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Comunidades, Comunidades - 2006

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

El cuarteto islamista del terror – 27/07/06

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Sin proponérselo, Hamas y Hizbollah han validado las aprehensiones de los israelíes y sus seguidores en la diáspora escépticos de la fórmula “tierras por paz”. Al atacar al estado judío desde zonas no ocupadas en el norte y en el sur, estas agrupaciones terroristas han arruinado definitivamente la ilusión de que la paz regional fuera asequible mediante la concesión territorial. Los israelíes se habían retirado unilateralmente de la totalidad de la Franja de Gaza y de la zona de seguridad del sur libanés privando así de la excusa retórica de la “ocupación” a la “resistencia islamista”. No obstante, los misiles (“artesanales” según la graciosa adjetivación del diario Clarín) y las matanzas y los secuestros de soldados y civiles israelíes persistieron. ¿Por qué?

La causa esencial yace en el rechazo -persistente y contundente- del Islam radical y el panarabismo a la existencia soberana judía en la tierra de Israel, o en lo que ellos llaman la “Palestina histórica”, que en realidad equivale a decir en cualquier parte del Medio Oriente que es exclusivamente árabe/musulmán. La causa coyuntural se apoya en el interés estratégico regional iraní. Este país está determinado a convertirse en una potencia nuclear y hará lo que sea necesario para lograrlo. Las bandas asesinas islamistas libanesas y palestinas son funcionales a una política iraní decidida a dominar el Medio Oriente como preludio a la hegemonía mundial. Esto que puede sonar fantástico a oídos occidentales es no obstante tomado muy en serio por los ayatollahs de Teherán, lugar en el que la política belicosa y la teología fundamentalista convergen. En todo caso, ello es comprendido por varios actores mesoorientales y explica la razón por la que voces de condena al ataque anti-israelí del Hizbollah se oyeron en Ryhad, El Cairo y Ammán.

Tanta atención mundial acerca de si Estados Unidos o Israel atacarían a Irán, y finalmente esta nación golpeó primero. Lo hizo de manera indirecta y contenida, activando a sus lacayos en Gaza y Beirut y eligiendo como objetivo, cuando no, al estado judío. Pero el mensaje fue dirigido a la comunidad internacional: no se entrometan con nuestro programa nuclear o incendiaremos la región. No olvidemos el timing: Irán repudió la oferta del grupo 5+1 (los miembros del  consejo de seguridad de la ONU más Alemania) sobre el affair nuclear al día siguiente de que la cúpula de Hamas en Damasco admitiera autoría del secuestro del soldado Gilad Shalit y un día antes del secuestro efectuado por Hizbollah. Tal como señaló un editorial del Wall Street Journal, “Irán está testeando al mundo en este momento. Y si es que habrá alguna esperanza de una solución diplomática a su programa nuclear, los mullahs deben ver que su opción militar no será tolerada”.      

Para ello se le debe permitir a Israel -la nación atacada y en la línea frontal de la batalla islamista imperial- defenderse. Imponer un cese de fuego prematuro (o “inmediato” según reclamara el secretario-general de la ONU) sería contraproducente en las circunstancias presentes. Equivaldría a arrojarle un salvavidas político a un movimiento terrorista cuya contención es imperativa para la tranquilidad regional. Significaría dejar activa una carta de agresión en la manga del expansionismo iraní. Y por sobre todo, ello prácticamente garantizaría nuevos ataques una vez que el grupo islamista se recompusiera organizacionalmente y se rearmara militarmente. Nadie espera que el mundo libre envíe tropas para la defensa de Israel frente a esta agresión foránea, pero sí es dable esperar de una familia de las naciones que por décadas presionó al estado judío a que asumiera “riesgos por la paz” que al menos no obstaculice su legítima autodefensa cuando tales riesgos teóricos se materializan en amenazas prácticas. Particularmente, las protestas de “desproporcionalidad” en el uso de la fuerza israelí lucen desubicadas, en el mejor de los casos, y viles, en el peor, dado que darían la impresión de encubrir una condena no a la manera en que Israel se defiende, sino al derecho mismo a la defensa.

Tiene razón el analista norteamericano Robert Satloff al indicar que el cuarteto islamista del terror -integrado por dos estados (Irán y Siria), un semi-estado (la Autoridad Palestina liderada por Hamas) y un estado dentro de un estado (Hizbollah)- podría lograr lo que Yasser Arafat fracasó en hacer con dos intifadas: regionalizar el conflicto palestino-israelí y alterar de manera radical el balance estratégico. Este cuarteto reúne a extremistas sunitas y chiítas con seculares baathistas en una conspiración de agresión islámica anti-occidental en la que Israel es la primera, más cercana, y más directa línea de ataque, pero de ninguna forma la única o la última. Los islamistas se han envalentonado a partir de una sucesión histórica de hechos que ellos ven con óptica triunfalista. La expulsión de los estadounidenses y franceses de El Líbano en 1984, de los soviéticos de Afganistán en 1989, de los israelíes de El Líbano en el 2000, de los españoles de Irak en el 2004, y de los israelíes una vez más, esta vez de Gaza en el 2005, ha consolidado en círculos islamistas una imagen de un Occidente débil y dominable.

Esta impresión ha de ser corregida si el mundo libre aspira a derrotar alguna vez al Islam fundamentalista y a su ideología autoritaria y beligerante. Ni la concesión territorial, ni el repliegue de tropas a destiempo, ni ceses de fuego forzados, ni el aislamiento de una democracia bajo fuego apaciguarán jamás a este enemigo decidido. Israel hoy está batallando en sus fronteras no solamente por su propia seguridad, sino por la de todas las naciones amantes de la paz. Los fanáticos musulmanes lo comprenden, es lamentable que muchos en Occidente aún no.

Publicado originalmente en Libertad Digital

Libertad Digital, Libertad Digital - 2006

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Por Julián Schvindlerman

  

El cuarteto Islamista del terror – 26/07/06

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Sin proponérselo, Hamas y Hezbolá han validado las aprehensiones de los israelíes y sus seguidores en la diáspora escépticos de la fórmula «paz por territorios». Al atacar al estado judío desde zonas no ocupadas en el norte y en el sur, estas agrupaciones terroristas han arruinado definitivamente la ilusión de que la paz regional fuera asequible mediante la concesión territorial. Los israelíes se habían retirado unilateralmente de la totalidad de la Franja de Gaza y de la zona de seguridad del sur libanés privando así de la excusa retórica de la «ocupación» a la «resistencia islamista». No obstante, los misiles («artesanales» según la graciosa adjetivación del diario argentino Clarín) y las matanzas y los secuestros de soldados y civiles israelíes persistieron. ¿Por qué?

La causa esencial yace en el rechazo –persistente y contundente– del Islam radical y el panarabismo a la existencia soberana judía en la tierra de Israel, o en lo que ellos llaman la «Palestina histórica», que en realidad equivale a decir en cualquier parte del Medio Oriente que es exclusivamente árabe/musulmán. La causa coyuntural se apoya en el interés estratégico regional iraní. Este país está determinado a convertirse en una potencia nuclear y hará lo que sea necesario para lograrlo. Las bandas asesinas islamistas libanesas y palestinas son funcionales a una política iraní decidida a dominar el Medio Oriente como preludio a la hegemonía mundial. Esto que puede sonar fantástico a oídos occidentales es, no obstante, tomado muy en serio por los ayatolás de Teherán, lugar en el que la política belicosa y la teología fundamentalista convergen. En todo caso, ello es comprendido por varios actores mesorientales y explica la razón por la que voces de condena al ataque antiisraelí del Hezbolá se oyeron en Ryhad, El Cairo y Ammán.

Tanta atención mundial centrada en la posibilidad de que Estados Unidos o Israel atacaran a Irán, y finalmente esta nación golpeó primero. Lo hizo de manera indirecta y contenida, activando a sus lacayos en Gaza y Beirut y eligiendo como objetivo, cuando no, al estado judío. Pero el mensaje estaba dirigido a la comunidad internacional: no se entrometan con nuestro programa nuclear o incendiaremos la región. No olvidemos el timing: Irán repudió la oferta del grupo 5+1 (los miembros del consejo de seguridad de la ONU más Alemania) sobre el affaire nuclear al día siguiente de que la cúpula de Hamas en Damasco admitiera la autoría del secuestro del soldado Gilad Shalit y un día antes del secuestro efectuado por Hizbollah. Tal como señaló un editorial del Wall Street Journal, «Irán está poniendo a prueba al mundo en este momento. Y si se quiere mantener alguna esperanza en una solución diplomática a su programa nuclear, los mulás deben ver que su opción militar no será tolerada».

