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Comunidades, Comunidades - 2006

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

República del apocalipsis – 17/05/06

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“Hay un ayatollah sentado detrás de su escritorio”. Con esas palabras recibió una secretaria desde Teherán el llamado proveniente de Europa de un ex ejecutivo iraní en 1979. La Revolución Khomeinista acababa de triunfar y una larga noche comenzaba a descender sobre la alguna vez pujante Persia de antaño. Una generación después, los ayatollahs siguen sentados trás los escritorios del país.

En ese período los sufrimientos del pueblo iraní han sido agudos. El disenso ideológico ha sido penalizado. La libertad de expresión censurada. La única religión permitida es la oficial. Para las mujeres, la vida en Irán ha sido especialmente ardua. Niñas-mendigo de las calles de Teherán han debido disfrazarse de niños para evitar ser maltratadas. Años atrás, una diplomática europea acreditada en Tel-Aviv le contó a este articulista que cierta noche oyó ruidos extraños en su casa. Asustada, salió corriendo a la calle pero al percatarse que tenía su cabellera descubierta, optó por regresar. Más le temía a la policía iraní que al prospecto de encontrarse sola ante un intruso extraño en su propia casa. (Al final, se había tratado de un gato). En una reciente nota publicada en The New Republic, el politólogo alemán Matthias Kuntzel trajo una descripción del diario semi-oficial iraní Ettelaat a propósito del uso de niños para hallar minas explosivas durante la guerra que enfrentó a Irán con Irak en la década de los ochenta. “En el pasado hemos tenido niños voluntarios: de 14, 15 y 16 años. Iban a los campos minados. Sus ojos veían nada…y luego, unos momentos más tarde, uno veía nubes de polvo. Cuando el polvo se había dispersado, no se veía más nada de ellos. En algún lugar, ampliamente esparcidos en el paisaje, yacían restos de carne quemada y pedazos de hueso”. De ahora en más ello cambiaría, y un criterio más sensible hacia los niños iraníes prevalecería. Continuaba el diario iraní: “Antes de entrar a los campos minados, los niños [ahora] se envuelven en sábanas y ruedan por el suelo, de manera que las partes de su cuerpo permanezcan juntas luego de la explosión de las minas y uno pueda llevarlos a sus tumbas”.

Damas y caballeros, con Uds. el régimen iraní.

Desde el triunfo de Mahmoud Ahmadinejad la situación ha empeorado, aunque ya no solo para los iraníes. El actual presidente se ve a sí mismo como el facilitador de la llegada del Doceavo Imán (la cual estaría precedida por el Armageddón) y al poco tiempo de asumir cargos asignó u$s 17 millones de fondos oficiales a la mezquita Jamkaran, de cuyo precinto los más devotos iraníes musulmanes creen que el Doceavo Imán surgirá. A su vez, Ahmadinejad sufre de alucinaciones divinas. Inadvertidamente, quedó filmado en un video luego de su discurso ante la Asamblea General de la ONU el mes de septiembre último, al decir a un clérigo que mientras se dirigía a la familia de las naciones “sentí que la atmósfera repentinamente cambió y durante esos 27 o 28 minutos, los líderes del mundo no pestañearon…Era como si una mano los estuviera reteniendo allí, y abrió sus ojos para recibir el mensaje de la República Islámica”. Y además, parece ser proclive a la filosofía existencialista. Desde que asumió el poder, continuamente pondera si el Holocausto ha realmente ocurrido o no, reflexiona a propósito de la existencia del estado judío, y se pregunta como luciría -conforme al título de una conferencia pública de reciente acontecimiento en Teherán- “un mundo sin sionismo”. En pocas palabras, Irán está siendo gobernada por un delirante, y permitirle que acceda a armamento nuclear sería una locura.

El problema trasciende a este líder peculiar, no obstante; otros varios líderes iraníes en el pasado ya habían llamado a la destrucción de Israel, fomentado un sentimiento anti-occidental en su patria, esponsoreado terrorismo internacional, desarrollado misiles balísticos de largo alcance, y efectuado operaciones de asesinatos de disidentes exiliados. Pero la renovada obsesión anti-israelí del presente régimen debería ameritar renovada preocupación mundial acerca del uso no pacífico de la tecnología nuclear por parte de la república islámica. Un reciente intercambio indirecto de pronunciamientos amenazantes entre Estados Unidos e Irán muestra cuan grave es la amenaza que pesa sobre Israel. Primero, Ahmadinejad anuncia su anhelo de “borrar a Israel del mapa”. Acto seguido, el presidente Bush advierte que si Irán ataca al estado judío, Norteamérica defenderá a Israel. Luego, un almirante de las guardias revolucionarias iraníes dice que Israel será el primer objetivo en su lista si EE.UU. atacara a Irán. Vale decir, si Washington no interviene para frenar el programa nuclear iraní, sabemos que en un horizonte no muy lejano Teherán intentará pulverizar a Jerusalém. Y si Washington interviene para prevenir ello, entonces Teherán lo intentará también.  

Hace poco, Charles Krauthammer señalaba un simbolismo inquietante en las páginas del Washington Post. Por primera vez en casi dos mil años -desde la caída de Judea en manos de Roma en el siglo II de la era común- hay más judíos en Israel (5.6 millones) que en cualquier otra nación del mundo (incluyendo a EE.UU., con 5.2 millones de judíos). Para cuando Irán -hoy gobernada por un “demagogo que quiere hacerle a los israelíes lo que él aduce los nazis no le hicieron a los judíos” según Amnon Rubinstein- obtenga la bomba nuclear, de aquí unos años, la población judía de Israel estaría rondando los 6 millones…precisamente la cantidad de judíos exterminados en Europa, unas pocas décadas atrás, por otro fanático alucinado.

El paralelismo histórico es escalofriante y la situación ya se ha tornado demasiado grave como para seguir apostando a las virtudes de la diplomacia. El momento para actuar es ahora: antes de que Irán adquiera poderío nuclear y deje de ser una nación peligrosa para transformarse en una nación peligrosa y además intocable.

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Por Julián Schvindlerman

  

T de terrorismo – 28/04/06

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En lo relativo al extremismo ideológico y la violencia política, una de las pocas decisiones moralmente claras que Hollywood parece haber podido tomar es que el Nazismo fue algo malo. De ahí en más, todo resulta confuso, grisáceo o relativo para los genios creativos de la industria del entretenimiento en celuloide. Tres películas de estreno reciente ilustran el punto: “Munich” de Steven Spielberg, una realización edulcorada que muestra titubeo en condenar sin amagues al terrorismo; “Paradise Now” de Hani Abu-Assad, una apología descarada del terrorismo-suicida palestino; y “V de Venganza” de los hermanos Andy y Larry Wachowski, bizarro film que celebra sin ambigüedades el anarquismo y terrorismo de antaño.

En “Munich”, en lugar de enfocarse en las obscenidades del terrorismo, Spielberg prefirió tratar los dilemas éticos del contraterrorismo, y para empeorar aún más las cosas, termina sugiriendo que moralmente no hay mayores diferencias entre lo primero y lo segundo.
Aquí no hay buenos y malos conforme al clásico patrón de Hollywood, sino personajes atormentados por el peso de sus conciencias en tanto avanzan en la consecución de su misión; ellos son los agentes israelíes que deben ajusticiar a los militantes palestinos que planearon y ejecutaron el asesinato de 11 compatriotas en las Olimpíadas de Munich de 1972. Las líneas entre lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral, van gradualmente diluyéndose hasta transformarse en una masa acuosa que al evaporarse no deja tras de sí certeza ética alguna. La frase más citada del film, “Toda civilización encuentra necesario negociar concesiones con sus propios valores”, intenta sugerir que hay algo intrínsecamente errado en la noción de luchar contra el terror. Este film puede ser visto como un espejo de la confusión interna de su director en lo relativo a la lucha antiterrorista, acontezca ésta en Israel o en su país natal.

“Paradise Now” es un film de alto contenido político dirigido por un palestino nacido en Nazareth, portador de ciudadanía israelí, que actualmente reside en Holanda. Esta película, aún no estrenada en la Argentina, recibió entre otros el premio del Festival de Berlín y el Golden Globe a la mejor película extranjera y fue nominada en la misma categoría a los premios Oscar de la Academia. La película narra la historia de dos atacantes suicidas palestinos mientras preparan un atentado en Tel-Aviv. Sus críticos han centrado sus protestas en la amabilidad del retrato de los atacantes, en la ausencia de sentimientos hacia las víctimas, y en la glorificación del fenómeno del terrorismo-suicida presente en la trama. El cineasta palestino se defendió aduciendo que el “verdadero terrorismo” emana de Israel, “el estado ocupador”. Trágica e irónicamente, el día que “Paradise Now” recibió uno de sus premios en Europa, un terrorista palestino se inmoló en la localidad israelí de Netanya matando a seis personas e hiriendo a varias otras. Es muy lamentable que la comunidad artística mundial haya sido incapaz de sancionar un film que exalta al terrorismo. Que esta producción haya cosechado tantos premios en Europa y EE.UU. es un testimonio a la banalización occidental de la violencia política actual.

Es, no obstante, la película “V for Vendetta” la que uno debe ver para advertir hasta que niveles la trivialización del terrorismo ha llegado. Esta película está inspirada en la historia de Guy Fawkes, el anarquista católico que en 1601 intentó explotar el parlamento británico. El film es absurdo en muchos aspectos pero altamente inquietante en al menos uno: puede tener el efecto de que las audiencias salgan de las salas de cine aplaudiendo a un terrorista que logra hacer volar en mil pedazos el Big Ben mediante explosivos transportados en el sistema de subtes londinense. El estreno de “V for Vendetta” -planeado para noviembre de 2005- debió ser postergado hasta marzo de 2006 para tomar distancia temporal de los ataques de julio último en Londres. Celebrar el terrorismo a cuatro meses de aquella pesadilla sería de mal gusto, habrán concluido los gurúes marketineros del film. ¿Otros cuatro meses después estará bien?

