La guerra mediática hace tiempo que Israel la viene perdiendo. Si bien por razones tanto políticas como morales el esclarecimiento sigue siendo vital, el desafío ha sido desde siempre gigantesco en un mundo habitado por un solo estado judío entre otros doscientos y por un pueblo de trece millones de almas entre más de seis mil millones, en el que las comunidades periodísticas, artísticas e intelectuales -es decir, los referentes culturales por excelencia- en cualquier región del globo, son mayormente hostiles a Israel.
Lo genuinamente inquietante en este caso es que Israel parece estar perdiendo esta guerra también en el plano militar y en el diplomático. Tradicionalmente, Israel sobresalía en el campo de la batalla y fracasaba en la arena diplomática, cuando la familia de las naciones -corta de memoria y de dignidad- olvidaba la agresión original contra el estado judío y prestamente intervenía para contener la efectiva defensa israelí. Este patrón aún se mantiene, y los llamamientos internacionales a un cese de fuego -gestados no con la operación guerrillero/terrorista del Hizbollah sino a partir de la respuesta militar israelí- lo demuestran.
Esto no comenzó así. En un principio, la reacción israelí recibió un atípico (si bien tibio) apoyo internacional. Sí, se oyeron las voces de condena de los rincones usuales -Kofi Annán, Human Rights Watch, Hugo Chávez, Clarín, Zapatero, Quebracho- pero a través de diversas declaraciones y resoluciones, la familia de las naciones parecía estar concediéndole a Israel el derecho a la autodefensa en tanto responsabilizaba al Hizbollah por la generación de esta crisis. El artífice crítico de esta movida pro-israelí (o mejor dicho, el creador del escudo contenedor de la ola anti-israelí) fue el gobierno de los Estados Unidos, cuya determinación frustró la adopción de resoluciones de condena contra Israel en el Consejo de Seguridad de la ONU, en la reunión del G-8 en San Petersburgo, en los encuentros de Bruselas y otros lados, quién enfatizó repetidamente que un cese de fuego prematuro simplemente no era una opción diplomática aceptable, y quién incluso proveyó de bombas anti-bunker a Tzahal.
El supuesto de Washington era que el ejército israelí ganaría rápidamente esta batalla. La administración republicana comprendió correctamente que la guerra actual no era solamente un problema fronterizo entre El Líbano e Israel, sino una ofensiva regional iraní en primer grado y un avance islamista contra Occidente en segundo. El presidente Bush enmarcó esta crisis en la más amplia “guerra contra el terror” y, decidido a permitirle al estado judío quebrar al agente terrorista de Irán en Beirut, creó el encuadre diplomático oportuno para que el ejército israelí hiciera su trabajo. Pero el ejército israelí no hizo lo suyo, o al menos no lo hizo en el tiempo que el mundo consideró adecuado, y finalmente la Casa Blanca cedió a las presiones y protestas mundiales.
Las fallas de la inteligencia israelí en no advertir el rearme de la agrupación chiíta y la nula iniciativa de la cancillería en despertar atención mundial al respecto, en un plazo de seis años, son serios fracasos domésticos. Pero la ausencia de logros militares destacables en lo que va de la guerra no es un asunto meramente interno, pues los resultados del accionar israelí tienen repercusiones más allá de las fronteras libanesas. Hasta la fecha, Israel no ha logrado capturar o matar a Hasan Nasrallah ni a ningún otro líder de envergadura, no ha dañado de manera significativa la capacidad bélica del Hizbullah, no ha ganado territorio enemigo crítico, ni ha impedido que el “Partido de Ds” siga lanzando misiles contra poblados y ciudades israelíes. Durante las primeras dos semanas de la guerra, Hizbollah lanzó, en promedio, cien misiles diarios. Esta última semana llegó a lanzar ciento cincuenta cierto día, y recientemente lanzó doscientos misiles en un solo día. La agrupación islamista está dando un mensaje claro a los israelíes y al mundo entero, y éste parece ser recibido desde Washington hasta Bruselas. Como señalara el analista político estadounidense Bret Stephens, al principio, el gobierno israelí declaró que necesitaba dos semanas para realizar su tarea; hoy sigue diciendo lo mismo. Al principio, el ejército declaró haber destruido el 50% de la capacidad militar del Hizbollah; esta semana dijo que destruyó el 25%. Al principio, el premier Ehud Olmert anunció que el objetivo de la campaña militar era rescatar a los soldados secuestrados y desarmar al Hizbollah; hasta hoy no hay noticias acerca de los soldados secuestrados y parece que Israel deberá contentarse con apartar, sin certezas de desarme completo, al movimiento chiíta de la zona sur de El Líbano, y aceptar fuerzas de paz multinacionales en su frontera norte.
Aclaremos que al hablar de derrota israelí, no nos referimos a que Hizbollah vaya a izar su bandera sobre Tel-Aviv. Esto ciertamente no sucederá. Los términos del eventual fracaso israelí están siendo aquí evaluados en función al daño -terminal o efímero- que al final del camino el ejército inflinga a la agrupación terrorista islamista. En este sentido, y a pesar de los traspiés, es fundamental no caer presas del derrotismo. Si Hizbollah demostró ser un combatiente más feroz de lo anticipado, ello no debería desarticular la razón de la campaña, sino reforzarla. Ni ningún accidente de guerra, como desafortunada e inevitablemente ocurren en todas las guerras, debería precipitar decisiones estratégicas erradas en Jerusalén, ni a llevarnos a los judíos de la diáspora a cuestionar la legitimidad de la defensa israelí en una contienda que -no lo olvidemos- Israel no inició y que hubiera deseado no tener que pelear jamás.
Este drama acarrea consigo el germen de la posibilidad: la de deshacer al Hizbollah como un agente perturbador de relevancia y la de aleccionar a Teherán. Pero de manera más crucial aún, esta guerra ha dado la chance a Israel de recomponer su capacidad de disuasión militar ante el mundo árabe y de reafirmar su valor estratégico como aliado de Washington. Esperemos que los líderes israelíes sepan y puedan transformar esta dura crisis en una bien aprovechada oportunidad.