Para ello se le debe permitir a Israel –la nación atacada y en primera línea de la batalla islamista imperial– defenderse. Imponer un cese de fuego prematuro (o «inmediato» según reclamara el secretario general de la ONU) sería contraproducente en las circunstancias presentes. Equivaldría a arrojarle un salvavidas político a un movimiento terrorista cuya contención es imperativa para la tranquilidad regional. Significaría dejar activa una carta de agresión en la manga del expansionismo iraní. Y, sobre todo, prácticamente garantizaría nuevos ataques una vez que el grupo islamista recompusiera su organización y se rearmara militarmente. Nadie espera que el mundo libre envíe tropas para la defensa de Israel frente a esta agresión foránea, pero sí cabe esperar de la familia de las naciones que por décadas presionó al estado judío a que asumiera «riesgos por la paz» que al menos no obstaculice su legítima autodefensa cuando tales riesgos teóricos se materializan en amenazas prácticas. Particularmente, las protestas de «desproporcionalidad» en el uso de la fuerza israelí lucen desubicadas, en el mejor de los casos, y viles, en el peor, dado que darían la impresión de encubrir una condena no a la manera en que Israel se defiende, sino al derecho mismo a la defensa.

Tiene razón el analista norteamericano Robert Satloff al indicar que el cuarteto islamista del terror –integrado por dos estados (Irán y Siria), un semi-estado (la Autoridad Palestina liderada por Hamas) y un estado dentro de un estado (Hezbolá)– podría lograr lo que Yasser Arafat no logró con dos intifadas: regionalizar el conflicto palestino-israelí y alterar de manera radical el balance estratégico. Este cuarteto reúne a extremistas sunitas y chiítas con seculares baasistas en una conspiración de agresión islámica anti-occidental en la que Israel es la primera, más cercana, y más directa línea de ataque, pero de ninguna forma la única o la última. Los islamistas se han envalentonado a partir de una sucesión histórica de hechos que ellos ven con óptica triunfalista. La expulsión de los estadounidenses y franceses del Líbano en 1984, de los soviéticos de Afganistán en 1989, de los israelíes del Líbano en el 2000, de los españoles de Irak en el 2004, y de los israelíes una vez más, esta vez de Gaza en el 2005, ha consolidado en círculos islamistas una imagen de un Occidente débil y dominable.
Esta impresión ha de ser corregida si el mundo libre aspira a derrotar alguna vez al Islam fundamentalista y a su ideología autoritaria y beligerante. Ni la concesión territorial, ni el repliegue de tropas a destiempo, ni ceses de fuego forzados, ni el aislamiento de una democracia bajo fuego apaciguarán jamás a este enemigo decidido. Israel hoy está batallando en sus fronteras no solamente por su propia seguridad, sino por la de todas las naciones amantes de la paz. Los fanáticos musulmanes lo comprenden. Es lamentable que muchos en Occidente aún no.

Comunidades, Comunidades - 2006

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

El atentado a la AMIA y la sociedad Argentina – 12/07/06

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Uno de los ejes de análisis relativos al atentado del 18 de julio de 1994 -cuyo aniversario número 12 está próximo- gira en torno a la percepción social del mismo: ¿fue dicho ataque atroz perpetrado contra la comunidad judía puntualmente o contra toda la sociedad argentina?

Varios factores sustentarían la impresión de una afronta violentísima particularmente dirigida contra la judería local. La elección del objetivo es indicativo de ello: se atentó contra un símbolo de la vida judía en la Argentina; no contra algo más representativo de la argentinidad como podría serlo el Obelisco, la Catedral o el Monumento a la Bandera. Hasta el día de la fecha, son solamente las instituciones judías -sean éstas educativas, sociales, culturales o deportivas- las que se hallan protegidas por cantones de cemento y guardias de seguridad. De haber existido la impresión de un país, y no sólo de una comunidad, vulnerable al terrorismo, entonces todas las escuelas, clubes, museos, etc, de la nación estarían bajo similar protección. Esto simplemente no sucede. Asimismo, el hecho de que haya acontecido a pocos años de la voladura de la embajada israelí en Buenos Aires pudo haber reafirmado la noción vinculante entre uno y otro evento, tal como probablemente haya incidido en la conformación de dicha impresión la participación de tropas de rescate israelíes en suelo patrio. De haberse tratado de un atentado contra la Argentina ¿por qué habría exclusivamente Israel, de todos los países posibles, de enviar socorristas? Que el inconsciente colectivo percibió el atentado contra la AMIA como un incidente primordialmente anti-judío más que anti-argentino quedó plasmado en una polémica observación de un periodista desprevenido que afirmó que habían muerto “víctimas” (léase judíos de la AMIA) e “inocentes” (es decir, argentinos no judíos que pasaban por allí).

Esta imagen de un atentado de especificidad anti-judía tuvo eco global. Quien haya seguido la prensa judía mundial de aquél entonces, posiblemente estará familiarizado con una frase muy repetida que aludía al atentado de 1994 como el peor ataque terrorista contra el pueblo judío fuera de Israel desde el Holocausto. En conjunto, estos desarrollos, y posiblemente otros varios más, podrían explicar que el atentado cuyo nuevo aniversario estamos próximos a conmemorar fuera percibido por al menos gran parte de la sociedad argentina como un ataque contra la comunidad judía, fundamentalmente.

Al mismo tiempo, debe reconocerse que la nación Argentina fue deliberadamente seleccionada como objetivo, también. El horrible incidente ocurrió aquí; no en Bélgica o en Perú, y no fue resultado del azar sino de una planificada decisión foránea. Fue el peor atentado terrorista en la historia patria y, dejando de lado el hecho de que la sangre de las víctimas -judías y no judías- se mezcló indiscriminadamente, el trágico acontecimiento implicó un acto de agresión externa donde la soberanía nacional fue violada y ciudadanos argentinos atacados y asesinados por actores extranjeros (con traidora asistencia local). En suma, todos los argentinos fuimos golpeados.

Inicialmente, el shock y el espanto se apoderaron de la sociedad. Le siguieron la consternación popular y la atención periodística, las demandas de justicia, las exigencias de castigo a los culpables, y, con el tiempo, la indignación por el devenir de una causa judicial errática, compleja, y demasiado turbia. Gradualmente, la gesta recordatoria fue recayendo  casi exclusivamente sobre los hombros de la comunidad judía que, con valioso apoyo de la intelectualidad gentil, continúa cada 18 de julio llorando a los muertos, repudiando el atentado y reclamando justicia. Por su parte, excesivas internas comunitarias han socavado la constitución de un frente unido en el reclamo y firme en el seguimiento, y hasta el día de hoy la comunidad judía no ha sabido o podido resolver sus perniciosas diferencias.

Hasta aquí el pasado, ¿pero que hay del presente, del futuro? ¿Se han aprendido las lecciones de aquél atentado? ¿Se comprende la magnitud de la amenaza terrorista contemporánea? Me temo que no. Son pocos los que advierten que el mismo fundamentalismo islámico que azotó dos veces nuestras costas es el mismo que desde entonces y con escalofriante regularidad ha dejado sus huellas de odio en Nueva York, Madrid, Londres, Tel-Aviv, Chechenia, Bagdad, Ammán, Estambul y otras partes. ¿Se aprecia la resignificación de estos atentados frente a un escenario internacional con un Irán nuclear? ¿Se entiende que la conmemoración sin concientización deviene en mecanización? ¿Qué junto con el imperativo ético de honrar la memoria de los caídos tenemos un obligación práctica y moral de prevenir una repetición de análogas tragedias a futuro? Estas preguntas deben se formuladas, y, por sobre todo, y por el bien de todos nosotros, espero que en un futuro cercano, satisfactoriamente abordadas.

Agenda Internacional

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Por Julián Schvindlerman

  

El posicionamiento políticamente correcto del occidente frente al Islam – Julio-Septiembre 2006

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Desde comienzos del tercer milenio especialmente, y cada vez con mayor frecuencia, el fundamentalismo islámico ha dejado sus huellas de terror en numerosos puntos del globo (incluyendo a la República Argentina aún con anterioridad, con los atentados en los años noventa). Los atentados feroces del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos fueron sucedidos por ataques contra inocentes pasajeros en los trenes de Madrid y Bombay, en los subterráneos de Londres, en los  autobuses de Israel, contra oficiales en la sede de la ONU, civiles y soldados en Irak, contra nacionales y extranjeros en Pakistán, contra sinagogas en Túnez, contra hoteles en Jordania, Indonesia, Marruecos y Egipto, contra niños en escuelas en Chechenia, y contra otros objetivos en Estambul, Kenya, Ryhad y Cachemira entre otros lugares. La respuesta occidental ante la magnitud de semejante ofensiva ha cobrado dos formas fundamentales, genéricamente hablando. Por un lado, Occidente adoptó una actitud defensiva en lo militar (signada primordialmente por las “intervenciones” norteamericanas en Afganistán e Irak) con el agregado de medidas preventivas en las áreas de la inteligencia, la diplomacia, el comercio, las transferencias financieras, y la esfera legal. Por otro lado, en el campo intelectual, la familia de las naciones occidentales parece haber caído en el derrotismo y en el apaciguamiento. Esta segunda actitud es la que comentaremos concretamente en este ensayo.  