Llamémoslas ironías del destino si se quiere, pero hay algo de simbólico en ello. Es como si no importara cuanto Hollywood lo siga intentando, la realidad, tarde o temprano, termina haciendo añicos sus fantasías de celuloide. Y pocos casos ilustran esto como el del director árabe-americano Moustafá Akkad.

Akkad nació en Siria y se mudó a los EE.UU. donde estudió cinematografía. Si bien produjo la serie de películas “Halloween”, dedicó gran parte de su vida profesional a presentar una imagen positiva de los musulmanes, a quienes él consideraba que Hollywood no retrataba con justicia. En películas tales como “Mohammed, Messenger of God”, sobre la vida de Mahoma, o “Lion of the Desert”, sobre beduinos que luchaban contra el colonialismo, este director aspiraba a presentar una épica musulmana divergente de los convencionalismos en los que, según él, los productores estadounidenses regularmente caían. Estaba preparando una nueva película cuando murió. El film se llamaría “Saladin”, sería protagonizado por Sean Connery, y su propósito sería proteger al Islam de las distorsiones occidentales. Tal como el mismo acotó: “El Islam ahora mismo está siendo retratado como una religión ´terrorista´ en occidente y al hacer este tipo de película, estoy mostrando la verdadera imagen”. El 9 de noviembre de 2005, varios terroristas-suicidas musulmanes fueron enviados por Abu Mussab al-Zarqawi hacia Ammán, la capital de Jordania. Una vez allí, se inmolaron en los hoteles Radisson, Grand Hyatt y Days Inn provocando la muerte a docenas de personas.

Una de las víctimas fue Moustafá Akkad.

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Por Julián Schvindlerman

  

Qué hacer frente al triunfo de Hamas – 06/04/06

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Los resultados de las elecciones palestinas e israelíes han sido sumamente esclarecedores. Mientras que los israelíes han optado por el centrismo y el pragmatismo, representados por Kadima, los palestinos han puesto en el poder al elemento más radical de sus filas, el fundamentalismo islámico del Hamas. En tanto que los israelíes parecen haber ingresado en la era que el comentarista Amotz Asa-El denomina “neo-centrista, post-territorial y post-ideológica”, los palestinos aparecen estancados más que nunca en el fanatismo y la intransigencia. Una vez más nos topamos con el hecho lamentable de que el conflicto palestino-israelí tiene sus raíces en el rechazo palestino a la existencia de Israel y de que, en consecuencia, su resolución no es contingente a los resultados de ésta o cualquier otra elección israelí.

El acceso de Hamas al máximo poder político en la arena palestina reafirma la opción unilateral israelí. Tal como acotó David Horovitz, editor general del Jerusalem Post, si el fracaso de Camp David en el 2000 demostró que el liderazgo palestino no quería la paz, el ascenso de Hamas en el 2006 prueba que el pueblo tampoco. La ausencia de un auténtico socio para la paz en el campo palestino es histórica. El primer líder palestino notable fue Haj-Amín al-Husseini, un simpatizante y colaborador del Tercer Reij. A éste lo sucedió un pariente suyo, Yasser Arafat, la primera figura palestina con la  que Israel se avino a lidiar diplomáticamente y que resultó ser un terrorista irreformado. Su sucesor, Abu Mazen, fue y aún es un negador del Holocausto. Y ahora los palestinos nos traen a Ismael Hanyeh, un fanático religioso. Ya es hora de aceptar la indisposición palestina hacia la paz.

En junio de 2002, el presidente George W. Bush creó un importante precedente político al convertirse en el primero de todos los presidentes norteamericanos en expresar apoyo público al establecimiento de un estado palestino. Tal apoyo fue, no obstante, condicional a la performance de su liderazgo. El estado palestino sería visto favorablemente siempre y cuando su liderazgo no estuviera “comprometido con el terror”. Hoy, para incomodidad de la administración republicana y para vergüenza palestina, el gobierno palestino esta lleno de terroristas. De 24 ministros del nuevo gabinete, 14 cumplieron condenas en cárceles israelíes.

¿Fue el voto hacia el Hamas un voto-protesta frente a la corrupción de Fatah? No. Había listados de candidatos independientes con propuestas de reforma y mayor transparencia y flexibilidad. Ellos obtuvieron solamente dos bancas, frente a las 74 del Movimiento de Resistencia Islámico (su nombre en árabe). La plataforma del Hamas es pública y bien conocida por los palestinos. Llama a la destrucción de Israel y a la creación de un califato islámico desde el río Jordán al mar Mediterráneo.

¿Cortar la asistencia económica implica castigar al pueblo palestino? No. Significa  educarlo, enseñarle que las decisiones nacionales acarrean consecuencias nacionales. Hamas no tomó el poder mediante un golpe de estado; fue electo mediante sufragio popular y libre. Su ascenso al poder refleja la voluntad del pueblo palestino. ¿Pero aislar al Hamas, no lo llevará a los brazos protectores de Irán? No, ya está allí. Los ayatollas iraníes ya vienen financiando a esta agrupación terrorista islámica por un largo tiempo.

¿Y que entonces sobre respetar los procesos democráticos tan defendidos por EE.UU.? Sí, pero una cosa es respetar a una democracia y otra cosa es respectar a una entidad terrorista. Ejemplo al caso es la Austria del año 2000 cuando la victoria democrática del nacionalista Jorg Haider no impidió que ese país fuera puesto en una virtual cuarentena diplomática. Acá la situación es más grave: además de ser negacionistas y judeófobos, como Haider, los islamistas palestinos anhelan destruir al estado judío y están involucrados en operaciones terroristas. Si por mucho menos se marginó a Austria, ¿por qué no hacerlo ahora con la nueva y empeorada Autoridad Palestina?

Desde su triunfo electoral, el Hamas se ha rehusado a reconocer a Israel y a abandonar la “resistencia”. Solo ha suscripto a una tregua informal y pronunciado lindas palabras para consumo occidental. El analista Ehud Yaari opina que probablemente el Hamas ofrecerá una extensión de dicha tregua y accederá a una falsa aceptación de Israel a cambio de independencia, sin paz ni resolución del conflicto. Él estima que la comunidad internacional presionará a Israel aduciendo que es preferible un armisticio sin acuerdo de paz a la violencia, y que la izquierda israelí optará por el escenario posible en detrimento del escenario necesario: el cumplimiento de los tres requisitos exigidos hasta el momento, a saber: reconocimiento de Israel, abandono del terrorismo, y respeto de acuerdos preexistentes.

Asumir que el Hamas moderará sus posiciones ahora que ha dejado de ser un grupo opositor y se ha hecho más fuerte mediante el control del aparato estatal palestino es ubicar a la esperanza por sobre la razón. Arafat no lo hizo, Saddam Hussein no lo hizo, Bashar el-Assad no lo hizo, Mahmoud Amadinejad no lo hizo, y el mullah Omar tampoco lo hizo. ¿Por que habría de hacerlo Ismael Hanyeh, cuando está a su vez comprometido teológicamente con una cosmovisión islamista radical vinculada a la agenda global de la Hermandad Musulmana?

El Islam fundamentalista ya gobierna Palestina. Hizbullah tiene fuerte presencia en El Líbano. Al-Qaeda opera en Jordania y Egipto. Esperemos que Europa, Rusia y otros se sumen a los esfuerzos israelíes y estadounidenses en contener el Hamastán que acaba de ser creado no muy lejos de Jerusalém. En este panorama inquietante, el unilateralismo defensivo surge como la mejor opción política para Israel. Podrá no ser lo más agradable en materia de relaciones públicas, pero en la escala de prioridades el cariño mundial viene después de la seguridad nacional.

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Por Julián Schvindlerman

  

Un Talibán en América – 15/03/06

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La mañana del 26 de febrero último me encontraba en Nueva York y decidí desayunar distendidamente en uno de los tantos Starbucks Coffee que adoro. Me senté en una de sus mesas acompañado por un delicioso y humeante café de chocolate blanco, desplegué la abultada edición dominical del New York Times, y, al toparme con la portada de su revista,  quedé estupefacto. El rostro de un joven afgano me miraba, vestía saco y camisa, y más abajo se leía la siguiente capción: “Él fue el vocero de los Talibanes. ¿Entonces que está haciendo en Yale?”. Así, en segundos, aquella atmósfera de relajo se disipó por completo.

Y no era para menos. ¿Cómo podría el ex portavoz de uno de los regímenes más retrógrados del planeta, legendario por su fanatismo religioso y antiamericanismo visceral, y bajo cuya hospitalidad planeó Osama Bin-Laden los atentados contra el World Trade Center, residir libremente y estudiar en una de las universidades elite del “imperio”? ¿Cómo pudo Yale aceptarlo cuando –consideraciones políticas al margen- este joven de 27 años ni siquiera había terminado el secundario? ¿Cómo pudo el Departamento de Estado –tan estricto desde el 11 de septiembre de 2001 con la emisión de visados- haber aprobado su ingreso al territorio soberano? ¿Cómo pudo la comunidad de inteligencia –después de tantas reorganizaciones institucionales- no haber detectado esto? Todo lucía demasiado bizarro para ser cierto. Pero lo era. Rahmatullah Hashemi, tal es su nombre, estudió tranquilamente en una de las más prestigiosas universidades norteamericanas (el alma mater del presidente George W. Bush, irónicamente) durante ocho meses hasta que el New York Times causó revuelo con la publicación de la insólita novedad.

