole world. May this, perhaps our last voice from the abyss, reach the ears of the whole world.” On that day´s front page at the NYT one could find, along with general information about the war, a piece of news on a bureaucratic errant that American motorists had to run. The news of the imminent extermination of the last Jews of Poland deserved secondary attention for the editors of the Times. However, when Palestinian Jews campaigned in the United States for the formation of Jewish militias to fight the Nazis, and gained partial support from the House of Representatives in 1942, the NYT published an editorial criticizing the initiative and Zionism broadly, claiming that it would provoke an Arab uprising and denouncing that such an idea would cause the Allies to end up favoring a Jewish state in Palestine. This was one of only two lead editorials on Jewish affairs published by the Times throughout the entire period of World War II.

The publisher of the New York Times at that time was Arthur Hays Sulzberger, a Jew of German descent who refused to define the Jews as a people, but rather a religion. “We need no other union than Shema Yisrael,” he said. He rejected the term “American Jews” in favor of “Americans of Jewish faith.” “My job is to show all and sundry that I do not subscribe to the thesis that ‘all Jews are brothers,’” he wrote in a letter to an anti-Zionist rabbi. He helped establish the American Council for Judaism, a group of reformist Jews who publicly declared itself – in the midst of the Holocaust- opposed to “the effort to establish a Jewish National State in Palestine or elsewhere.” In a letter sent to a judge, he said he was proud to unmask “the viciousness of Zionist propaganda.” After visiting Palestine in 1937, he wrote an essay, about which his most fervent public critic, Zionist rabbi Abba Hillel Silver, commented: “It is certainly revealing of the mental torment and confusion so characteristic of this type of Jew.” In 1942, Sulzberger traveled to England where he proposed to Foreign Minister Eden and Colonial Secretary Cranborne to unite Iraq, Syria and Palestine into a single Arab state that would absorb Jewish immigration and eschew Hebrew sovereignty. He also met with Winston Churchill, with whom he wanted to discuss about Palestine but, as Sulzberger later recalled, the British Prime Minister interrupted him: “I know you are not a Zionist, but I am.”

Jewish leaders, rabbis and journalists in the United States strongly protested the behavior of Arthur Sulzberger and the Times. The New Palestine branded members of the American Council for Judaism as “internal enemies of the Jewish people”; William Cohen in The New Frontier accused Sulzberger of suffering “from the Jewish maladies of self-hate and self-effacement”; Rabbi Joseph Shubow announced from the pulpit: “We blame also The New York Times for its ignorance and impudence”; the aforementioned Rabbi Silver lamented that the Times was “the only American newspaper that has set for its mission a fight on Zionism.” Some readers canceled subscriptions. In private and public letters, Sulzberger vented out his annoyance with these complaints, equating his Zionist critics with the Nazis: “Many of the Jewish nationalists think, just as Hitler does, that there should be room for only one opinion, theirs,” and “I am opposed to Goebbels’ tactics whether or not they are confined to Nazi Germany.” One can think of many reasons why Mr. Sulzberger should not have made these analogies, but one stands out in particular: for a while, the Nazi flag flew on the facade of the building that housed the offices of the Times in Berlin. It was put there by someone to whom the newspaper leased space. But still.

In the midst of such bewilderment, mention should be made of the existence of at least one Times reporter who challenged the newspaper for its editorial policy. Ray Brock was removed as a correspondent from the Middle East under British pressure and the Times refused to send him to Yugoslavia, as he had requested, so as not to offend London. Back in the United States he gave speeches against Britain and The New York Times, which he accused of lacking objectivity and truthfulness. When he was asked to shut up, Brock replied: “eye shall continue say exactly what eye damn please.” Incredibly, he would return to work for the daily in the future.

Today, this influential newspaper is highly critical of Israel and more often than not it shows a pro-Palestinian bias, as it did a few weeks ago when it published an article by a notorious Palestinian terrorist in its opinion pages while hiding his bloody past. The sad truth is that The New York Times has been at war with the Zionist idea for a long time.

Note: All of the information cited here can be found in Laurel Leff, Buried by the Times: The Holocaust and America’s Most Important Newspaper; Thomas Kolsky, Jews Against Zionism: The American Council for Judaism, 1942-1948; And Yoram Hazony, The Jewish State: The Struggle for Israel’s Soul.