El enemigo innombrable

La manera en que el mundo occidental retrata al terrorismo jihadista del Islam fundamentalista es sencillamente increíble. Un ejemplo al caso es el repote periodístico higienizado en el diario “La Nación” del 31 de mayo de 2006. Su titular decía: “Noche de violencia cerca de París: Un grupo de jóvenes se enfrentó con la policía y atacó la alcaldía”. En la nota se utilizaba diez veces el término “jóvenes” al relatar el episodio, con frases del tipo “unos 150 jóvenes se enfrentaron en la madrugada de ayer con la policía”, o “los incidentes se iniciaron cuando un grupo de jóvenes empezó a forzar la valla”, o “los jóvenes, muchos de ellos enmascarados y con bates de béisbol, lanzaron proyectiles contra la policía”, etc. Una siguiente nota publicada en el mismo medio el 4 de junio del corriente, informaba: “Desbarataron planes para cometer atentados en Canadá: Detuvieron a 17 personas que tenían en su poder una gran cantidad de explosivos”. El texto de la “primicia” indicaba que se trataba de “doce adultos y cinco jóvenes”, o simplemente de “hombres” y “menores”, y que todos ellos eran “residentes canadienses de diversos orígenes”. Los titulares son habitualmente armados por los editores del diario que los publica, mientras que los textos de las notas en este caso provenían de las agencias AP, AFP, ANSA, y Reuters. Quiere decir que al menos cuatro agencias de noticias internacionales y un importante medio argentino nos informaban -en un lapso de cinco días- que “jóvenes”, “personas”, “adultos”, “hombres” y “menores” habían participado de actos de violencia en Francia y que planeaban cometerlos en Canadá, en cuyo caso específico se les habrían sumado “residentes canadienses de diversos orígenes”. Solo en la ciencia ficción podía uno encontrar una conspiración global tan vasta protagonizada por “personas”, “adultos”, “hombres” y “jóvenes”, aunque, hemos de admitir, no siempre por “menores” o “residentes canadienses de diversos orígenes”; eso ya era un touch peculiar. La vastedad de la amenaza retrotraía a la temible organización Specter, que luchaba contra el James Bond de Ian Fleming en las primeras series de la saga o a la malvada Caos, que perseguía al Maxwell Smart de Mel Brooks. En la vida real, habíamos oído de Osama Bin-Laden, Al-Qaeda y la Hermandad Musulmana, pero nunca de una ofensiva semejante liderada por  “personas”, “adultos”, “hombres” y “jóvenes” a los que se les sumaban “menores” y “residentes canadienses de diversos orígenes”. El indicio orientador que aclararía la situación se hallaba en la fotografía que acompañaba a la segunda nota. Su capción rezaba “Mujeres allegadas a los arrestados dejan una corte, ayer, en Canadá”. Se veía a cuatro mujeres caminando tomadas de la mano, todas ellas vestían una suerte de túnica negra que las cubría de pies a cabeza. Era el clásico “chador” islámico. Y entonces se reconfiguró todo. No se trataba del género, sino de una especie. No era que la humanidad toda había -de pronto- enloquecido y que las “personas” y los “adultos” y los “hombres” y los “jóvenes” y los “menores” y los “residentes canadienses de diversos orígenes” se habían unido en una insólita conspiración mundial para atacar a Francia y a Canadá. Más bien, se trataba, como ha sido usual en los últimos años, de violencia musulmana localizada. Los “jóvenes” de la primera nota eran en realidad jóvenes jihadistas musulmanes o árabes en su mayoría, y las “personas”, “adultos”, “hombres” y “menores” involucrados en la segunda también eran árabes o musulmanes. Por su parte, los “diversos orígenes” de los residentes a los que aludía el texto eran en realidad -casi exclusivamente- orígenes árabes o islámicos.

No deja de resultar curioso el hecho de que los mismos periodistas que se desviven por diferenciar entre el Islam moderado y el Islam radical, aquellos que insisten en considerar  las sutilezas, aquellos que nos sermonean día y noche acerca de los peligros de caer en generalizaciones excesivas, sean ellos mismos tan groseramente “genéricos” a la hora de describir simples hechos. Supongamos que un nativo de Marruecos, de religión musulmana, residente en Madrid, es detenido mientras planifica un atentado con explosivos contra un museo local. La manera precisa de relatar ese episodio es indicar lo recién mencionado. No hay nada de racista o discriminador en tratar de identificar claramente al perpetrador. De hecho, esto es precisamente lo que los periodistas hacen regularmente al describir otras situaciones. Ejemplo: si un soldado norteamericano tortura en una cárcel iraquí, los periodistas y editores se ocupan de dejar bien en claro que el responsable de esa aberración ha sido un soldado norteamericano. No disimulan el dato con genéricos del tipo “un adulto torturó a prisioneros en Abu Grahib”. Otro ejemplo: si políticos israelíes deciden construir una valla de seguridad, la prensa internacional no confecciona titulares del tipo “personas construyen muro en Cisjordania”. Indican, muy claramente, el origen israelí de los involucrados. Pero cuando se trata de terroristas musulmanes que complotan en Canadá o de agitadores árabes que se violentan en Francia, la prensa abandona galantemente sus propios estándares. Ya no más claridad, ya no más discernimiento.

El analista político norteamericano Daniel Pipes detectó varios eufemismos diferentes usados para evitar la palabra “terrorista” -menos aún: “musulmán”- en los informes de prensa mundiales respecto de la identidad de quienes llevan a cabo la mayoría de los atentados a escala global hoy en día. Algunos de los términos empleados: asaltantes, atacantes, comandos, criminales, extremistas, luchadores, guerrilleros, hombres armados, insurgentes, militantes, perpetradores, radicales, rebeldes y activistas. Tal como Pipes observara, muchos periodistas han debido hurgar largo y tendido en sus diccionarios de sinónimos y homónimos  para ingeniárselas en evitar pronunciar al actor “innombrable”: el terrorismo jihadista islámico. La raíz de esta actitud posiblemente resida en la prudencia. Una prudencia entendible en tratar de no etiquetar a la totalidad del Islam como una “religión de terror”. En no caer en el simplismo de difamar a toda una civilización de catorce siglos de vida y mil trescientos millones de devotos que residen en más de cincuenta países musulmanes. El problema es que se ha estirado esta actitud a un extremo tal que por no condenar injustamente a todo el Islam, se termina exonerando a su fundamentalismo. La noble prudencia se desfigura y se transforma en falsa piedad, que deriva en obtusa negación y en apaciguamiento peligroso. Repitámoslo: no hay nada de prejuicioso o de discriminatorio en identificar precisamente al perpetrador de un atentado. Si judíos, cristianos y musulmanes estuvieran llevando a cabo actos de terror en todo el planeta, y la prensa al describir los atentados eligiera destacar la identidad religiosa de un grupo de ellos solamente, eso sería discriminatorio. Pero como la identidad de los terroristas en la inmensa, sino casi exclusiva, mayoría de los casos de terrorismo internacional contemporáneo es musulmana, y como éstos lo declaran orgullosamente y dicen actuar “bajo mandato de Allah” y “en nombre del Islam”, y lo hacen de manera tan reiterativa como atroz, entonces resulta inevitable el uso de la expresión “terrorismo islámico”. Esto es tan lógico que empeñarse en no emplear ese término deviene en engaño.

De la sensibilidad a la pleitesía

En aras de la exaltación de la diversidad cultural, de la santificación del respeto a la otredad, y de la glorificación de lo políticamente correcto, hemos arribado a una situación por demás absurda en lo que a la denuncia del terrorismo fundamentalista islámico se refiere. Como hemos dicho: subtes estallan en mil pedazos en Londres, trenes son pulverizados en Bombay y en Madrid, autobuses incinerados en Jerusalén, edificios derrumbados en Nueva York, hoteles quedan en ruinas en Egipto, Indonesia, Marruecos y otras partes, y en Occidente aún parece haber amplio espacio para el decoro y la sensibilidad hacia aquellos que, con vistas “al paraíso”, están transformando la tierra en un auténtico infierno.