El enlace que le abrió el camino hacia Estados Unidos fue Mike Hoover, un periodista freelance de la CBS de quién Hashemi fue guía y traductor durante una de las varias visitas que el primero hizo a Afganistán, luego permanecieron en contacto, y cuando el régimen Talibán cayó Hoover sugirió a Hashemi que continuara sus estudios del otro lado del mapamundi, llegando incluso a crear una fundación para lograr tal propósito. Como resultado de sus esfuerzos, ahora estamos presenciando una de las situaciones más surrealistas de la era post-9/11: quien fuera portavoz de un régimen bestial que promovió terrorismo, oprimió a las mujeres, masacró a homosexuales, y odiaba a los “infieles”, ahora se pasea en un campus universitario con judíos, cristianos, ateos, mujeres liberadas, gays y lesbianas, cena frecuentemente en el restaurante kosher de la universidad, y hasta se anotó en el curso “Terrorismo: pasado, presente y futuro”.

Todo esto es a primera vista tan sorprendente que uno se ve arrastrado al campo de la especulación en un intento de explicar racionalmente las motivaciones estadounidenses en este affair. ¿Podría tratarse de un premio político a un ahora informante? ¿Estarían los expertos en relaciones públicas procurando convertir al ex-Talibán en un símbolo del triunfo norteamericano en la tan mentada guerra de las ideas? Es difícil saberlo, pero ambas conjeturas lucen improbables. En cuanto a la primera, un buen fajo de billetes hubiera logrado lo mismo más discretamente. En cuanto a la segunda, para ser coherente debía haber estado acompañada de una campaña de publicidad. 

Me temo que más bien se trata de un caso de respeto a la diversidad cultural llevado al extremo, donde en aras del multiculturalismo las elites progresistas norteamericanas parecen estar dispuestas a todo…incluso a albergar al enemigo en su propia casa. Tal es así que lejos de abochornarse por la noticia, un diplomático que dicta clases allí dijo en una entrevista con la revista de la universidad Yale Daily News que “esto nos muestra al frente en identificar y estimular a aquellos con el potencial de hacer del Medio Oriente un lugar mejor y una región responsable dentro de la comunidad internacional”.

Si este es uno de esos candidatos destinados a mejorar el Medio Oriente estamos en problemas. Hashemi fue el defensor público de un régimen feudal que exhibió cuerpos descabezados en la calles a modo de advertencia a futuros rebeldes, que exterminó a homosexuales arrojándolos en pozos que luego eran cubiertos con trozos de paredes demolidas sobre ellos, que les arrancaba las uñas a mujeres que osaban maquillarse, que ejecutaba públicamente a opositores en el estadio de fútbol de Kabul, que demolió dos estatuas milenarias de Budah y que mandó a sacrificar cien vacas en penitencia por no haber derribado las estatuas con anterioridad, entre otras atrocidades. Tan cruel era la vida para las mujeres durante la era Talibán que según un estudio de la profesora de Harvard, Lynn Amowitz, el 18% de 223 mujeres afganas que ella entrevistó dijo haber intentado suicidarse bebiendo pesticidas o ahogándose en ríos locales. Una mujer que huyó de Afganistán durante los años ochenta comentó al Wall Street Journal: “La ironía de que Yale esté educando a un oficial de un régimen que prohibía a las mujeres  ir a la escuela es demasiado”. Consciente de la contradicción presente, el propio Hashemi dijo al New York Times: “En cierto sentido soy la persona más afortunada del mundo. Pude haber terminado en la Bahía Guantánamo. En lugar de ello terminé en Yale”.

Después de todo, quizás sea Yale el lugar adecuado para Hashemi. La noción de aceptación de la “otredad” reina tan magistralmente en su campus que en marzo de 2001 se realizó un debate titulado “El Talibán: pros y contras” -sigo curioso por saber cuales eran los “pros”- y Amy Aaland, la directora ejecutiva del centro judío donde el ex-talibán cena usualmente –la veta judía en este episodio no podía faltar- no tiene reparos en afirmar que este asunto es “representativo de la rica diversidad cultural de Yale”.

También es representativo, uno podría agregar, de la desubicada benevolencia que plaga a vastos sectores del progresismo norteamericano.

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Por Julián Schvindlerman

  

Las caricaturas de la discordia – 01/03/06

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Cuando el artista argentino León Ferrari exhibió su obra que mostraba la cocción de Jesús sobre una sartén, hubo quejas y protestas de parte de adherentes a la Fe católica en Buenos Aires. También hubo quejas y protestas cuando una muestra de arte en Estados Unidos presentaba un cuadro de la Virgen María cubierto con excremento de elefante (tuve el disgusto de presenciar esa asquerosidad personalmente en Nueva York años atrás) o cuando otro “artista” tuvo la ocurrencia de hacer pasar por innovación la exposición de un crucifijo dentro de un tacho lleno de orina. En todos estos casos el carácter insultante hacia  la simbología religiosa cristiana era tan intencional como evidente, más la reacción de los católicos ofendidos consistió principalmente en enviar cartas de lectores a los periódicos y  organizar manifestaciones pacíficas.

Se trató de cristianos que ofendían a otros cristianos, uno podría acotar, y eso explicaría la mesura de la respuesta a la ofensa inicial. Quizás. Pero cuando cristianos ofendieron a judíos publicando en la prensa europea caricaturas demonizadoras de los israelíes durante gran parte de lo que duró la denominada intifada “Al-Aqsa”, apelando en muchos casos a clásica iconografía antijudía, la reacción israelí consistió centralmente en presentar alguna que otra queja formal a nivel diplomático y en enviar cartas a los periódicos u organizar manifestaciones a nivel comunitario. Lo más violento que lo que yo tengo registro en este campo, consistió en la actitud de un embajador israelí en Estocolmo de estropear una “obra” que presentaba la fotografía de una terrorista palestina navegando sobre una piscina de líquido rojo que sugería la glorificación o banalización del derramamiento de sangre judía.  

Finalmente, cuando cristianos publicaron caricaturas ofensivas para la grey islámica, la reacción no se limitó al campo de la legítima y pacífica protesta, sino que devino en quemas de embajadas europeas en Beirut, Damasco y Teherán, violentas manifestaciones en Gaza, Yakarta, Somalia, Jordania, Siria, Egipto, Sudán, Irán, Pakistán, Afganistán  y otro países que dejaron más de una docena de muertos, retiradas de embajadores de países islámicos en Europa, boicots a productos daneses, y banderas de Suecia y Dinamarca (ambas con cruces en sus diseños) pisoteadas en frenesís públicos de masas exaltadas que totalmente fuera de sí pedían -literalmente- las cabezas de los infieles transgresores al tono de invocaciones a la grandeza de Alá. En la propia Londres -donde el museo Tate Britain vetó el año pasado una exhibición de arte sobre el Corán para no herir la sensibilidad de su comunidad musulmana luego de los atentados de julio perpetrados por musulmanes contra cristianos- se veían procesiones de enardecidos musulmanes con keffiyes en sus cabezas, carteles que anunciaban “Europa es el cáncer, Islam es la respuesta”, y hasta un individuo vestido como terrorista-suicida. ¿Modales británicos al estilo musulmán?

Esta reacción absolutamente desproporcionada a la supuesta ofensa primaria –una serie de dibujos que pretendían satirizar al Islam radical- posee un historial que ilustra de manera escalofriante la inclinación islámica hacia la violencia. El edicto de muerte iranícontra el escritor Salman Rushdie de 1989 por su supuesta blasfemia del Islam, la condena en 1994 de la periodista bengalí Taslima Nasreen por haber documentado los abusos que sufría la minoría hindú en la musulmana Bangladesh, la intifada palestina gestada en el 2000 según los voceros palestinos por la visita de Ariel Sharon de un sitio sacro tanto para judíos como para musulmanes en Jerusalém, las revueltas que disparó en 2002 un artículo de la nigeriana Isioma Daniel a favor de la celebración del concurso Miss Mundo en su país, el asesinato en la vía pública del cineasta holandés Theo Van Gogh en 2004 por haber documentado en un film la violencia contra las mujeres en las tierras musulmanas, las revueltas que provocaron muertes en el Medio Oriente en el 2005 luego de que Newsweek informara erróneamente que un Corán había sido profanado por soldados norteamericanos en Guantánamo, y la cólera colectiva parisina en la que enardecidos musulmanes incendiaron miles de automóviles en unas pocas semanas para protestar su marginación social, son solo algunos de los ejemplos más salientes a colación. Que sus bruscas protestas ocurran en paralelo a atropellos que ellos mismos cometen contra otras religiones tan solo puede darle un cierto toque irónico -sino directamente hipócrita- a todo el asunto. ¿No fueron acaso musulmanes quienes derribaron dos estatuas milenarias de Buda en Afganistán? ¿No ha sido acaso en las mezquitas palestinas donde cotidianamente por más de una década ya se viene tildando a los judíos de perros y cerdos? ¿No es acaso en la televisión egipcia donde se emite una serie de 41 episodios basados en los “Protocolos de los Sabios de Sión”? ¿No es acaso en Arabia Saudita donde no se puede ingresar al territorio soberano con cruces o estrellas de David? ¿No es acaso en Jordania donde está penalizada con la muerte la venta de tierras a judíos?

