En el marco de las concesiones obligadas de la vida en pareja, resignadamente fui a ver la segunda entrega (encima eso) de Sex and the City. Nunca fui un fanático de la serie y la película original (efectivamente, reincidía) si bien entretenida, no me pareció grandiosa. Que tanto la crítica conservadora como la progresista no la hubieran tratado con cariño era un mal augurio. Escribiendo en The Wall Street Journal, Joe Morgenstern afirmó que Esta lúgubre comedia provoca un colapso de las expectativas…Es casi una aventura avant-garde en falta de objetivos». Desde las páginas del New York Times, A. O. Scott describió su aburrimiento de esta forma: «Su reloj le dirá que poco menos de dos horas y media han pasado, pero Ud. estará shockeado de cuanto más viejo se sentirá cuando toda la cosa haya terminado». Así es que al sentarme en la butaca del cine, frente a una pantalla que me expondría a un largo sermón feminista repleto de zapatos Jimmy Choo, joyas de Tiffany y carteras Hermés, respiré hondo y me preparé para lo peor.
Vaya sorpresa la mía, entonces, al toparme con un film artísticamente aceptable y políticamente osado. Ver al cuarteto de mujeres a esta altura icónicas adentrarse en los secretos más oscuros del Medio Oriente y exponerlos con franqueza, no exenta de ironía y plena de naturalidad, fue una experiencia refrescante. La película muestra inequívocamente que detrás de todo el esplendor modernista de Abu Dhabi -con sus rascacielos espejados alucinantes, su excentricidades tecnológicas apabullantes y hasta con sus planificadas ambiciosas réplicas del Guggenheim y del Louvre sobre sus arenas- cultura lmente, el emirato aún reside en el más escandaloso de los atrasos. Para una película centrada en los deseos, sueños, fobias y neurosis de la mujer occidental, resultó revelador el contraste cultura l con la mujer oriental plasmado en el atrevido guión. No es un film de denuncia, claro está. Pero considerando que el más elemental criterio marketinero pudo haberlo empujado a evitar los temas incómodos abordados, debe aplaudirse la mención a los mismos.
Sex and the City 2 es políticamente incorrecta al transgredir una norma no escrita pero universalmente respetada del progresismo contemporáneo: abstenerse de criticar a las sociedades musulmanas. Y lo hace con humor. Charlotte se registra en el hotel con su apellido de soltera (cristiano) en vez del apellido de casada (judío). Cuando una de sus amigas le dice que no debe preocuparse pues este es el «Nuevo Medio Oriente», ella responde, tajante: «Es el Medio Oriente». Al ver en un restaurante a una mujer musulmana vestida con el niqab, Carrie se pregunta como degustará la comida. Acto seguido vemos a la mujer desplazar parte del velo que cubre su cara con una mano, mientras con la otra lleva una papa frita a su boca. «Realmente deben gustarle» acota Carrie. Cuando ven bailando sensualmente a odaliscas en un club nocturno con sus bellos cuerpos semidesnudos ante la mirada de hombres árabes, notan la hipocresía machista imperante. Luego de ser arrestada Samantha por besarse en público con un hombre occidental y verse las cuatro amigas echadas del emirato por haber ofendido los estrictos códigos sexuales árabes, el director nos llevará de regreso a Nueva York donde nos mostrará a Samantha teniendo sexo sobre la capota de un auto, fuegos artificiales en el cielo y una voz femenina en off que dice que, finalmente, ella pudo hacer el amor a su gusto «en la tierra de la libertad». No es llamativo que Abu Dhabi negara el permiso de filmación.
Una buena parte del film transcurre en una zona del globo en la cual dos meses atrás medio centenar de escolares afganas sufrieron un ataque talibán con gas venenoso por asistir a la escuela; en la cual en el 2002 quince alumnas sauditas murieron calcinadas porque los guardianes de la moral no las dejaron huir de un edificio en llamas, ni a los bomberos rescatarlas, porque no tenían puesto sobre sus cuerpos el niqab; en la cual, el mismo año, una joven pakistaní de dieciocho años fue condenada por un consejo tribal a ser violada por cuatro hombres mayores dado que su hermano menor había ido a caminar con una niña de una clase social superior; en la cual en el 2003 sólo la intervención mundial evitó que una mujer nigeriana fuese condenada a muerte por lapidación por cometer una infidelidad; en la cual las mujeres sudanesas del sur por años vienen siendo esclavizadas y sometidas; y en la cual el asesinato por honor y la mutilación genital femenina son fenómenos sociales masivamente tolerados.
Sarah Jessica Parker no es Ayaan Hirsi Alí, ni Sex and the City 2 es Fitna. Ergo, el film resultará moderado en el espectro de atrocidades denunciadas. Pero al celebrar la liberación sexual femenina de Occidente a la par de alertar sobre la represión sexual de la mujer en el Oriente musulmán, esta película ha hecho al menos algo, y ese algo es mucho más que lo que otras producciones de Hollywood -e incluso varios renombrados intelectuales y encumbrados periodistas- pueden reivindicar.