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[Versión en español]

El New York Times y el Sionismo

Por Julián Schvindlerman
The Times of Israel – 4/5/17

El modo en que el New York Times trató dos tragedias marítimas durante el período del Mandato Británico sobre Palestina podría ser una introducción esclarecedora a propósito de su posición editorial ante el sionismo, el hogar nacional judío y las penurias de los refugiados judíos europeos.

En noviembre de 1940, el buque Patria se hallaba amarrado en el puerto de Haifa con más de 1900 refugiados judíos huidos de Europa. Los británicos no permitieron su desembarco en Palestina y planeaban enviarlo a la isla Mauricio, entonces una colonia inglesa. El Hagana, la milicia oficial sionista, intentó sabotear la expulsión de los inmigrantes ilegales al poner una bomba en el barco. Un error en el cálculo de los explosivos hundió al buque y a más de 250 refugiados. El hecho dejaba mal parados a los sionistas. El Times publicó la noticia en la tapa. Quince meses más tarde, en febrero de 1942, el buque Struma se hundía en el Mar Negro con sus 768 refugiados judíos adentro; uno sólo sobrevivió. Fue la más grande tragedia civil ocurrida en altamar durante la Segunda Guerra Mundial. Debido a desperfectos técnicos, el barco se había visto forzado a desviar su trayecto de Rumania a Palestina hacia Estambul. Los británicos se negaban a aceptar la carga humana en Palestina, los turcos no la querían en su país y decidieron remolcar el buque maltrecho y dejarlo abandonado a la deriva. A las pocas horas se hundió. El hecho dejaba mal parados a los británicos. El Times dedicó apenas cuatro párrafos a la noticia de un “buque del Mar Negro” en la segunda página del diario. En contraste, el Washington Post publicó un editorial sobre el tema.

El Times no era precisamente un fanático de la causa sionista y dio amplia cobertura a aquellas noticias que la dañaban. En el verano boreal de 1943 comenzó en Jerusalem el juicio a dos judíos y dos soldados británicos acusados de haber contrabandeado armas a Palestina. El enviado especial del Times a cubrir el evento era Alexander Sedgwick, un estadounidense pro-británico que creía que los sionistas querían un estado “basado en una filosofía no diferente a la de los nazis” según escribió en una carta enviada al dueño del NYT. El título de una de las varias notas dedicadas al asunto fue “Vasto anillo con grandes recursos vinculado a la Agencia Judía en el juicio a los contrabandistas”. La comunidad judía norteamericana no podía salir de su estupor. El mismo diario que estaba enterrando las noticias sobre el genocidio judío en Europa en lo profundo de sus páginas, se estaba enfocando en un caso de contrabando de armas a Palestina. Para ponerlo en perspectiva: unos pocos meses antes había ocurrido el levantamiento del gueto de Varsovia, en el que miembros de la resistencia judía pobremente armados pelearon durante más de tres semanas contra tropas nazis hasta que fueron aniquilados. Fue una épica extraordinaria; menos para el Times. Tuvieron que pasar seis meses antes de que el diario dedicara un editorial al dramático acontecimiento, y cuando lo hizo, no mencionó siquiera que judíos habían estado involucrados, refiriéndose a ellos simplemente como “personas”.

Del mismo modo, en su edición del 2 de marzo de 1944, el diario publicó en la página cuatro -entre otras trece noticias, y escondida dentro de un envío noticioso general desde Londres sobre la realidad europea- un llamado desesperado de la judería polaca al mundo: “En nuestro último momento antes de la muerte, los remanentes de la judería polaca apelan a la ayuda al mundo entero. Que esta, quizás nuestra última voz desde el abismo, llegue a los oídos de todo el mundo”. En la portada de aquél día en el NYT se podía leer, junto a información general sobre la guerra, una noticia acerca de un trámite burocrático que los automovilistas debían hacer. La noticia sobre del exterminio inminente de los últimos judíos de Polonia merecía atención secundaria para los editores del Times. Sin embargo, cuando judíos palestinos hicieron campaña en Estados Unidos a favor de la formación de milicias judías para combatir a los nazis, y lograron el apoyo parcial de la Cámara de Representantes en 1942, el NYT publicó un editorial criticando la iniciativa y al sionismo en general, alegando que provocaría un levantamiento árabe y denunciando que tal idea haría que los aliados terminaran favoreciendo un estado judío en Palestina. Este fue uno de tan sólo dos editoriales principales publicados por el Times sobre asuntos judíos durante todo el período de la Segunda Guerra Mundial.