He aquí un choque de culturas en donde el valor occidental de la libertad de expresión, por un lado, y la intolerancia islámica, por otro lado, colisionan irremediablemente. “La libertad de expresión simboliza la guerra contra el Islam” se leía en una pancarta cargada por una turba en Dacca, Bangladesh. Se equivocan, sin embargo, los fanáticos de Dacca. La verdadera guerra contra el Islam la están llevando a cabo ellos mismos: los oscurantistas en sus propias tierras que reprimen todo vestigio de libertad personal, pensamiento crítico y actitud tolerante, quienes con su extremismo religioso, político y cultural insisten en mantener estancado al Islam en el medioevo, aquellos que con cada nuevo atentado en nombre de Alá confirman la certeza del pionero Samuel Huntington que allá por el año 1993 vaticinó precisamente lo que a lo largo de los años, y de manera cada vez más evidente, se ha ido desarrollando: un choque entre la civilización islámica y la judeocristiana occidental. Y se equivocan más aún, por sobre todo, aquellos musulmanes que consideran más dañino a su Fe unas simples caricaturas que su apoyo –a través del aplauso o del silencio- al fanatismo de sus correligionarios terroristas-suicidas.

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Una pérdida colosal – 11/01/06

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El slogan de la campaña electoral que llevó a Ariel Sharon a la oficina del Primer Ministro de Israel en el año 2001 rezaba en hebreo “Rak Sharon evi shalom” (Sólo Sharon traerá la paz). La propaganda televisiva mostraba sucesivas imágenes de un Arik sonriente tomando flores en la pradera, manejando un tractor con el trasfondo de un cielo límpido, o sentado junto a un niño, con una tranquila melodía de fondo. Recuerdo que al ver ese corto publicitario en el televisor de mi departamento en Jerusalém no pude menos que sonreír  frente a la idea de los asesores de imagen de Sharon de apelar a la carta de la paz al promover la candidatura de un peso pesado de la política israelí como lo era “la topadora” Sharon: el militar implacable que había derrotado al terrorismo palestino de los años cincuenta, contenido el avance egipcio durante la guerra de Iom Kipur de 1973, expulsado a la OLP de su bastión en Beirut en 1982, generado temeroso respeto en el mundo árabe, y colonizado Judea, Samaria y Gaza a partir de la victoria relámpago del ejército israelí en la guerra de los seis días de 1967. Hoy, sin embargo, puedo advertir la verdad de aquel slogan forzado de antaño: efectivamente, al afianzar la seguridad del estado, Sharon ha sentado las bases para la consolidación de la paz.

Esto es así porque Sharon adoptó al realismo como el vector de su estrategia geopolítica, diplomática y militar. A diferencia de las propuestas tradicionales del Laborismo y del Likud- cada una a su manera ilusoria e imposible- Sharon encontró un camino intermedio, a la vez asequible y razonable, entre los polos opuestos de la paz fantasiosa con la que la izquierda ha incurablemente soñado, y el futuro de posesión territorial eterna que la derecha ha idealizado. Sharon comprendió que tanto la izquierda como la derecha habitaban, si bien en rincones apartados, el mismo territorio de la ilusión. La izquierda presenció el colapso de sus presupuestos ideológicos mediante el proyecto Oslo, donde la irrealidad de sus nociones y la ingenuidad de sus propuestas pacifistas estallaron con cada bomba de los terroristas palestinos. La derecha insistió en negar la realidad del mapa demográfico nacional y quedó así huérfana de un criterio sobre el que sustentar su de otra forma  coherente política de seguridad. Al posicionarse en el centro del espectro político, Sharon no solo aglutinó el sentir de muchos israelíes, sino que gestó la única estrategia política y de seguridad viable en la coyuntura presente; un sendero imperfecto quizás, pero desprovisto de la pureza ideológica de la derecha o del pacifismo romántico de la izquierda. Es decir, un sendero transitable al fin de cuentas.

Es por esto que la mayor parte de los israelíes lo apoyan, dándole altas posibilidades de haberse convertido en el primer gobernante israelí en obtener tres mandatos consecutivos, donde el último de ellos a su vez quebraría el habitual bipartidismo Likud-Laborismo al permitir, de haberse dado el caso, por primera vez a un candidato que no perteneciera a los partidos tradicionales alcanzar el puesto de primer ministro. Esto hubiera sucedido a pesar de los importantes vaivenes ideológicos de Sharon así como de la casi total vaguedad con la que manejaba su agenda política. Nadie, salvo quizás sus más próximos allegados, sabían con certeza hacia donde se dirigía Sharon. Existía, podríamos decir, una suerte de acuerdo tácito entre el gobernante y los gobernados a propósito de la dirección en la que la nación se encaminaría bajo su tutelaje. Había confianza en su sentido político, en su experiencia, en su realismo, en su criterio para la toma de decisiones, y, por sobre todo, vasta confianza en la fuerza con la que él implementaría tales decisiones. El cariño que gran parte del pueblo le tiene quedó expresado en boca de un ciudadano israelí entrevistado por la prensa internacional, al decir: “Él es como un abuelo para nosotros”. Esta veta paternalista y protectora es, en esencia, profundamente Ben-Gurionista, y será indudablemente añorada por un largo tiempo en Israel.

Al momento de escribir estas líneas, Sharon continúa internado. Ya es vox populi que no podrá retornar a la vida política, pero su legado –gestado en menos de cinco años de gobierno- ya es formidable. Él ha quebrado a la intifada palestina mediante una combinación de medidas tales como la construcción de la barrera de seguridad, la eliminación selectiva de terroristas, el reingreso a zonas conflictivas, y la marginación del entonces líder de los palestinos y acérrimo enemigo, Yasser Arafat, cuya muerte pudo Sharon presenciar. Ha demostrado la solvencia y la posibilidad del unilateralismo como modo de acción israelí, a partir de la carencia de un socio para la paz serio del lado palestino y frente a la realidad de un mundo poco comprensible de los dilemas de Israel. Y lo más importante de todo, a pesar de la vaguedad que lo rodeaba, ha legado a su nación una visión de futuro, una guía a seguir basada en lo que podríamos llamar un pacifismo realista, sustentado no en la fantasía de lo ideal, sino en la seguridad de lo verdadero.

El antaño considerado paria internacional por sus detractores, el general demonizado por sus adversarios, el político humillado otrora por sus propios hermanos, abandona el escenario político ahora vindicado ante enemigos y aliados por igual. Ariel Sharon deja tras de sí un estado judío más seguro, más unido, y con una Hoja de Ruta hacia el futuro diseñada a partir de la sabiduría, temple y trayectoria que merecidamente lo han ubicado en el panteón de los grandes próceres de Israel y héroes de la historia judía.

Comunidades, Comunidades - 2005

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

La verdad acerca de las mentiras sobre Irak – 28/12/05

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Al observar los desarrollos recientes dentro de la sociedad norteamericana en torno al debate sobre la situación en Irak, uno debería ser perdonado por suponer que la elite mediática y política estadounidense parecería estar decidida a sabotear los esfuerzos del gobierno en las áreas de la seguridad nacional y la política exterior. La infundada acusación de Newsweek de que el ejército norteamericano había profanado un Corán, la publicación por parte del Washington Post de una noticia reveladora acerca de la existencia de una red de prisiones secretas administradas por la CIA en Europa, la denuncia del New York Times a propósito de un sistema de monitoreo de las comunicaciones dentro y fuera de EE.UU. de sospechosos de terrorismo, el procesamiento del jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney por la filtración a los medios de la identidad de un agente secreto, y la decisión del senado de limitar las atribuciones del “Acta Patriótica”, son algunos de los casos salientes que atestiguan acerca de una gigante ofensiva moral en el campo de la opinión pública norteamericana respecto de la política de defensa adoptada por la administración republicana luego del 11 de septiembre de 2001.

El epicentro del debate sobre los ejemplos arriba indicados ha girado en torno a las virtudes o defectos de la conducción de la guerra contra el terror. Existe, sin embargo, un cuestionamiento mucho más profundo a la totalidad de la empresa norteamericana en Irak que yace ya no en lo relativo a la manera en que la guerra está siendo librada, sino que impugna los motivos que gestaron esta guerra en primer lugar, a saber: la noción de que el presidente George W. Bush le mintió al pueblo norteamericano -y al mundo entero- al afirmar que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y que estaba dispuesto a usarlas contra ciudadanos norteamericanos. Con todo lo escandalosas que las filtraciones de la prensa anteriormente citadas puedan ser, ellas empalidecen en gravedad al compararlas con la seria acusación de que el presidente Bush envió a la muerte a miles de jóvenes soldados a una tierra lejana detrás de una falacia deliberada. Si esto fuera cierto, es decir, si Bush efectivamente hubiera mentido para precipitar a su nación hacia el abismo de una guerra innecesaria y en consecuencia evitable, entonces el sustento moral de toda la estrategia político-militar estadounidense sería severamente dañado.

Es por esto que es tan importante poner las cosas en claro en este sentido. Y nadie lo ha hecho mejor hasta la fecha (al menos hasta donde yo sé) que el prestigioso observador político Norman Podhoretz, cuyo brillante exposé -publicado en la edición del presente mes de diciembre de la influyente revista Commentary– da por tierra con esta falsa invención al demostrar que no solamente el actual presidente republicano creía que el dictador de Bagdad tenía armas de destrucción masivas, sino que la creme de la creme del establishment demócrata y de la prensa liberal norteamericana también creía firmemente en ello; en algunos casos, aún con anterioridad a que Bush asumiera la presidencia.