Ahora sabemos que en Inglaterra, víctima reciente del terror musulmán, el influyente diario “The Guardian” tenía entre sus filas de colaboradores a un militante de la agrupación integrista Hizb ut-Tahrir, con vínculos con el terrorismo islámico. El periodista en cuestión, Aslam Dilpazier, había sido contratado por el diario “para acrecentar la diversidad étnica en la redacción”, según explicaron fuentes internas del medio. Organizaciones radicales como al-Muhajiroun –que bregó para que “la bandera negra del Islam flamee sobre Downing Street”- y personajes como el jeque Omar Bakri Muhamad –que regularmente llamaba a la “guerra santa” contra Occidente- habían sido largamente tolerados en la tierra de su majestad. Asimismo, un informe conjunto de los ministerios de interior y exterior británico de mediados del año pasado, titulado Jóvenes Musulmanes y el Extremismo, sugería que “el término ´fundamentalismo islámico´ es inadecuado y debería evitarse porque algunos musulmanes perfectamente moderados probablemente lo perciban como un comentario negativo a propósito de su aproximación a su fe”, y recomendaba “persuadir al público y la prensa que los musulmanes no son el enemigo interno”. Esto sucedió en los meses previos a los atentados múltiples del 7 de julio pasado en la capital del Reino Unido efectuado por islámicos británicos de ascendencia paquistaní. Esta desubicada “rectitud” política persistió aún luego de los ataques: la British Broadcasting Corporation (BBC) tildó a los atacantes de terroristas solo por un breve período. Apenas unas horas después de la masacre, la BBC abandonó el término, llegando incluso a reemplazar dicha palabra de informes ya publicados en su “website” por la más sanitizada “bombers” (traducción: que ponen bombas).

Esta cortesía casi delirante no -desgraciadamente- es patrimonio exclusivo de los británicos. Al propio pueblo estadounidense le tomó casi tres años utilizar las palabras “terrorismo islámico” para definir así al enemigo que enfrenta en todo el globo. Ello sucedió cuando la comisión investigadora de la gestión de la comunidad de inteligencia estadounidense pre-9/11 concluyó que EE.UU. no estaba enrolado en una genérica y vagamente descripta “lucha contra el terror” sino específicamente en un enfrentamiento contra el “terrorismo islámico”. Durante el 11vo acto de conmemoración de la voladura de la AMIA, celebrado en Buenos Aires menos de dos semanas después de los atentados acaecidos en Londres, ni uno solo de los varios oradores fue capaz de pronunciar la palabra “islámico” en sus discursos, optando en su lugar por denunciar genéricamente a los “terroristas” y a los “fundamentalistas” que perpetraron la matanza de 85 civiles inocentes en nuestra Patria. Y todavía subsiste la farsa en los aeropuertos internacionales de efectuar chequeos al azar; como si revisar la cartera de una anciana chilena, o los zapatos de un niño sueco fueran a aumentar la seguridad de los pasajeros, en lugar de inspeccionar a aquellos individuos que respondan mejor al “perfil” del sospechoso típico.

Ciertamente, por momentos parecería que Occidente se hallara bajo el hechizo de una profundamente desquiciada “tolerancia” progresista. Así, el Comité Internacional de la Cruz Roja -cuyos países-miembro musulmanes por décadas han objetado la aceptación del “Maguen David Adom”, la eficiente agencia humanitaria israelí, que ha sido finalmente incorporada muy poco tiempo atrás- debe abstenerse de usar la cruz cuando opera en Irak, porque a los musulmanes iraquíes no les agradan los símbolos cristianos. La elitista universidad de Yale aceptó como alumno a Rahmatulla Hashemi, un ex-vocero del régimen Talibán sin que éste diera muestra pública alguna de arrepentimiento. Inglaterra consideró anular la conmemoración del “Día del Holocausto” dado que eso de alguna manera resultaría “ofensivo” para los musulmanes del país; y finalmente, Tony Blair rechazó la idea de englobar la Shoa dentro de un genérico “Día del Genocidio”. La municipalidad de Sevilla ha removido la figura del Rey Ferdinando III (patrón y santo de la ciudad) de sus celebraciones, porque éste luchó contra los moros durante 27 años, siglos atrás. En Italia se ha considerado quitar un fresco de Dante que adorna el techo de la catedral de Bologna que ubica a Mahoma en el infierno. Mohammed Bouyeri -el musulmán holandés de ascendencia marroquí que degolló al cineasta Theo Van Gogh en plena vía pública, en Ámsterdam, por un film sobre el status de la mujer en tierras musulmanas que, según él, ofendía al Islam –había sido presentado en la prensa holandesa, dos años antes, como un ejemplo de “buena integración cultural”. En esta nación, cerca del 80% de la población estuvo a favor de expulsar de su patria a Ayaan Hirsi Ali, una firme crítica del Islam radical, apelando como excusa para ello a un tecnicismo burocrático. En las escuelas secundarias de Dinamarca, cuyo secularismo les ha impelido introducir la Biblia como material de estudio, se enseña no obstante el Corán . En Suiza, Tariq Ramadán -nieto de Hasan al-Banna, fundandor de la Hermandad Musulmana y él mismo un polémico radical- es profesor en la Universidad de Friburgo y una reconocida figura mediática. Sami al-Arian –personaje vinculado a algunas agrupaciones fundamentalistas- fue profesor en la Florida International University hasta que un escándalo precipitó su destitución. Yusuf al-Qaradawi -buscado bajo cargos de terrorismo por las autoridades egipcias y clérigo que aprueba las golpizas a las esposas musulmanas y está a favor de la pena de muerte para los homosexuales- fue recibido el año pasado en una ceremonia oficial de la City Hall de Londres por el cuestionado alcalde de la ciudad.

Y por supuesto, existe Hollywood; una suerte de meca del progresismo occidental en la que incluso películas realizadas luego del 11 de septiembre de 2001 evidencian dificultad en presentar a los musulmanes en el rol de malvados. El film La Suma de Todos los Miedos presenta a neo-nazis europeos en el papel de los malhechores que desean hacer explotar una bomba atómica en suelo estadounidense. Esta es la versión en celuloide de una novela homónima de Tom Clancy en la que quienes planean semejante atrocidad son, en realidad, terroristas palestinos. El cine como espejo de los valores de una sociedad merece un comentario algo más detallado y a ello dedicaremos las líneas siguientes.

El cine y el terrorismo 

En lo relativo al extremismo ideológico y la violencia política, una de las pocas decisiones moralmente claras que Hollywood parece haber podido tomar es que el Nazismo fue algo que se puede calificar como malo. De ahí en más, todo resulta confuso, grisáceo o relativo para los genios creativos de la industria del entretenimiento en celuloide. Varias películas de estreno reciente –Munich, Syriana, Paradise Now, V for Vendetta– ilustran adecuadamente el punto.

Para comenzar veamos someramente algo de la filmografía de Steven Spielberg. Dos de sus películas de aventuras más taquilleras –“Los cazadores del Arca Perdida” y “La última cruzada”- nos muestran al legendario arqueólogo Indiana Jones en una sucesión sin pausa de luchas contra los designios de los “malos” de la película: los nazis, en ambos casos. En otras producciones más adultas y sobrias del director -tales como “La lista de Schindler” y “Rescatando al soldado Ryan”- son los nazis nuevamente los enemigos de la humanidad, no sin razón. Sin embargo, al abordar un tema de actualidad política contemporánea, tal como hace en su última película “Munich”, Spielberg parece haber perdido la capacidad de identificar al mal. Lejos quedaron los tiempos, allá por la década de los ochenta, en los que el genial realizador estadounidense se atrevía a poner a fanáticos árabes en el papel de perseguidores del héroe principal; tal como hizo al filmar una toma en la que terroristas libios intentaban matar al personaje interpretado por Michael Fox en “Volver al Futuro”. En “Munich”, Spielberg ilustra cabalmente el titubeo hollywoodense en condenar sin alternativas al terrorismo. Aquí ya no hay “buenos” y “malos”, sino personajes atormentados por el peso de sus conciencias en tanto avanzan en la consecución de su misión. Ellos son agentes israelíes decididos a ajusticiar a los militantes palestinos que planearon y ejecutaron el asesinato de 11 compatriotas en las Olimpíadas de Munich de 1972. Las líneas entre lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral, van gradualmente diluyéndose, hasta transformarse en una masa acuosa que al evaporarse no deja tras de sí certeza ética alguna. En lugar de enfocarse en las inhumanas obscenidades del terrorismo, Spielberg prefirió tratar los dilemas éticos del contraterrorismo, y termina sugiriendo que moralmente no hay mayores diferencias entre lo primero y lo segundo. O en palabras de George Jonas, el autor del cuestionado libro en que Spielberg se basó para su realización: “…los hacedores de ´Munich´ estaban tan preocupados por no demonizar a los seres humanos que terminaron humanizando demonios”. La frase relativista más citada del film: “Toda civilización encuentra necesario negociar concesiones con sus propios valores”, indica que hay algo intrínsecamente errado en la noción de luchar contra el terrorismo, algo que daña la fibra más íntima de una nación. La escena final, que muestra al personaje principal contra el trasfondo de las Twin Towers en la década del setenta ha sido justamente interpretada como una crítica (¿sutil?) a la mentada “lucha contra el terror” estadounidense y a la campaña militar en Irak.