El dueño del New York Times en esta época era Arthur Hays Sulzberger, un judío de ascendencia alemana que rehusaba definir a los judíos como un pueblo más allá de conformar una religión. “No necesitamos otra unión más que el Shemá Israel” decía. Rechazaba el término “judíos estadounidenses” y prefería “estadounidenses de fe judía”. “Mi trabajo es mostrar cabalmente que yo no suscribo a la tesis de que ´todos los judíos son hermanos´” escribió en una carta a un rabino anti-sionista. Ayudó a establecer el Consejo Americano para el Judaísmo, un movimiento de judíos reformistas que se manifestó públicamente -en medio del Holocausto- contra “el esfuerzo de establecer un Estado Nacional Judío en Palestina o en cualquier lado”. En una misiva enviada a un juez se declaró orgulloso de “desenmascarar la malignidad de la propaganda sionista”. Tras visitar Palestina en 1937 escribió un ensayo, sobre el cual comentó su más ferviente crítico público, el rabino sionista Abba Hillel Silver: “Es de por cierto revelador del tormento y la confusión mental tan característico de este tipo de judío”. En 1942, Sulzberger viajó a Inglaterra donde propuso al Ministro de Relaciones Exteriores Eden y al Secretario Colonial Cranborne unir Irak, Siria y Palestina en un único estado árabe que absorbiera la inmigración judía y se evitara de esta forma la soberanía hebrea. Se reunió también con Winston Churchill, con quien quiso discutir sobre Palestina pero, según relató posteriormente el propio Sulzberger, el Primer Ministro británico lo interrumpió: “Sé que usted no es un sionista, pero yo lo soy”.

Líderes, rabinos y periodistas judíos en Estados Unidos protestaron enérgicamente por el comportamiento de Arthur Sulzberger y el Times. The New Palestine tachó a los integrantes del Consejo Americano para el Judaísmo de ser “enemigos internos del pueblo judío”; William Cohen en The New Frontier acusó a Sulzberger de “padecer las enfermedades judías del auto-odio y la auto-destrucción”; anunció el rabino Joseph Shubow desde el púlpito: “Culpamos también al New York Times por su ignorancia y descaro”; el ya citado rabino Silver lamentó que el Times fuera “el único diario americano que se ha puesto como misión una lucha contra el sionismo”. Algunos lectores cancelaron suscripciones. En cartas privadas y públicas, Sulzberger ventiló su fastidio con estos cuestionamientos, equiparando a sus críticos sionistas con los nazis: “muchos de los nacionalistas judíos piensan, tal como lo hace Hitler, que debiera haber lugar sólo para una opinión, la de ellos”, y “Yo me opongo a las tácticas de Goebbels así estén confinadas a no a la Alemania nazi”. Hay muchas razones por las que Sulzberger no debió hacer estas analogías, pero una en especial: por un tiempo la bandera nazi flameó en la fachada del edificio que albergaba las oficinas del Times en Berlín. La puso allí alguien a quien el diario le alquiló un espacio. Pero aun así.

En medio de tanto desconcierto, cabe citar la existencia de al menos un reportero del Times que desafió al diario por su política editorial. Ray Brock fue sacado como corresponsal en Medio Oriente bajo presiones inglesas y el Times rehusó enviarlo a Yugoslavia, como él había pedido, para no ofender a Londres. De regreso en Estados Unidos dio discursos contra Gran Bretaña y el New York Times, al que acusó de carecer de objetividad y veracidad. Cuando desde el gobierno le pidieron que se callase, Brock respondió por cable: “seguiré diciendo exactamente lo que carajo se me antoje”. Increíblemente, retornaría a trabajar al diario en el futuro.

En la actualidad, este diario influyente es muy crítico de Israel y más regularmente que no pone en evidencia su sesgo pro-palestino, como hizo unas semanas atrás al publicar una nota de opinión de un terrorista palestino encubriendo su pasado sangriento. La triste verdad es que el Times ha estado en guerra con la idea sionista por un largo tiempo.

Nota: Toda la información aquí citada puede hallarse en Laurel Leff, Buried by the Times: The Holocaust and America´s Most Important Newspaper; Thomas Kolsky, Jews Against Zionism: The American Council for Judaism, 1942-1948; y Yoram Hazony, The Jewish State: The Struggle for Israel´s Soul.