Así, el entonces presidente William Jefferson Clinton dijo a fines de 1998: “Por más pesado que sea, el costo de la acción debe ser pesado contra el precio de la inacción. Si Saddam desafía al mundo y nosotros fallamos en responder, enfrentaremos una amenaza mucho mayor en el futuro. Saddam golpeará nuevamente a sus vecinos. Hará la guerra contra su propio pueblo. Y marquen mis palabras, él desarrollará armas de destrucción masivas. Él las desplegará y las usará”.* Su Secretaria de Estado, Madeline Albright, dijo esto también en 1998: “Irak está lejos, pero lo que allí sucede importa mucho aquí. Dado que el riesgo de que líderes de un estado agresivo usen armas nucleares, químicas o biológicas contra nosotros o nuestros aliados es la más grande amenaza de seguridad que enfrentamos”. Sandy Berger, el asesor de seguridad nacional de Clinton, sentenció que Saddam “usará esas armas de destrucción masiva de nuevo, tal como lo ha hecho diez veces desde 1983”. Al año siguiente, en 1999, un grupo de senadores demócratas instaron a la presidencia a “tomar las acciones necesarias (incluyendo, si fuera apropiado, golpes de misiles y aéreos contra sitios sospechosos iraquíes) para responder efectivamente a la amenaza que presenta el rechazo iraquí a dar por terminado sus programas de armamento de destrucción masiva”. Nancy Pelosi, hoy la líder del Partido Demócrata en el congreso, dijo: “Saddam ha estado involucrado en el desarrollo de tecnología de armas de destrucción masiva, lo que es un amenaza a los países de la región, y él se ha burlado del proceso de inspección de armas”. En octubre de 2002, la senadora Hillary Rodham Clinton afirmó: “En los cuatro años desde que se fueron los inspectores, informes de inteligencia muestran que Saddam Hussein ha trabajado para reconstruir su stock de armas químicas y biológicas, su capacidad de disparar misiles, y su programa nuclear. Él también ha dado asistencia, cobijo y santuario a terroristas, incluso a miembros de Al-Qaeda”. El mismo año, Al Gore (contrincante de Bush en la primer contienda electoral para la presidencia) dijo: “El procuramiento de armas de destrucción masiva por parte de Irak ha resultado imposible de disuadir, y deberíamos asumir que continuará en tanto Saddam permanezca en el poder”. También ese año, John Kerry (contrincante de Bush en la segunda contienda electoral para la presidencia) coincidió: “Yo votaré para darle al presidente de los EE.UU. la autoridad para usar la fuerza -si fuera necesario- para desarmar a Saddam Hussein porque yo creo que un arsenal mortal de armas de destrucción masiva en sus manos es un amenaza real y grave para nuestra seguridad”.

En cuanto a la prensa liberal, cabe traer a colación a los dos diarios más prominentes y más críticos del presidente Bush. Ya durante la presidencia de Bill Clinton, el New York Times estaba convencido de la existencia de armamento no convencional en Irak: “…sin más intervención externa, Irak podría reconstruir armas y plantas de misiles dentro del año y futuros ataques militares podrían necesitarse para reducir el arsenal nuevamente”. Por su parte, el Washington Post saludó la inauguración de la presidencia republicana en el 2001 diciendo que de todos los errores dejados atrás por la saliente administración demócrata, “ninguno es más peligroso -o más urgente- que la situación en Irak. A lo largo de los años, el Sr. Clinton y su equipo tranquilamente evitaron lidiar con…esfuerzos para aislar el régimen de Saddam Hussein y privarlo de reconstruir sus armamentos de destrucción masiva”.

Ahora, finalmente, podemos ver que la creencia del presidente Bush de que Saddam Hussein poseía armamento no convencional era una creencia ampliamente compartida por los líderes del partido demócrata, los diarios elite, y tantos otros que hoy convenientemente olvidan ello en pos de la promoción de una agenda política adversaria. Al hacerlo, ponen en jaque su seguridad nacional, la imagen internacional de su patria, y su propia credibilidad: después de todo, están bastardeando a la verdad. Lo cuál es bastante irónico, dado que si mal no recuerdo, esto era supuestamente lo que tanto les fastidiaba del presidente Bush.

* Salvo esta cita que he tomado de un editorial del Wall Street Journal, el resto de las presentadas en esta nota pertenecen al artículo de Norman Podhoretz.

Agenda Internacional

Agenda Internacional

Por Julián Schvindlerman

  

La fragilidad de la paz en el conflicto Palestino Israelí- Junio-Agosto 2005

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El año 2005 comenzó de manera promisoria para israelíes y palestinos: con cumbres diplomáticas del más alto nivel en Sharm El-Sheikh y Londres, visitas a Washington, apretones de mano entre los primeros ministros, declaraciones de fin de la contienda bélica, anuncios de cese-de-fuego, inminentes retiradas territoriales, y proclamaciones del comienzo de “una nueva era” en las relaciones entre ambos pueblos. En marcado contraste con los previos cuatro años de violencia física, parálisis política, desánimo social y decaimiento económico, el nuevo año parece haber traído consigo augurios positivos para el prospecto de la paz para estos pueblos.

Varios factores han confluido para generar cierto optimismo. Yasser Arafat, un gran obstáculo para la coexistencia pacífica entre israelíes y palestinos, ha desaparecido de la escena. Un nuevo líder palestino, el más moderado y menos doctrinario Mahmoud Abbas (o Abu Mazen), ha emergido y ha sido popularmente legitimado mediante sufragio electoral. El primer ministro israelí, Ariel Sharon, está decidido a abandonar porciones de tierra históricamente reclamadas por los israelíes como propias y tanto el gabinete como el parlamento israelí (Knesset) han aprobado el programa de desconexión de la Franja de Gaza y partes de Cisjordania (también conocida como Judea y Samaria), en tanto que la Corte Suprema de Justicia ha declarado constitucional dicho programa. Como trasfondo de todo este cuadro, George W. Bush ha sido reelecto como presidente de los Estados Unidos de América y su proyecto democratizador para el Oriente Medio ha recibido un impulso considerable con las exitosas elecciones en Afganistán, Irak y las zonas autónomas palestinas, así como con las manifestaciones pro-democracia en El Líbano, la incorporación (por el momento limitada) del multipartidismo en Egipto, y ciertos pasos políticos, de contenido democrático, adoptados en Kuwait, Qatar y Arabia Saudita

Una nueva ventana de oportunidad parece haberse abierto, ciertamente. Solo queda por explorar que tan abierta está o por cuanto tiempo permanecerá así, a la luz de los desafíos importantes que se avizoran en el sendero hacia la paz, y, por sobre todo, de la experiencia de las negociaciones fallidas de la última década.

Si bien goza de importante respaldo popular y de poder político, Ariel Sharon aún debe someter su propuesta de repliegue territorial a la consideración del gabinete ante cada fase de evacuación de cada grupo de asentamientos en cuestión, conforme fuera estipulado cuando el gabinete aprobó, en principio, el plan en junio de 2004. El programa de desconexión de la totalidad de la Franja de Gaza -cuya implementación se espera para el próximo mes de agosto- ha sido concebido como un proyecto unilateral y así permanecerá hasta el momento en que se decida evaluar el estado de las negociaciones con los palestinos y revisar la posibilidad de coordinar la implementación del mismo con sus autoridades.

La atmósfera política doméstica está caldeada por un inquietante nivel de acoso político a figuras ministeriales por parte de agrupaciones marginales de la extrema derecha, opositora  al repliegue territorial. Por su parte, Mahmoud Abbas –a pesar de haber obtenido más del 60% del voto popular- aún debe consolidar su base política, completar la reforma del aparato de seguridad, poner fin a la corrupción endémica en las instituciones oficiales, cesar  la incitación anti-israelí y anti-judía en la prensa, mezquitas y hasta en la currícula educativa, y lidiar con las facciones palestinas fundamentalistas que se oponen a negociaciones con Israel.

El espectro del terror

Sobre este último punto, Abbas enfrenta un dilema nada despreciable: según las obligaciones palestinas asumidas en los Acuerdos de Oslo y en la Hoja de Ruta, debe desmantelar la infraestructura terrorista, confiscar armas ilegales y efectuar arrestos, todo lo que lo pondría en un curso de colisión con las mismas facciones con las que está procurando mantener una “hudna” o tregua en su militancia anti-israelí para posibilitar la continuación de las negociaciones diplomáticas.

Los israelíes han dejado en claro que no negociarán bajo fuego y que el cese de actividad terrorista es, naturalmente, un sine-qua-non para el mantenimiento de las relaciones bilaterales. A su vez, Israel teme que el tan celebrado cese-de-fuego no sea más que un “recreo” oportunista que las agrupaciones fundamentalistas palestinas se toman para rearmarse y luego retomar sus ofensivas terroristas (como ya ha sucedido), o que éste se caiga, como tantos otros acuerdos en el pasado, entre Israel, la Autoridad Palestina y el Hamas. Los incidentes violentos ocurridos a principios de junio último ejemplifican cuán endeble es la situación: militantes del Hamas y de la Jihad Islámica dispararon fuego de mortero contra el asentamiento de Ganei, en Gaza, y contra el poblado israelí de Sderot, provocando la muerte a dos trabajadores palestinos y uno chino, hirieron a otros cinco y dañaron propiedades, alegando que era en respuesta a una confrontación previamente acontecida entre palestinos e israelíes en Jerusalén y a una acción israelí que dio muerte a uno de sus líderes(1). Obviamente, la repetición de tales acontecimientos afectaría sensiblemente las posibilidades para la paz.