Pero lo que “Munich” meramente insinúa, “Syriana” lo declara. He aquí un film de actualidad política en el que el rol del “malo” recae exclusivamente en el gobierno de los  EE.UU. Su trama, innecesariamente complicada, se reduce a mostrar como la industria del petróleo en Texas controla al poder político norteamericano y como éste “interviene” en el Medio Oriente para así garantizar sus intereses; ya sea interviniendo en una sucesión familiar en un país del Golfo Pérsico o sacrificando a uno de sus propios  operativos. La parte más acuciante de la película ocurre cuando vemos a los jefes máximos de la CIA presionar el botón que lanzará un misil contra el convoy que transporta a un joven reformista árabe, favoreciendo así el ascenso al poder de su autoritario y corrupto hermano. Otra secuencia impactante nos muestra la transformación de un pobre y ameno trabajador paquistaní en un desesperanzado desempleado que decide inmolarse en una operación suicida. El director Stephen Gaghan trasluce tendenciosidad al desconsiderar siquiera la posibilidad de que el fanatismo suicida esté animado por otros factores que no sean los puramente materialistas, y al ignorar el incontrastable hecho de que los soldados norteamericanos están hoy dando sus vidas para promover la democracia -y no la tiranía, como el film sugiere- en esa región.

Dentro del género del cine independiente, “Paradise Now” es otro ejemplo que cabe traer a colación. Este film, de alto contenido político, fue dirigido por Hani Abu-Assad, un palestino nacido en Nazareth, portador de ciudadanía israelí y residente en Holanda. Esta película recibió, entre otros, el premio del Festival de Berlín, el Golden Globe a la mejor película extranjera, un premio de Amnesty International, y fue nominada en la misma categoría a los premios Oscar de la Academia. La película narra la historia de dos atacantes suicidas palestinos mientras se preparan para efectuar un atentado en Tel-Aviv y sus reacciones de último momento. Abu-Assad ha generado una película justificadora del terrorismo palestino, en la que apela a situaciones claramente irreales (como la escena en la que el hombre-bomba palestino decide no subirse al ómnibus israelí al ver a una niña dentro del mismo) o totalmente higienizadas (como la toma final, en la que el atentado queda meramente sugerido -pero jamás mostrado- donde vemos al atacante sentado en un colectivo copado mayoritariamente por soldados, no civiles). La “saga” de los terroristas palestinos encaja con los supuestos colectivos tradicionales propios de los círculos bien pensant a propósito de sus circunstancias y motivaciones. Dos jóvenes amigos quedan desempleados, son entonces reclutados por una agrupación islamista, y aceptan la misión con mayor resignación que convicción. El ciclo pobreza-desesperación-reivindicación queda así asegurado. Por supuesto, el director somete al espectador al clásico sermoneo propagandístico palestino: el terrorismo es el arma de los débiles, el gran igualador ante los poderosos tanques israelíes, el último recurso de los desesperados, etc. Y también: los israelíes humillan a los palestinos, los hacen sentir inferiores, etc. La ideología extremista y la incitación educativa parecen no jugar papel alguno en la gestación del “jihadista” palestino. No obstante, lo más perturbador de “Paraíso Ahora” es la simpatía que genera hacia los terroristas. Al comentar sobre la película, Martha Fischer, crítica del New York Film Festival, reflexionaba con cierta inquietud acerca del nivel de identificación que ella, como espectadora, había sentido hacia uno de los atacantes y de cómo, al ver que todo parecía salirse de curso, se encontró anhelando que el terrorista pudiera efectivamente cumplir con su cobarde misión asesina. Luego de ponderar sus “nociones de culpabilidad”, Fischer concluyó: “Me tranquilizó darme cuenta de que a todos quienes me rodeaban les había pasado lo mismo”. Lo que a esta crítica ha tranquilizado es precisamente lo que a este escritor ha preocupado: la empatía colectiva que este film apologético despertará indudablemente en las audiencias desprevenidas. No dejó de ser irónico que durante la exhibición de la película en las salas de cine de Israel, guardias de seguridad debían proteger a los cinéfilos precisamente del flagelo que el film retrata con alguna docilidad, puesto que mientras “Paradise Now” recibía premios en Europa, los terroristas palestinos seguían inmolándose en las calles y cafés de Israel asesinando así a civiles inocentes. Independientemente de la postura ideológica que uno pueda tener respecto del conflicto palestino-israelí, era dable esperar que la comunidad artística mundial fuera a sancionar, en lugar de aprobar, un film que exalta al terrorismo, en su manifestación suicida en este caso. Que en lugar de ello, esta producción haya cosechado tantos premios en Europa y en los EE.UU. es un claro testimonio de la banalización occidental de la violencia política actual.

Es, empero, la película “V for Vendetta” la que uno debe ver para advertir hasta que niveles ha llegado la trivialización del terrorismo. Esta producción de los hermanos Wachowski (los mismos de la trilogía “Matrix”) nos sitúa en una Londres del futuro cercano. Inglaterra está siendo gobernada por una dictadura que de pronto tomó el poder insuflando miedo a una población cautiva de los medios masivos de comunicación controlados por el Estado, engañándola en la creencia de que un ataque biológico organizado por la dictadura fue perpetrado por terroristas, lo que deviene en la justificación de la existencia de un régimen autoritario, que persigue a disidentes políticos, a los homosexuales y a los musulmanes. En tanto que la película no dice nada respecto de otros credos, muestra claramente que el Islam es el enemigo de ese estado totalitario en el que la simple posesión de un Corán es penalizada.

Podríamos acotar que de haber querido hallar un país en el que estas cosas realmente suceden, los hermanos Wachowski podían haber simplemente mirado a Arabia Saudita y evitarse el arduo trabajo de imaginar ese estado totalitario que persigue a disidentes políticos, que arresta a gays y lesbianas, y que no admite simbología religiosa alguna de otros credos que no sean la religión oficial. Aunque eso sería pedir demasiado a productores excesivamente entusiasmados con su libreto propagandístico anti-occidental.

El héroe de esta trama fantástica es “V”, un ex prisionero del régimen, convertido en vengador decidido. El exótico personaje porta cuchillos, gorro y capa, y usa una máscara de Guy Fawkes, el anarquista católico que a principios del siglo XVII intentara volar el parlamento británico, y lanza sus mensajes al pueblo mediante videos televizados. Esta es una película absurda en muchos aspectos, pero altamente inquietante en al menos uno: su efecto posible es que las audiencias salgan de las salas de cine aplaudiendo a un terrorista que logra hacer volar en mil pedazos el Big Ben con explosivos transportados en el sistema de subtes londinense. La toma del estallido es acompañada por fuegos artificiales, música clásica, y hasta citas poéticas, lo que da un toque festivo a la violencia. Este superhéroe anarquista será de ficción, pero ciertamente no lo fueron los anarquistas que atentaron contra los subterráneos de Londres en 1883 y 1896, ni los atacantes islámicos que lo hicieron en julio de 2005, ni Guy Fawkes, ni Bin-Laden, con sus mensajes difundidos por Al-Jazeera y por CNN. El estreno de “V for Vendetta” -planeado para noviembre de 2005- debió ser postergado hasta marzo de 2006 para tomar alguna distancia temporal de los ataques islámicos en Londres. Celebrar el terrorismo a solo cuatro meses de aquella pesadilla sería de mal gusto, habrán concluido los gurúes marketineros del film. ¿Otros cuatro meses después estará eso bien?

Llamémoslas ironías del destino, si se quiere. Pero hay algo de simbólico en ello. Es como si no importara cuanto Hollywood lo siga intentando, la realidad, tarde o temprano, termina haciendo añicos a sus fantasías de celuloide. Y pocos casos ilustran esto como el del director árabe-americano Moustafá Akkad.