The Times of Israel, The Times of Israel - 2017

The Times of Israel

Por Julián Schvindlerman

  

First Barghouti, then Khaled – 27/04/17

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These couple of weeks has been really good for Palestinian propaganda. First, The New York Times promoted Marwan Barghouti -a famous terrorist sentenced to five life terms for murdering Israelis- in its opinion pages. Then, the Municipality of Barcelona invited legendary Palestinian terrorist Leila Khaled to lecture in the city.

The New York Times‘s decision to give Barghouti a platform and to present him as a “Palestinian leader and parliamentarian” -concealing critical information regarding his violent past and giving credence to a jailed militant´s allegations- truly marked a new low in the historically problematic relationship of the international media with Israel. That decision, however, harmonized with the Time‘s editorial psychology and its dark past. As author Laurel Leff has documented in her superb book Buried by the Times: The Holocaust and America’s Most Important Newspaper, this influential daily offered a very poor coverage of the genocide of European Jews during World War II. Presumably, the Jewish owners of the newspaper, the Och-Sulzberger families, acted in this way out of concern that the newspaper would be accused of being partial and pro-Jewish. So bad was the bias that at its centenary, in 1996, the Times had to offer an apology (a rather laconic one): “The Times has long been criticized for grossly underplaying the Holocaust while it was taking place. Clippings from the paper show that the criticism is valid”. After publicizing Barghouti in this scandalous way, the NYT saw fit to publish a clarification. Titled “An Op-Ed author omits his crimes, and the Times does too” public editor Liz Spayd posted an online explanation from opinion editor Jim Dao about the matter. Curiously enough, Mrs. Spayd herself began her note on the defensive:

“Marwan Barghouti is an unusually popular political figure among Palestinians, especially for a man behind bars. He is a charismatic leader who has written three books and for many years has commanded an outsize presence beyond the Israeli prison where he is serving time. He was given five consecutive life terms after being convicted in an Israeli criminal court of premeditated murder for his role in terrorist attacks that killed five people, along with other crimes”.

Apparently, asking for sincere apologies is not the forte of this newspaper.

The next Palestinian terrorist to receive a “like” from a liberal quarter was Leila Khaled, guest of honor of the Third Literary Fair of Barcelona, ​​to be held in mid-May. The event, also known as “Fair of ideas and radical books” is sponsored by the Municipality of Barcelona, ​​which has already posted posters showing the face of the Palestinian hero on the city´s streets. Khaled’s visit is scheduled for May 14th, coinciding with the anniversary of Israel’s Independence Day. Her reputation precedes her. She was the first woman to hijack a passenger plane, a Tel-Aviv bound TWA flight, which was diverted to Syria. She then hijacked another plane, bound to New York, and managed to throw a hand grenade inside, which did not explode. On a smaller scale than “Che” Guevara, her image of a rebel with the Palestinian kaffiyeh covering her hair while holding an AK-47 has been reproduced ad infinitum in street graffiti and posters. She was part of the ultra-violent Popular Front for the Liberation of Palestine. Of Leninist inclination, this group explained its actions in neo-Marxist and Maoist terminology. This might also explain the enthusiasm of Ada Colau, the mayor of Barcelona ​​of the extreme-left Podemos Party, in hosting her.

Khaled may have been one of the most prominent female Palestinian terrorists, but she was surely not the only one. Other fellow travellers were hijacker Amina Dahbou and Hebrew University bomber Rashida Abhedo. There were also anonymous women involved in “armed struggle”, such as the Palestinian woman suffering from cancer who recently tried to smuggle explosives from Gaza on her way to an Israeli hospital, or those Palestinian girls raped by Palestinian men during the last intifada to force them to redeem their honor in suicide attacks against Israelis. Palestinian nationalism has indeed empowered its women –with rifles and grenades, that is.

Such Western validation of Palestinian terrorists as that just granted to Marwan Barghouti and Leila Khaled throws us back to the seventies and eighties, when arch-terrorist Yasser Arafat was a prominent guest to the United Nations, the Vatican and European capitals. It is a painful déjà vu, and it will not be the last.