Hasta el momento ha habido una reducción temporaria en los atentados, pero no un cese completo. En los estratos militares y la comunidad de inteligencia israelí hay algún consenso en que los ataques terroristas aumentarán a futuro, razón por la cuál se construiría una segunda barrera de seguridad alrededor de Gaza y se planea, además, instalar sistemas de alerta de misiles en la vecindad. Las estadísticas de abril último parecen justificar este pesimismo: hubo un aumento del 54% en los incidentes terroristas respecto del mes de marzo (250 en total) y 55 alertas de seguridad “calientes”(2). Las agrupaciones radicales palestinas han suscripto al “cese-de-fuego” de manera condicional a la liberación israelí de prisioneros palestinos y aquí podemos vislumbrar otra grieta: el gobierno de Israel ha dado el consentimiento a la liberación de más de 1000 prisioneros, excluyendo aquellos que tuvieran “sangre en sus manos”, pero el Hamas y la Jihad Islámica han requerido la liberación de los alrededor de 8000 palestinos encarcelados en Israel y podrían aducir un supuesto “incumplimiento” israelí para reiniciar así sus operaciones violentas cuando lo consideren conveniente.      
 
Indudablemente, ambas partes deberán enfrentar serios obstáculos domésticos para poder llevar adelante lo acordado. En este sentido, y sin aras de minimizar la magnitud del problema, debemos no obstante resaltar un aspecto conceptual de las obligaciones contractuales para disipar la repetición de una historia ya conocida: los compromisos asumidos han de ser cumplidos y no justificado su incumplimiento sobre la base de restricciones reales o ficticias. Durante el denominado proceso de paz entre israelíes y palestinos del período 1993-2000, la Autoridad Palestina (AP) repetidamente adujo no poder luchar contra los elementos radicales de su entorno a partir del riesgo de una guerra civil o de la falta de recursos suficientes para confrontarlos. Independientemente de lo valedero (o no) de esos planteamientos, el supeditar el cumplimiento de las obligaciones a un precio político doméstico vacía de contenido la idea de todo acuerdo y priva de credibilidad política al socio-infractor.

Esta vez, Israel no espera esfuerzos, sino resultados. Los israelíes han expresado su disposición a abandonar territorio disputado y un costoso programa ya ha sido desarrollado con vistas a ser implementado (solamente contemplando los costos del repliegue militar y las compensaciones a pagarse a colonos y empresas, el programa de desconexión totaliza unos 1.500 millones de dólares). Pero difícilmente pueda la administración de Sharon mantener una retirada -unilateral o coordinada- de Gaza y porciones de Cisjordania bajo el fuego de los extremistas palestinos o si éstos continúan sus ataques contra la población israelí. De hecho, los atentados palestinos tan solo forzarían al ejército israelí a retornar a las zonas disputadas y tomar control de las mismas para garantizar así la seguridad de su propia población, postergando indefinidamente, de esta manera, la retirada israelí y el eventual auto-gobierno palestino.

Los movimientos Hamas y Jihad Islámica pueden tener especial interés en que este sea precisamente el caso. Su raison d´etre es la lucha contra el estado judío, la liberación de toda Palestina (“del río al mar”) y no la pacífica convivencia. El conflicto provoca caos interno y ruina económica, un escenario que beneficia al Hamas en tanto proveedor de cobijo espiritual y servicios sociales a la población palestina. Las últimas elecciones municipales realizadas en la Franja de Gaza, en las que los candidatos del Hamas se impusieron sobre los de Fatah, han ilustrado el punto; como también lo han hecho las elecciones locales de mayo, en las que Hamas triunfó en ciudades importantes tales como Kalkilya, en la Ribera Occidental, y Rafah, Beit Lahia y al-Bureij, en Gaza. (También debemos dar crédito al hartazgo popular respecto de la corrupción de Fatah y al disenso interno por los resultados obtenidos). Desde la asunción de Abbas como Presidente de la AP, el movimiento fundamentalista Hamas ha dado una serie de pasos atípicos. Ha negociado su inclusión a la estructura de la OLP, lo que fue realizado de manera condicional pero aún así ha sido algo poco tradicional para la historia de este movimiento. Ha participado y ganado en elecciones locales y municipales, y ha anunciado su intención de competir -por primera vez desde la existencia del autogobierno palestino- en elecciones legislativas generales. A la luz de los previos éxitos electorales del Hamas, y temerosa de futuros logros, la AP ha decidido postergar dichas elecciones, planeadas inicialmente para el mes de julio. Este desplazamiento del Hamas hacia la arena política puede ser interpretado con optimismo como una transición efectiva de la guerra santa hacia la participación democrática, o bien ser visto con pesimismo tan solo como un cambio político táctico sin abandono de la meta estratégico-teológica de establecer un régimen islámico desde el Río Jordán al Mar Mediterráneo.  

Abbas comprende que las agresiones del Hamas no solamente representan una amenaza para Israel, sino también para el futuro palestino. Por eso ha instado a poner freno a las agresiones y enviado a miles de policías palestinos a patrullar la frontera de Gaza con Israel para evitar ataques. Puntualmente, luego de que el Hamas lanzara dos docenas de cohetes Qassam contra asentamientos y puestos militares israelíes a menos de 48hs del anuncio del cese-de-fuego, el premier palestino destituyó a altas figuras del área de la seguridad, entre ellos al jefe de la seguridad pública en Gaza y Cisjordania y de la policía nacional. Asimismo, en una medida orientada tanto a reafirmar su poder sobre las fuerzas de seguridad, como a enviar el mensaje a la comunidad internacional de que él está decidido a implementar reformas, Abbas ha sometido a todas las fuerzas de seguridad palestinas a la jurisdicción de tres organismos: el Ministerio de Interior, la Inteligencia General, y las Fuerzas de Seguridad Nacional.

Las contradicciones de Mahmoud Abbas

No obstante, la conducta de Abbas en este campo ha sido algo errática sino contradictoria. Ha tenido la valentía de bregar por la desmilitarización de la intifadah aunque su renuncia al terrorismo ha sido endeble y, particularmente, sus declaraciones durante la campaña electoral palestina fueron problemáticas. “Este no es el tiempo para este tipo de acto” (3) dijo a principios de enero en respuesta a un ataque con misiles del Hamas contra israelíes fuera de los territorios disputados, dejando abierta la posibilidad de un tiempo futuro en el que ese tipo acto pueda volver a efectuarse. En otras ocasiones había advertido que las confrontaciones con Israel habían hecho más daño que bien a la causa palestina, sugiriendo un enfoque netamente pragmático –no principista o moralista- en torno al uso de la violencia con fines políticos. En menos de una semana, entre el 30 de diciembre y el 4 de enero últimos, la actuación pública del entonces futuro premier palestino fue tan sorprendente que lindaba con la parodia. Primero, durante una visita a Jenín, Abbas -transportado en los hombros de Zakaria Zbeida, un terrorista de las Brigadas Al-Aqsa perseguido por sus felonías- declaró que él protegerá a todos los terroristas buscados por Israel. Al día siguiente anunció su exigencia de un repliegue israelí hasta las fronteras de 1949 (no las de 1967, aunque en otras ocasiones efectivamente habló de las fronteras del 67) y su apego al “derecho al retorno”; un supuesto derecho palestino a ahogar demográficamente al único estado judío del globo. Luego anunció que no luchará contra el terror palestino, y finalmente llamó a Israel “el enemigo sionista”(4), una caracterización empleada por los países y agrupaciones que desean la extirpación de Israel del Medio Oriente. La misma semana de su victoria electoral, Abbas dijo a su pueblo que “la Jihad pequeña ha terminado y la Jihad más grande está adelante”(5). Al mes siguiente, agentes de seguridad palestinos arrestaron a tres líderes del Frente Democrático para la Liberación de Palestina (una organización terrorista de la OLP) por un atentado cometido contra soldados israelíes, pero ellos fueron puestos en libertad cinco horas más tarde, en una clásica repetición de la política de “puertas giratorias” que prevaleció durante el gobierno de Arafat. Después de poco más de una semana, la AP decidió descongelar los fondos del Hamas depositados en varios bancos palestinos. Dos días más tarde, la AP anunció que unos 350 (el número ascendió luego a 500) fugitivos buscados por Israel por activismo terrorista, militantes de agrupaciones palestinas, entre ellas el Hamas y la Jihad Islámica, se unirían a las fuerzas de seguridad palestinas como fruto de un acuerdo entre Abbas y los líderes de esas facciones. “La acción es diseñada para protegerlos de intentos de asesinato israelíes” explicó Ibrahim Abu al-Naja, Ministro de Agricultura de la AP(6). Todo esto en apenas unas pocas semanas.

La noción de moderación palestina, ergo, ha de ser tomada con cierta prudencia. Abbas no es ciertamente Arafat. Pero tampoco es un paracaidista ingenuo recién caído en la arena palestina o regional. Todo lo contrario, es un veterano de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y de la AP, y cofundador –junto con Arafat y otros ocho palestinos- de un grupo nacionalista palestino gestado en 1959 cuyo nombre en árabe es Harakat al-Tahir al-Filastiniyya, cuyo acrónimo leído al revés dice “Fatah”, que quiere decir “conquista”. Este movimiento ya bregaba por la “liberación de Palestina” casi una década antes de que comenzara la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania y fue pionero en la no tan noble disciplina de actos de terror anti-israelí. Fue (y aún es), además, un líder de alto rango de la OLP; organización que solamente entre 1969 y 1985 cometió más de 11.250 atentados terroristas dentro de Israel, 435 fuera de Israel, quitó la vida a más de 650 israelíes (3/4 de ellos civiles) y más de 450 extranjeros e hirió a miles de personas en cuarenta y cinco países (7). Ya como oficial de la AP, Abbas fue parte de un sistema de gobierno que inculcó en las mentes de toda una generación de jóvenes palestinos un odio  profundo hacia los israelíes, tipificado- por traer tan solo uno de docenas de ejemplos posibles- en esta enseñanza tomada de un cuaderno escolar palestino: “Recuerda: el resultado final e inevitable será la victoria de los musulmanes por sobre los judíos”(8). Abbas, a su vez, ha relativizado la dimensión real del Holocausto y calumniado al pueblo judío en una tesis doctoral escrita para una universidad soviética, titulada “La otra cara: la conexión secreta entre el sionismo y el nazismo”, en la que sugiere que los judíos han exagerado su trauma durante la segunda guerra mundial. Y, finalmente, durante su visita a El Cairo a fines de enero pasado, Abbas se rehusó a disculparse ante el gobierno egipcio en nombre del pueblo palestino por haber celebrado éste el asesinato en 1981 de Anwar Sadat, el entonces presidente egipcio que firmó el primer acuerdo de paz entre un estado árabe e Israel.