Akkad nació en Siria y se mudó a los EE.UU. donde estudió cinematografía. Si bien produjo la serie de películas “Halloween”, dedicó gran parte de su vida profesional a tratar de presentar una imagen positiva de los musulmanes, a quienes él consideraba que Hollywood no retrataba con justicia. En películas tales como “Mohammed, Messenger of God”, sobre la vida de Mahoma, o “Lion of the Desert”, sobre los beduinos que luchaban contra el colonialismo, este director aspiraba a presentar una épica musulmana divergente de los convencionalismos en los que, según él, los productores estadounidenses regularmente caían. Estaba preparando una nueva película cuando murió. El film se hubiera llamado “Saladin”; hubo de ser protagonizado por Sean Connery, y su propósito era proteger al Islam de las “distorsiones” occidentales. Tal como el mismo acotó: “El Islam ahora mismo está siendo retratado como una religión ´terrorista´ en Occidente y al hacer este tipo de película, estoy mostrando la verdadera imagen”. El 9 de noviembre de 2005, varios terroristas-suicidas musulmanes fueron enviados por Abu Mussab al-Zarqawi hacia Ammán, la capital de Jordania. Una vez allí, se inmolaron en los hoteles Radisson, Grand Hyatt y Days Inn, provocando la muerte de docenas de personas inocentes. Paradójicamente, una de las víctimas fue Moustafá Akkad.

De regreso a la realidad

No es coincidente que hayamos comentado en este breve ensayo la caracterización del terrorismo islámico en la realidad y en el cine, puesto que como están dadas las cosas, ambos tienen en la ficción su común denominador. Es difícil determinar quién es más ilusorio en su percepción del Islam fundamentalista; si los creativos de la industria del celuloide o la legión de  periodistas, políticos e intelectuales que gestan la manera “políticamente correcta” de captar y representar a dicho fenómeno. Esta cosmovisión de corte ingenuo y derrotista de la intelligentsia occidental quedó legendariamente plasmada en estas palabras del escritor norteamericano John Updike, quién poco tiempo atrás decía al New York Times acerca de su nueva novela titulada Terrorist: “…no pueden pedir, en cierta forma, un retrato de un terrorista más compasivo y tierno que el mío”. En el hecho de que ninguno de estos intelectuales pueda entender que no es precisamente nuestra compasión y ternura lo que debemos mostrar frente a los islamistas fanatizados, decididos a aniquilarnos, yace quizás la clave de lo que es una verdadera tragedia occidental.

Comunidades, Comunidades - 2006

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

El paraíso de Hany Abu-Assad – 28/06/06

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Si es cierto lo que reza la conocida frase en lengua inglesa- “el camino al infierno está pavimentado con las mejores intenciones”- ¿podríamos afirmar que el camino al paraíso está pavimentado con las peores? Esto sería al menos lo que los atacantes-suicidas palestinos  parecerían querer confirmar, sólo que para ellos el asesinato indiscriminado de israelíes lejos está de ser una mala intención. Lo que el terrorista es para unos, un luchador por la libertad lo es para otros. O esto al menos es lo que parece querer afirmar el film “Paraíso Ahora” cuyo mensaje su director, el cineasta árabe-israelí Hany Abu-Assad, ha reiterado en numerosas entrevistas: “Una bomba humana no puede ser definida como ´terrorista´. Es simplemente un hombre con una bomba. Los atentados suicidas no son otra cosa que una reacción al terrorismo israelí. La ocupación y los ocupantes son el verdadero terrorismo” (La Nación, sección espectáculos, 19/6/06).

Con esta premisa como punto de partida, Abu-Assad ha construido una película justificadora del terrorismo palestino en la que apela a situaciones claramente irreales (como aquella escena en la que el hombre-bomba palestino decide no subirse al bus israelí al ver a una niña dentro del mismo) o totalmente higienizadas (como la toma final en la que el atentado queda meramente sugerido -pero jamás mostrado- donde vemos al atacante sentado en un bus copado mayoritariamente por soldados, no civiles). La saga de los terroristas palestinos encaja con los supuestos colectivos tradicionales propios de los círculos bien pensant a propósito de sus circunstancias y motivaciones. Dos jóvenes amigos quedan desempleados, son reclutados por una agrupación islamista, y aceptan la misión con mayor resignación que convicción. El ciclo pobreza-desesperación-reivindicación queda así asegurado. Por supuesto, el director somete al espectador al típico sermoneo propagandístico palestino: el terrorismo es el arma de los débiles, el gran igualador ante los tanques israelíes, el último recurso de los desesperados, etc. Y también: los israelíes humillan a los palestinos, los hacen sentir inferiores, etc. La ideología extremista y la incitación educativa parecen no jugar papel alguno en la gestación del jihadista palestino.

No obstante, lo más perturbador de “Paraíso Ahora” es la simpatía que genera hacia los terroristas. Al comentar sobre la película, Martha Fischer, crítica del New York Film Festival, reflexionaba con cierta inquietud acerca del nivel de identificación que ella, como espectadora, había sentido hacia uno de los atacantes y de cómo al ver que todo parecía salirse de curso se encontró anhelando que el terrorista pudiera cumplir con su misión asesina. Luego de ponderar sus “nociones de culpabilidad”, Fischer concluyó: “Me tranquilizó darme cuenta de que a todos quienes me rodeaban les había pasado lo mismo”. Lo que a esta crítica ha tranquilizado es precisamente lo que a este escritor ha preocupado: la empatía colectiva que este film apologético indudablemente despertará en audiencias desprevenidas.

Un aspecto positivo de la película es la autocrítica inmersa, una verdadera rareza en el discurso palestino. La aceptación popular de la violencia hasta la trivialización, la difusión de absurdas teorías conspirativas, los linajes familiares como determinantes de la ubicación social, la hipocresía de los líderes terroristas, y un muy demorado cuestionamiento al uso del terror como arma política, son algunos de los temas mencionados, si bien insuficientemente abordados, en el curso de la trama. El papel de Suha, la conciencia moral del film, está aptamente retratado, como lo está la ridiculización de la ceremonia de despedida de los jihadistas en la que la cámara deja de funcionar y los reclutadores mastican falafel mientras el elegido para la operación pronuncia su sentido discurso. Este novel sentido del humor palestino, esta suerte de parodia de sus enfermedades sociales más fundamentales, no puede sino ser bien recibido.

De haberse detenido allí, uno podría haberle dado cierto crédito al director. Pero  desafortunadamente, Abu-Assad nos induce a concluir que, cualesquiera sean los males que afligen a la sociedad palestina, todos ellos tienen origen en la “ocupación israelí”. No hay prácticamente nada que les competa hacerse cargo a los propios palestinos pues la raíz de todas sus aflicciones yacen en Israel. El punto es enfáticamente presentado por Said, el otro aspirante a terrorista-suicida, en un discurso bastante largo en el que, en un primer plano, recita ante la cámara las penurias de su existencia y cuyo eje central pasa por la apropiación del rol de víctima. Si hay algo en esta película que el director parece desear subrayar es la victimización palestina…un mensaje que resuena cómodamente en los sectores del falso  progresismo occidental contemporáneo. Ello explica la profusión de elogios regada sobre esta película: obtuvo doce premios y siete nominaciones, entre otros, el Golden GlobeIndependent Spirit Award, European Film Award, Blue Angel del Festival de Berlín, y un premio de Amnesty International. La dirección no es especialmente buena, su guión no es singularmente atractivo, su montaje, fotografía o actuaciones tampoco sobresalen por su excepcionalidad. Más que la propuesta fílmica, lucen la etnicidad y la ideología como los determinantes finales. No sería exagerado aseverar que la comunidad artística mundial ha distinguido a este film como medio para premiar su preferencia política y reasegurar su cosmovisión del conflicto palestino-israelí.

Hany Abu-Assad ha alcanzado su propio paraíso profesional. Lo hizo recurriendo a la más usada de las recetas: justificando el terrorismo palestino y culpabilizando a Israel. No será novedoso, pero sigue siendo vigente para lo que hoy en día pasa por sofisticación intelectual.