Infobae, Infobae - 2017

Infobae

Por Julián Schvindlerman

  

La administración Trump se pone seria – 16/04/17

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El 3 de abril un islamista uzbeko originario de Kirguistán hizo detonar una bomba en el metro de San Petersburgo, mientras Vladimir Putin se encontraba de visita en la ciudad. Catorce personas murieron y cerca de medio centenar resultaron heridas. Al día siguiente, el régimen sirio lanzó un ataque con gas sarín contra la localidad rebelde de Jan Sheijun en la provincia de Idlib, provocando la muerte a 80 personas e hiriendo a más de quinientos. ¿Hay una relación entre ambos hechos? ¿Fue ésta una repuesta de Moscú a la osadía islamista de atacar en suelo ruso? Washington ha echado el ojo al posible nexo. “¿Cómo es posible”, preguntaba retóricamente un funcionario de la Casa Blanca sobre Rusia, “que sus fuerzas estuvieran acuarteladas junto con las fuerzas sirias que planearon, prepararon y realizaron este ataque con armas químicas en la misma instalación, y no tuvieran conocimiento previo?”.

Es probable que Putin haya pedido a su protegido Bashar al-Assad que elevase el factor atrocidad en una acción punitiva aleccionadora. Desde el ingreso de Rusia a la guerra en Siria, Moscú ha marcado a los grupos rebeldes moderados -no al radical Estado Islámico- como el principal objetivo de su campaña militar. Desde el primer día el propósito de Putin fue dejar a la familia de las naciones ante la disyuntiva de elegir entre Assad y el Estado Islámico, y eliminar a los rebeldes moderados que pueden desafiar políticamente al clan Assad en un escenario de sucesión en la posguerra. Si Putin efectivamente dio la instrucción de emplear armamento no convencional en el país árabe, eso inevitablemente forzaría un viraje de timón en la capitanía de Donald Trump.

Y así fue. Abruptamente, la Casa Blanca abandonó las palabras bonitas que venía pronunciado sobre el líder neo-soviet y ordenó el lanzamiento de 59 misiles Tomahawk (a un costo de 800.000 dólares cada uno) contra la base aérea desde la que despegó el avión que arrojó el gas letal sobre Jan Sheijun. Eso alarmó a los sirios, a los iraníes y especialmente a los rusos. “Es evidente que las relaciones ruso-norteamericanas están pasando por su momento más difícil desde el final de la guerra fría” dijo el canciller ruso Sergei Lavrov. “Ahora no estamos teniendo una buena relación con Rusia para nada”, admitió por su parte el presidente Trump.

Al fin, tras varios desaciertos iniciales, ha comenzado con seriedad el gobierno de Donald Trump. “Hasta hace poco”, observó el comentarista Daniel Henninger, “la ´presidencia de Trump´ se trataba de una sola cosa: Donald Trump. Ha sido Trump 24/7. El Sr. Trump era dueño de la presidencia de la forma en que el Sr. Trump posee una torre en la Quinta Avenida. Para bien o para mal, la presidencia de Trump era todo acerca de él”. Sus últimas decisiones han mostrado, por el contrario, mayor delegaciones de funciones y mayor profesionalismo, con las figuras de los militares McMaster y Mattis entrando al primer plano. Desde el envío de un portaaviones en dirección a Corea del Norte hasta el lanzamiento de la más potente bomba de su arsenal convencional contra el entramado de túneles de los islamistas en Afganistán, pasando por su reciente bombardeo en Siria, la presidencia Trump logró diferenciarse del peligroso precedente de inacción de Barack Obama, dio un mensaje a Damasco, Moscú y Teherán de que para esta administración las líneas rojas cuentan y reforzó la proyección de poder de EEUU a escala global.

Las frivolidades no han desaparecido del todo, desde ya. “Estaba sentado en la mesa, habíamos terminado de cenar y en ese momento estábamos tomando el postre, el más bonito trozo de pastel de chocolate que hayas visto jamás” relató Trump a Fox Business al describir el momento en que dio luz verde a esa operación militar en Siria, en compañía del presidente chino Xi Jinping desde Mar-a-Lago, Florida. Ni tampoco las desprolijidades se han disipado. “Ni siquiera alguien tan despreciable como Hitler cayó tan bajo como para emplear armas químicas” declaró insensatamente el vocero Sean Spicer al justificar la respuesta del gobierno a la agresión de Assad. Estas aseveraciones transmiten cero solemnidad y cero seriedad a propósito de una decisión de guerra. Esos 59 Tomahawk lo hicieron en su lugar.

Así es que habrá que aprender a convivir con una Casa Blanca que podría generar políticas racionales y comunicaciones ridículas en simultáneo. Aunque muchos hagan un gran alboroto por lo segundo, seguirá siendo lo primero lo que verdaderamente cuente estratégicamente.