El “derecho al retorno” como epifenómeno

Las líneas precedentes no pretenden insinuar que Mahmoud Abbas no sea el hombre adecuado para negociar la paz con Israel. Ni tampoco que el nuevo premier palestino no desee alcanzar una situación de estabilidad en la región y de mejoramiento en las relaciones con los israelíes. Simplemente nos sugieren que las expectativas y el optimismo deben necesariamente ser templados por la sobriedad y el realismo.

Es posible que las circunstancias lo hayan moderado, pero debemos tener presente que en lo relativo a las más centrales demandas palestinas, no mucho ha cambiado desde Arafat. Tal como su predecesor, Abbas también demanda un completo derecho al retorno para los refugiados palestinos; también exige una retirada total de los israelíes hasta las fronteras previas al 5 de junio de 1967; y también espera obtener la soberanía palestina sobre Jerusalén oriental. Y mientras que las actitudes de la AP bajo la capitanía de Abbas hacia los grupos fundamentalistas islámicos podrían llegar a ser vistas caritativamente en el marco de una política de integración de esos movimientos para evitar la confrontación, o para motivarlos a disminuir sus atentados, su retórica extremista difícilmente pueda ser explicada con análoga benevolencia. Su defensa del “derecho al retorno”, por ejemplo, tiene ecos especialmente inquietantes en el oído israelí y debería ser causa de preocupación para todos aquellos genuinamente interesados en una paz bilateral. Es pertinente recordar que las tratativas de Camp David del año 2000 colapsaron en gran medida debido a la insistencia palestina en realizar este retorno respecto del que el propio Abbas, unos meses después de las fallidas negociaciones, dijo a un periódico árabe que ellos habían demandado el “retorno a Israel y no al estado palestino”(9), y cuya “justa solución” fue citada como demanda en la plataforma electoral presidencial de Abbas. Vale decir, lo que los palestinos demandan mediante este “derecho” es que Israel albergue a los refugiados palestinos originarios de la guerra de 1948 en la que cinco países árabes repudiaron la Resolución para la Partición de Palestina de las Naciones Unidas para crear dos estados; violaron el derecho internacional al recurrir al uso ilegal de la fuerza mediante la agresión; procuraron destruir al incipiente Estado de Israel; y motivaron primero y perpetuaron luego el éxodo palestino del área geográfica de lo que es hoy el Estado judío. Los refugiados fueron inicialmente 600.000; hoy sus descendientes totalizan, según cifras de la ONU, más de cuatro millones de seres humanos.

¿Por qué sostienen los israelíes que el retorno palestino equivale a la obliteración del estado judío? Es una simple cuestión de números. En la actualidad, habitan en Israel alrededor de 5.5 millones de judíos y 1.3 millones de árabes. En Gaza y Cisjordania viven alrededor de 3.5 millones de palestinos. Quiere decir que en lo que se conoce como la Palestina del Mandato Británico desde el río Jordán al mar Mediterráneo -la “Palestina histórica” según la narrativa palestina, o el “Gran Israel” según el discurso israelí- ya residen en conjunto alrededor de 10 millones de israelíes (judíos y árabes) y palestinos (musulmanes y cristianos) divididos en partes casi iguales. Los palestinos reclaman para sí un estado propio, libre de habitantes judíos (los famosos colonos que serán “repatriados” al otro lado de la Línea Verde), pero exigen que Israel no sea un estado exclusivamente judío, sino que de lugar ya no solamente al millón trescientos mil de árabes que residen en Israel, sino también a los más de cuatro millones de refugiados palestinos ubicados en campamentos en Siria, Líbano, Jordania, la Ribera Occidental y la Franja de Gaza. Si este “derecho al retorno” fuera a ser implementado, entonces el Estado de Israel pasaría a tener una población no judía a la par, portadora de una tasa de natalidad mucho más alta que la de los israelíes, lo que la transformaría en mayoría al corto plazo, cancelando demográficamente de esta forma la naturaleza judía del único estado judío del mundo. Los líderes árabes siempre han comprendido esto. “Si los refugiados retornan a Israel, Israel dejará de existir” dijo el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser a un periódico europeo en 1960(10). Arafat por su parte se refirió cierta vez a las mujeres palestinas como “bombas biológicas”.

Dejando de lado el absurdo lógico que representa la demanda palestina –un movimiento nacionalista que reclama un estado independiente para sí, pero exige que su diáspora retorne a la nación vecina- sería además contraproducente para Israel reducir el tamaño de sus fronteras y permitir luego que el estado encogido sea inundado de refugiados palestinos, exacerbando así el problema demográfico cuya retirada territorial apunta a resolver, entre otras cosas, en primer lugar.

Dos para bailar el tango

Es por razones de este tipo que se invita en este ensayo a templar las expectativas con altas dosis de realismo. Por cuanto que el histórico apego palestino a posiciones intransigentes y sin solución posible (Israel jamás podría aceptar el retorno de los refugiados) puede llevar las negociaciones políticas a un callejón sin salida. Cuando la ONU adoptó la Resolución 181 para la creación de dos estados, estipuló que uno sería judío y el otro árabe (o en términos actuales: palestino). Pero en ningún momento sugirió la familia de las naciones que ambos estados debían ser palestinos. El liderazgo y pueblo palestino deberán adoptar un cambio mental importante en este sentido, si es la coexistencia pacífica su meta. El liderazgo y pueblo israelí han demostrado en apenas una década una flexibilidad ideológica sorprendente y a menos que sean correspondidos, es poco probable que la paz real alguna vez llegue. Hasta principios de la década del noventa, la ley israelí prohibía el contacto con miembros de la OLP y penalizaba con el encarcelamiento las infracciones. Hablar en favor de la creación de un estado palestino era un tema tabú, y siquiera imaginar la partición de Jerusalén era una aberración. A partir de 1993 -cuando el público israelí fue sorpresivamente informado de la existencia de un acuerdo con la OLP negociado secretamente en los bosques de Noruega; que el archi-enemigo del estado, Yasser Arafat, sería de allí en más un socio en el sendero hacia la paz; que zonas de importante valor histórico y considerable valor estratégico serían cedidas a los palestinos; y que el mismísimo estado palestino que durante décadas se dijo a los israelíes era una amenaza mortal a su existencia nacional sería establecido de común acuerdo- los israelíes han atravesado un camino nada llano, de hecho muy ríspido, hacia la aceptación de la nueva realidad.

Nadie mejor que el propio Ariel Sharon ilustra el cambio socio-político acontecido. Sharon fue el principal promotor del proyecto de colonización de las zonas disputadas con los palestinos. Adquirió fama legendaria de ser un duro en la lucha contra el terrorismo palestino y de guerrear fieramente contra los ejércitos árabes en el campo de batalla. Fue históricamente un firme opositor a la noción de un estado palestino o de negociar con la OLP o incluso con voces más moderadas. No obstante, una vez que fue electo primer ministro e incluso en tiempos de contienda bélica con los palestinos, Sharon públicamente denunció la “ocupación” (empleando el término políticamente explosivo para un derechista), habló de concesiones territoriales y se expresó a favor del establecimiento de un estado palestino. Fue él quien -usando la legitimidad que le confieren sus credenciales militares, políticas e ideológicas- adoptó e impulsó el programa de desconexión de la Franja de Gaza y partes de Cisjordania aún cuando debió remar a contracorriente de su propio partido y campo ideológico de pertenencia. Escuchar a Ariel Sharon proclamar en un país árabe, tal como sucedió a principios de febrero último en Egipto, decir: “A nuestros vecinos palestinos les aseguro que tenemos la intención genuina de respetar vuestro derecho a vivir independientemente y en dignidad. Ya he dicho que Israel no desea continuar gobernando o controlando vuestro destino”(11), o afirmar en el mismo lugar: “Yo espero que Uds. podrán conducir a vuestro pueblo en el sendero de la democracia y el mantenimiento de la ley y el orden, hasta el establecimiento de un estado palestino independiente y democrático”(12), es un indicador del cambio de cosmovisión política y psicológica que la sociedad israelí en su conjunto ha atravesado (recordemos, en apenas poco más de una década). El premier israelí dijo además algo muy relevante para los propósitos de esta exposición: “Nosotros en Israel hemos tenido que despertarnos de nuestros sueños, dolorosamente…Uds., también, deben probar que tienen la fuerza y el coraje para contemporizar, abandonar sueños no realistas, someter las fuerzas que se oponen a la paz y vivir en paz y respeto mutuo a nuestro lado”(13). En otras palabras, Sharon advirtió respecto de la ausencia de similar transformación en la cultura política palestina en lo relativo a difíciles concesiones. Desde ya, el discurso de Abbas tuvo alusiones a la paz y la convivencia. Pero lejos de utilizar la ocasión para comenzar a preparar a su pueblo en dirección a la flexibilidad, recitó una lista de temas que él considera requieren solución, entre otros, el problema de los refugiados…