Comunidades, Comunidades - 2006

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

Jóvenes al ataque – 14/06/06

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Primero apareció la noticia publicada el 31 de mayo último en el diario argentino La Nación. Su titular decía: “Seis meses después de los incidentes en los suburbios franceses. Noche de violencia cerca de París. Un grupo de jóvenes se enfrentó con la policía y atacó la alcaldía”. En la nota se utilizaba diez veces el término “jóvenes” al relatar el episodio, con  frases del tipo “unos 150 jóvenes se enfrentaron en la madrugada de ayer con la policía”, o “los incidentes se iniciaron cuando un grupo de jóvenes empezó a forzar la valla”, o “los jóvenes, muchos de ellos enmascarados y con bates de béisbol, lanzaron proyectiles contra la policía”, etc. Luego vino la segunda nota publicada en el mismo medio el 4 del presente. Decía su título: “Investigan lazos con Al-Qaeda. Desbarataron planes para cometer atentados en Canadá. Detuvieron a 17 personas que tenían en su poder una gran cantidad de explosivos”. El texto de la primicia indicaba que se trataba de “doce adultos y cinco jóvenes”, o simplemente de “hombres” y “menores”, y que todos ellos eran “residentes canadienses de diversos orígenes”. Los titulares son habitualmente armados por los editores del diario que los publica, mientras que los textos de las notas en este caso provenían de las agencias AP, AFP, ANSA, y Reuters. Quiere decir que al menos cuatro agencias de noticias internacionales y un medio nacional argentino nos informaban -en un lapso de cinco días- que “jóvenes”, “personas”, “adultos”, “hombres” y “menores” habían participado de actos de violencia en Francia y que planeaban cometerlos en Canadá, en cuyo caso específico se les habrían sumado “residentes canadienses de diversos orígenes”.

Al leer estos inquietantes desarrollos quedé muy sorprendido. Solo en la ciencia ficción podía uno encontrar una conspiración global tan vasta complotada por “personas”, “adultos”, “hombres” y “jóvenes”, aunque, hemos de admitir, no siempre por “menores” o “residentes canadienses de diversos orígenes”; eso ya era un touch peculiar. La vastedad de la amenaza retrotraía a la temible organización Specter que luchaba contra el James Bond de Ian Fleming en las primeras series de la saga o a la malvada Caos que perseguía al Maxwell Smart de Mel Brooks. En la vida real, yo había oído de Osama Bin-Laden, Al-Qaeda y la Hermandad Musulmana, pero nunca de una ofensiva semejante liderada por  “personas”, “adultos”, “hombres” y “jóvenes” a los que se les sumaban “menores” y “residentes canadienses de diversos orígenes”. Esto era algo sencillamente escalofriante.

Preocupado, decidí releer ambas notas en un intento de hallar alguna evidencia reveladora, algún indicio orientador, alguna pista aclaradora de la situación. Afortunadamente, la hallé en la fotografía que acompañaba a la segunda nota. Su capción rezaba “Mujeres allegadas a los arrestados dejan una corte, ayer, en Canadá”. Se veía a cuatro mujeres caminando tomadas de la mano, todas ellas vestían una especie de túnica negra que las cubría de pies a cabeza. Era el clásico chador islámico. Y ahí entendí. No se trataba del género, sino de una especie. No era que la humanidad toda había enloquecido y que las “personas” y los “adultos” y los “hombres” y los “jóvenes” y los “menores” y los “residentes canadienses de diversos orígenes” se habían juntado en una insólita conspiración mundial para atacar a Francia y a Canadá. Más bien, se trataba, como había sido tan usual en los últimos años, de violencia musulmana localizada. Los “jóvenes” de la primera nota eran en realidad jóvenes musulmanes o árabes en su mayoría, y las “personas”, “adultos”, “hombres” y “menores” involucrados en la segunda también eran árabes o musulmanes. Por su parte, los “diversos orígenes” de los residentes a los que aludía el texto eran en realidad orígenes árabes o islámicos.

No deja de resultarme curioso el hecho de que los mismos periodistas que se desviven por diferenciar entre el Islam moderado y el Islam radical, aquellos que insisten en considerar  las sutilezas, aquellos que nos sermonean día y noche acerca de los peligros de caer en excesivas generalizaciones, sean ellos mismos tan groseramente genéricos a la hora de describir simples hechos fácticos. Pongamos que un nativo de Marruecos, de religión musulmana, residente en Madrid, es detenido mientras planifica un atentado con explosivos contra un museo local. La manera justa de relatar ese episodio es indicar lo recién mencionado. No hay nada de racista o discriminador en identificar claramente al perpetrador. De hecho, esto es precisamente lo que los periodistas hacen regularmente al contar otras situaciones. Ejemplo: si un soldado norteamericano tortura en una cárcel iraquí, los periodistas y editores se ocupan de dejar bien en claro que el responsable de esa aberración ha sido un soldado norteamericano. No camuflan el dato con genéricos del tipo “un adulto torturó a prisioneros en Abu Grahib”. Si políticos israelíes deciden construir una valla de seguridad, la prensa internacional no confecciona titulares del tipo “personas construyen muro en Cisjordania”. Indican muy claramente el origen israelí de los involucrados. Pero cuando se trata de terroristas musulmanes que complotan en Canadá o de agitadores árabes que se violentan en Francia, la prensa abandona galantemente sus propios estándares. Ya no más claridad, ya no más discernimiento.

La prensa libre enfrenta una de dos opciones, si es que aspira a cierta coherencia intelectual. O bien de ahora en más democratiza su práctica protectora hacia los extremistas musulmanes, la amplia a todas las áreas, y produce titulares exóticos del tipo “seres humanos de una nación sudamericana anuncian trabas a las importaciones de cierto commodity”, o abandona sus absurdas generalizaciones y empieza de una vez por todas a ejercer su profesión de manera sensata y objetiva.

Publicado originalmente en Libertad Digital

Libertad Digital, Libertad Digital - 2006

Libertad Digital

Por Julián Schvindlerman

  

Jóvenes al ataque – 07/06/06

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Primero apareció la noticia publicada el 31 de mayo último en el diario argentino La Nación. Su titular decía: «Seis meses después de los incidentes en los suburbios franceses. Noche de violencia cerca de París. Un grupo de jóvenes se enfrentó con la policía y atacó la alcaldía». En la nota se utilizaba diez veces el término «jóvenes» al relatar el episodio, con frases del tipo «unos 150 jóvenes se enfrentaron en la madrugada de ayer con la policía», «los incidentes se iniciaron cuando un grupo de jóvenes empezó a forzar la valla» o «los jóvenes, muchos de ellos enmascarados y con bates de béisbol, lanzaron proyectiles contra la policía». Luego vino la segunda nota, publicada en el mismo medio el 4 de junio. Decía su título: «Investigan lazos con Al-Qaeda. Desbarataron planes para cometer atentados en Canadá. Detuvieron a 17 personas que tenían en su poder una gran cantidad de explosivos». El texto de la primicia indicaba que se trataba de «doce adultos y cinco jóvenes», o simplemente de «hombres» y «menores», y que todos ellos eran «residentes canadienses de diversos orígenes».

Los titulares son habitualmente armados por los editores del diario que los publica, mientras que los textos de las notas en este caso provenían de las agencias AP, AFP, ANSA, y Reuters. Quiere decir que al menos cuatro agencias de noticias internacionales y un medio nacional argentino nos informaban –en un lapso de cinco días– que «jóvenes», «personas», «adultos», «hombres» y «menores» habían participado de actos de violencia en Francia y que planeaban cometerlos en Canadá, en cuyo caso específico se les habrían sumado «residentes canadienses de diversos orígenes».

Al leer estos inquietantes desarrollos quedé muy sorprendido. Solo en la ciencia ficción podía uno encontrar una conspiración global tan vasta complotada por «personas», «adultos», «hombres» y «jóvenes», aunque, hemos de admitir, no siempre por «menores» o «residentes canadienses de diversos orígenes»; eso ya era un toque peculiar. La vastedad de la amenaza retrotraía a la temible organización Spectra que luchaba contra el James Bond de Ian Fleming en las primeras series de la saga o a la malvada Caos que perseguía al Maxwell Smart de Mel Brooks. En la vida real, yo había oído de Osama Bin-Laden, Al-Qaeda y la Hermandad Musulmana, pero nunca de una ofensiva semejante liderada por «personas», «adultos», «hombres» y «jóvenes» a los que se les sumaban «menores» y «residentes canadienses de diversos orígenes». Esto era algo sencillamente escalofriante.

