Finalmente, lo inimaginable ocurrió: un transfer en Eretz Israel. Sólo que no se trató del famoso y polémico transfer largamente discutido y hasta vituperado, esa noción ultranacionalista históricamente reprimida de expulsar a los palestinos de las zonas disputadas y retener así los territorios sin la amenaza demográfica. No. Este fue un transfer invertido, por así decir: consistió en la expulsión de los judíos de dichas áreas hacia “dentro” de Israel. Según algunos colonos se trató de un crimen racial, de una limpieza étnica -desprovista de la sangría que suele acompañarlas, pero limpieza al fin- de un desplazamiento forzado de civiles de religión judía con el único propósito de favorecer el establecimiento de un estado judenrein, libre de judíos, tal como los palestinos desean y reclaman. Algunos de ellos planeaban presentar una demanda contra Ariel Sharon ante la Corte Internacional de Justicia y la Corte Criminal Internacional. “Un judío no expulsa a otro judío” es su lema.
Las escenas eran desgarradoras. La del soldado y el colono ortodoxo llorando juntos, abrazados. La del niño que, sacado de su casa en brazos de un soldado, lo besa en la mejilla, y su madre le reprocha su ternura hacia el agresor. La de la joven soldada que va a presentar la orden de desalojo y es recibida por niños que a lágrima viva le imploran que se vaya, y entonces es ella la que a partir de allí ya no puede parar de llorar. La de la cadena humana formada por jóvenes colonos tirados sobre el suelo, brazos entrelazados, tzizit y kipot también, mientras soldados y policías intentan separarlos. Las quemas de basura y neumáticos, los insultos y las amenazas, las agresiones con huevos y pintura, el atrincheramiento en el techo de una sinagoga, la mujer que se prende fuego, los que amenazan con suicidarse, el terrorista que mata a trabajadores palestinos. Dudo que la sociedad israelí estuviera preparada para todo esto, y me pregunto cuanto tardará en cicatrizar la herida inflingida en el inconsciente colectivo por este drama nacional.
Para los colonos religiosos la hecatombe es por lo menos triplemente dolorosa. Junto con el trauma relacionado a la expulsión y la necesidad impuesta de rearmar sus vidas en otra parte, y junto con la blasfemia gubernamental de abandonar Tierra Prometida, está la traición de un Estado que los ensalzó originariamente como valientes pioneros de una gran gesta nacional y que ahora los ha transformado en parias de un proyecto fallido, algo que tan solo reafirma esta célebre frase de un mentado ideólogo de la colonización: “Hemos logrado afincarnos en los territorios, más no hemos logrado asentarnos en los corazones de los israelíes”. Este sentimiento de abandono y traición fue acentuado a su vez por la ausencia de un referéndum nacional o nuevas elecciones que permitieran una expresión popular a propósito de tan delicada y controvertida medida que efectivamente es el programa de desconexión. La aprobación de dicho programa por parte del gabinete y el parlamento no alcanzan para dotar de la legitimidad necesaria que las elecciones o referéndum nacionales le hubieran dado, puesto que Sharon subió al poder sobre una base política completamente opuesta a su accionar actual.
Una caricatura reciente en el Jerusalem Post ilustraba perfectamente la contradicción ideológica que encierra la figura de este nuevo Ariel Sharon. El va circulando en su auto de primer ministro mostrando dos cintas, una de color azul, la otra naranja. Sorprendido, un transeúnte le pregunta al respecto, a lo que Sharon responde: la azul es por Gaza y la naranja por Cisjordania. Si el abandono de la Franja de Gaza ha sido el precio a pagar para retener la mayor parte de Judea y Samaria, el equivalente a una amputación física para salvar el resto del cuerpo, entonces el legado de Sharon será indudablemente por siempre debatido pero posiblemente a largo plazo generalmente aceptado. Pero, si la retirada unilateral de Gaza no ha sido más que un presagio de futuras concesiones territoriales masivas, de nuevas rondas de inútiles negociaciones, de reapertura de diálogos interminables sobre cuestiones inclaudicables, entonces la iniciativa de Sharon quedará condenada a ser recordada como otro grave error de la historia política israelí. Públicamente, Sharon ha afirmado que no cederá toda Cisjordania. El problema es que en el pasado había dicho que Gaza sería israelí por siempre.
El programa de desconexión fue concebido como una medida unilateral, ente otras razones, debido a la ausencia de un interlocutor palestino pacífico. La muerte de Yasser Arafat y el ascenso de Mahmmud Abbas no cambian eso. Reactivar la Hoja de Ruta, reavivar la falsa aureola de Oslo, re-escenificar la ilusión del progreso diplomático, todo eso sería un error garrafal. Ahora el nombre del juego es la unilateralidad. ¿Debería continuar la desconexión en Cisjordania? Desafortunadamente sí. La espada de Damocles demográfica que motivó el abandono de Gaza pesa también sobre Judea y Samaria. ¿Debería haber un repliegue total, tal como en Gaza? Definitivamente no. Aquí habitan no ya 8000 colonos sino alrededor de 225.000 en una zona de considerable valor estratégico e indiscutida importancia histórica. Si para evacuar a 8000 colonos se ha debido movilizar a 40.000 agentes de seguridad, de mantenerse las proporciones se requeriría más de un millón de tropas para evacuar a los colonos de la Ribera Occidental. Y esto solamente en el plano logístico. El vínculo emocional judío con Judea y Samaria es mucho mayor que el existente con Gaza e indescriptible sería el trauma asociado a una evacuación forzada. La esencia de la historia judía descansa en Judea y Samaria. Además, geográficamente este territorio tiene relevancia defensiva muy superior, comparativamente, a la Franja de Gaza.
¿Entonces, que hacer? Israel debería definir sus fronteras finales según sus propios criterios de seguridad, demografía e historia, delinear que porciones de Judea y Samaria ansía retener y afirmarse en esa posición. ¿Que esto no será satisfactorio para Ahmed Qurei, Kofi Annán, Javier Solana y hasta quizás para Condoleeza Rice? Pequeño precio a pagar en imagen internacional a cambio de la viabilidad nacional.