Preocupado, decidí releer ambas notas en un intento de hallar alguna evidencia reveladora, algún indicio orientador, alguna pista aclaradora de la situación. Afortunadamente, la hallé en la fotografía que acompañaba a la segunda nota. Su capción rezaba «Mujeres allegadas a los arrestados dejan una Corte, ayer, en Canadá». Se veía a cuatro mujeres caminando tomadas de la mano, todas ellas vestían una especie de túnica negra que las cubría de pies a cabeza. Era el clásico chador islámico. Y ahí entendí. No se trataba del género, sino de una especie. No era que la humanidad toda había enloquecido y que las «personas» y los «adultos» y los «hombres» y los «jóvenes» y los «menores» y los «residentes canadienses de diversos orígenes» se habían juntado en una insólita conspiración mundial para atacar a Francia y a Canadá. Más bien, se trataba, como había sido tan usual en los últimos años, de violencia musulmana localizada. Los «jóvenes» de la primera nota eran en realidad jóvenes musulmanes o árabes en su mayoría, y las «personas», «adultos», «hombres» y «menores» involucrados en la segunda también eran árabes o musulmanes. Por su parte, los «diversos orígenes» de los residentes a los que aludía el texto eran en realidad orígenes árabes o islámicos.

No deja de resultarme curioso el hecho de que los mismos periodistas que se desviven por diferenciar entre el Islam moderado y el Islam radical, aquellos que insisten en considerar las sutilezas, aquellos que nos sermonean día y noche acerca de los peligros de caer en excesivas generalizaciones, sean ellos mismos tan groseramente genéricos a la hora de describir simples hechos fácticos. Pongamos que un nativo de Marruecos, de religión musulmana, residente en Madrid, es detenido mientras planifica un atentado con explosivos contra un museo local. La manera justa de relatar ese episodio es indicar lo recién mencionado. No hay nada de racista o discriminador en identificar claramente al perpetrador.

De hecho, esto es precisamente lo que los periodistas hacen regularmente al contar otras situaciones. Por ejemplo, si un soldado norteamericano tortura en una cárcel iraquí, los periodistas y editores se ocupan de dejar bien claro que el responsable de esa aberración ha sido un soldado norteamericano. No camuflan el dato con genéricos del tipo «un adulto torturó a prisioneros en Abu Ghraib». Si políticos israelíes deciden construir una valla de seguridad, la prensa internacional no confecciona titulares del tipo «personas construyen muro en Cisjordania». Indican muy claramente el origen israelí de los involucrados. Pero cuando se trata de terroristas musulmanes que organizan un complot en Canadá o de agitadores árabes que comenten se violentan en Francia, la prensa abandona galantemente sus propios estándares. Ya no más claridad, ya no más discernimiento.
La prensa libre enfrenta una de dos opciones, si es que aspira a cierta coherencia intelectual. O bien de ahora en adelante democratiza su práctica protectora hacia los extremistas musulmanes, la amplía a todas las áreas y produce titulares exóticos del tipo «seres humanos de una nación sudamericana anuncian trabas a las importaciones de cierto bien de consumo» o abandona sus absurdas generalizaciones y empieza de una vez por todas a ejercer su profesión de manera sensata y objetiva.

Comunidades, Comunidades - 2006

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Por Julián Schvindlerman

  

La traición Holandesa a Ayaan Hirshi Ali – 31/05/06

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En el marco de una feroz guerra interna en el Islam -que enfrenta a radicales con moderados, donde la preponderancia de los primeros se debe en gran parte al silencio de los segundos- cabe esperar que Occidente apoye a los moderados pacíficos en su gesta contra el extremismo de los fundamentalistas violentos. Dado que son tan pocos los musulmanes moderados que se atreven a criticar públicamente el dogmatismo de sus hermanos fanáticos, es dable esperar que ellos fueran a recibir todo el apoyo posible que las sociedades occidentales pudieran brindarles, cuando finalmente lo hacen. Esto que luce tan lógico no siempre suele darse, y el sonado caso reciente de Holanda versus Ayaan Hirsi Ali lamentablemente lo demuestra.

Esta señorita musulmana cobró fama mundial en el año 2004 cuando un musulmán radical asesinó a tiros y a puñaladas, a plena luz del día y en la vía pública, al cineasta holandés Theo Van Gogh. Su crimen: haber documentando en un film (“Sometimiento” es su nombre) el maltrato al que las mujeres están expuestas en las sociedades islámicas. El asesino dejó tras su puñalada final un panfleto de cinco páginas clavado sobre el pecho de la víctima, titulado “Carta abierta a Hirsi Ali”, la guionista del documental. Ella ya estaba bajo protección policial por haber renunciado a su Fe unos años atrás, dado que la apostasía es penalizada con la muerte en el Islam. Pero la ciudadanía pronto expiraría, con lo cuál esta feminista musulmana debió apresurar su partida del país bajo. Las razones aparentes de la caducidad de su ciudadanía son técnicas: Hirsi Ali declaró un nombre y una fecha de nacimiento incorrectos al aplicar para el status de asilo en Holanda, años atrás. Las razones reales son morales: la sociedad holandesa se hartó de proteger a una crítica del Islam radical.

En un principio, todo parecía indicar que Europa había acogido dignamente a esta luchadora ejemplar. Ayaan Hirsi Ali nació en Somalía en 1969, el mismo año en que un golpe de estado llevó al poder al comunista Mamad Siad Barre. La familia de Ayaan huyó a Arabia Saudita, un país ultra-religioso del que serían expulsados un año más tarde. La familia se asentó temporalmente en Etiopía para trasladarse eventualmente a Kenia. A los 23 años, Ayaan aparentemente fue informada por su padre que un primo lejano la esperaba para desposarla  en Canadá. Durante un escala en Alemania, Ayaan se fugó de polizonte en un tren hacia Holanda, con la esperanza de una vida mejor. Allí obtuvo asilo político como refugiada, trabajó de sirvienta, repartidora de cartas, y traductora, estudió ciencias políticas en la Universidad de Leiden, escribió un libro crítico de la cultura islámica, se sumó a la política local, fue electa diputada, y fue ganando cada vez más espacio como una pensadora independiente en una sociedad libre y meritocrática. Los reconocimientos a su trayectoria no tardaron en llegar. Con apenas treinta seis años de vida,  Hirsi Ali ha cosechado numerosos premios a la libertad y a la tolerancia por parte de centros de investigación, partidos políticos, y revistas de Dinamarca, Noruega, y España, y ha sido nominada al premio Nobel de la paz por un miembro del parlamento noruego.
 
Pero el encantamiento europeo con esta joven renegada islámica parece haberse esfumado, al menos en Holanda. La falsa declaración de Ayaan a propósito de su nombre y edad habían sido hechas públicas por ella misma años atrás, primero en un libro de su autoría y luego en una entrevista con un medio local. El escándalo actual estalló luego de que un programa televisivo de orientación izquierdista revelara el hecho el mes de mayo, años después de que ella misma lo hiciera. El verdadero escándalo es la debilidad ideológica y moral de sus compatriotas. El mes anterior, un juez la echó de su departamento luego de que sus vecinos adujeron que su presencia en el edificio los ponía en peligro y además provocaba una caída en el valor de la propiedad. Según sondeos, cerca de la mitad de los holandeses creen que ella debería perder la ciudadanía. Esta feminista valiente es una víctima de la cobardía y la necedad de su pares. Ellos creen, ingenuamente, que su partida calmará las aguas de la tempestad islamista local. Se equivocan.

Hirsi Ali encontró su nuevo refugio en los Estados Unidos, donde trabajará para el American Enterprise Institute, prominente centro de investigación conservador que la ha invitado a su casa. En la carta de invitación, el presidente de este instituto escribió unas palabras muy aleccionadoras para los europeos de temple tímido: “Nosotros apreciamos que sus puntos de vista han sido polémicos y probablemente permanecerán así; creemos que controversias como éstas, cuando son llevadas a cabo en un espíritu de civilidad y exploración razonada, son esenciales para el progreso intelectual, y deben ser bien recibidos en lugar de temidos…Mis colegas y yo esperamos con entusiasmo darle la bienvenida al AEI, y a América”. Solo en América; la tierra en la que la revista Time la ubicó entre las 100 personas más influyentes del mundo en el 2005, en la que la revista Reader´s Digest la eligió como “la europea del año 2006”, y en la que el American Jewish Committee le dio el “premio al coraje moral” este último mes de mayo.

Este caso ilustra muy elocuentemente las diferencias de enfoque entre Norteamérica y Europa acerca de la lucha contra el Islam radical, de la entereza moral de unos y otros, y de las consecuencias que se verán al fin del camino de uno y otro lado del Atlántico. Estas palabras de Daniel Schwammenthal, editorialista de la versión europea del Wall Street Journal, escritas acerca del affair Hirsi Ali, serán algún día consideradas proféticas : “Donde los defensores de la democracia deben huir mientras que los enemigos de la sociedad libre deambulan por las calles, no solo el valor de la propiedad será muy barato. También lo será la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.