Un conflicto existencial

Generalmente, la atención diplomática y periodística internacional suele centrarse en los aspectos territoriales de la disputa palestino-israelí. Asentamientos, puestos de control fronterizos, zonas geográficas en disputa, etc, han captado la atención global como pocos otros temas –salvo el terrorismo suicida quizás- lo han hecho. La percepción de un conflicto normal, como cualquier otro en el mundo y en la historia, en el que no habría motivo por el que la razón, la lógica, la buena voluntad, el diálogo o la presión política no pudieran imponerse y traer una solución, ha dictado los términos de entendimiento y parámetros de referencia usuales, ya casi canónicos, en la opinión pública mundial. Los legendarios Acuerdos de Oslo contribuyeron enormemente a la consolidación de esta esparcida impresión al postular de manera subyacente que: 1) el conflicto tenía solución, 2) que tal solución era territorial, y 3) que la misma dependía fundamentalmente de las concesiones israelíes; todos puntos debatibles en el mejor de los casos. Una vez afianzada la noción de que el fin de la ocupación derivaría en un estadio de paz, entonces es apenas llamativo que la perpetuación del conflicto haya sido atribuida a la intransigencia israelí. La ausencia de paz debía ser resultado del mantenimiento de la ocupación, de lo contrario no tendría sentido la continuación del levantamiento (intifadah) palestino. Si estos tan solo obtuvieran las tierras que reclaman, y que Israel les arrebató, pues la disputa cesaría sin más. Recién frente al fracaso de las negociaciones del status final en Camp David en julio de 2000, cuando un líder israelí ofreció a los palestinos gran parte de sus reclamos territoriales (quizás no el 100%, pero si más del 90%), y éstos respondieron negativamente y con la violencia, fue que la idea de que algo más que una mera puja territorial pudiera estar en juego comenzó a encontrar ecos favorables.

Y con justicia. Cuando uno recuerda que las organizaciones revolucionario/terroristas de Fatah y la OLP fueron creadas con el objetivo de “liberar a Palestina” con anterioridad a la existencia de la ocupación israelí, es decir, en momentos en que los palestinos estaban libres del control de los israelíes; o que cinco ejércitos regulares árabes atacaron al Estado de Israel cuando los israelíes no controlaban ni Gaza, ni Cisjordania, ni Jerusalén, ni los Altos del Golán, y que lo hicieron declarando que echarían a los judíos al mar; o que todas y cada una de las propuestas diplomáticas internacionales basadas en la componenda territorial –la de la Comisión Peel de 1937, la de la ONU de 1947, la israelí de 1967, y las israelíes con auspicios norteamericanos de 1978 y 2000, ambas en Camp David- fueron sistemáticamente rechazadas por los palestinos; es que la idea de que el conflicto palestino-israelí es territorial adquiere connotaciones absurdas. En un sentido más abarcativo, cuando uno advierte que los países árabes ocupan más del 99% de la totalidad del área geográfica del Medio Oriente, en tanto que Israel ocupa la fracción restante; o que los árabes ya han podido realizar su derecho a la auto-determinación en una veintena de naciones árabes (por no traer a colación los más de cincuenta países musulmanes del planeta) y que los israelíes han alcanzado la soberanía nacional en solo un único estado; o que países árabes o musulmanes que no tienen fronteras con Israel lo han atacado en el pasado (Irak) o hayan financiando operaciones terroristas contra los israelíes (Irak, Irán, Siria, Arabia Saudita, entre otros); es que la noción de la territorialidad como base de la disputa se hace añicos.

Al respecto, quizás resulte instructivo destacar las siguientes declaraciones palestinas, árabes e islámicas del último medio siglo: “Alá ha conferido sobre nosotros el raro privilegio de finalizar lo que Hitler tan solo comenzó. Dejemos que empiece la Jihad. Maten a los judíos. Mátenlos a todos ellos”. (En 1946, del entonces Gran Mufti de Jerusalén, Haj Amín al-Husseini, el más grande líder palestino de la época)(14). “Todo problema en nuestra región puede ser trazado a este único dilema: la ocupación de Dar al-Islam por judíos infieles”. (En 1991, de Hashemi Rafsanjani, entonces presidente de la República Islámica de Irán, a punto de ser reelecto)(15). “Dennos un pedazo de tierra adyacente a [Israel]…y verán como ponemos fin al sionismo en poco tiempo” (En el 2000, de Sadam Hussein, entonces presidente de Irak)(16). “Cuando veo un judío delante de mí, lo mato. Si todo árabe hiciera esto, sería el fin de los judíos” (En el 2001, de Mustafá Tlass, entonces ministro de defensa sirio)(17). “Los participantes afirman que la estrategia que debería ser adoptada al lidiar con este asunto no puede estar basada en la coexistencia con el enemigo sionista…sino en la erradicación del mismo de nuestra tierra”. (En el 2001, de un comunicado emitido al finalizar la Conferencia Pan-Islámica sobre Jerusalén, en Beirut. Cuatrocientos delegados de cuarenta países árabes e islámicos participaron en la misma)(18).

En suma, el cuestionamiento regional al Estado de Israel no yace en el tamaño de sus fronteras, sino en su misma existencia. La verdadera motivación árabe/palestina debe ser reconocida para comprender la naturaleza del conflicto presente, así como para poder articular políticas efectivas y más acordes con la cruda realidad de la disputa.

Democracias, tiranías y una observación kantiana

Quien ha dado señales de haber comprendido esto, no es otro que el presidente George W. Bush. En un discurso diplomático crucial pronunciado el 24 de junio de 2002 en la capital de Estados Unidos, el presidente norteamericano dio a entender que el conflicto de Medio Oriente era función de la ideología y la cultura política más que del territorio, al condicionar el derecho a la soberanía palestina a la reforma del liderazgo político. Bush dijo: “Llamo al pueblo palestino a elegir nuevos líderes, líderes no comprometidos por el terror…los llamo a construir una democracia practicante, basada en la tolerancia y la libertad”(19). Desde entonces Bush ha reiterado su mensaje, y puntualmente, en una conferencia de prensa conjunta con el primer ministro británico Tony Blair el año pasado a propósito del estado palestino, lo expresó con suma claridad: “Si Uds. creen que pueden tener paz sin democracia, nuevamente…Yo seré extremadamente dubitativo de que eso suceda alguna vez”. Blair coincidió: “Lo que nosotros realmente estamos diciendo esta mañana es que un estado [palestino] viable debe ser un estado democrático”(20).

La política de paz del presidente estadounidense tiene su base filosófica en un postulado kantiano de hace más de 200 años. En 1795, Immanuel Kant escribió un ensayo titulado “La paz perpetua” en el que exponía las diferencias fundamentales entre las democracias y las tiranías, expresado en términos de la época como la brecha en la naturaleza de regímenes republicanos y monárquicos. Kant sostenía que la inclinación violenta o pacífica de una entidad política a resolver sus disputas (tanto externas como internas) dependería en gran medida de la naturaleza política del sistema de gobierno. La visión kantiana resultó ser profética, en tanto que desde entonces todas las guerras de la humanidad han sido entre dictaduras, o bien  entre dictaduras y democracias, pero nunca entre democracias. El político y poeta sueco Per Ahlmark ha señalado que 33 países independientes participaron en la Primer Guerra Mundial, 10 de los cuáles eran democracias, que no combatieron entre sí. En la Segunda Guerra Mundial participaron 52 naciones, entre ellas, 15 democracias que nunca abrieron fuego unas contra otras(21). Según un estudio realizado por el profesor R.J. Rummel –e incidentalmente citado en el Washington Times unos pocos días antes del ya referido discurso del presidente Bush- de 533 pares de naciones que fueron a la guerra entre 1816 y 1991, en 198 de los casos, fueron dictaduras que pelearon entre sí, y en 155 de los casos, dictaduras que pelearon contra democracias(22). No hubo, en cambio, guerras entre democracias. En su propia investigación del mismo período, detallada en el libro Grasping the Democratic Peace, publicado en 1993, Bruce Rusett arribó a análogos resultados: “No ha sido posible encontrar ni una sola guerra entre estados democráticos desde 1815”(23). ¿La razón? Pues que en las democracias, basadas como son, en el consentimiento popular, los gobernantes se deben al pueblo y sus decisiones están en consecuencia ligadas teóricamente al mejor beneficio de los gobernados. En los sistemas  totalitarios, basados como son, en el capricho del déspota, éste se debe solo a sí mismo y a su cohorte de ministros y sus decisiones estarán en consecuencia ligadas solo a su propio beneficio personal. Bashar Assad, por ejemplo, el déspota de Damasco, no necesitó someter a referéndum popular su decisión de ocupar El Líbano. George W. Bush, en cambio, debió defender públicamente y someter a sufragio popular llegado el momento de las elecciones presidenciales su decisión de invadir Irak en el marco de la doctrina de la “defensa preventiva”. O tómese el caso Argentina-Islas Malvinas. Solamente un gobierno dictatorial optó por intentar recuperar por la fuerza el territorio considerado patrio mediante el recurso de la guerra; todos los liderazgos democráticos sin excepción desde la caída de la dictadura argentina en 1983 y el ascenso de la democracia han preferido la vía de la diplomacia como medio para su recuperación.

El tipo de paz posible entre entidades democráticas es disímil -por definición y en la  práctica- del tipo de paz que encontramos entre entes totalitarios o entre éstos y las democracias. Las democracias conviven en estadios de paz completos –psicológica, cultural y políticamente- donde si bien el potencial del conflicto está presente, difícilmente pueda derivar en una contienda bélica. Entre ellos reina un estado de paz armoniosa. Los despotismos entre sí o con las democracias se relacionan de manera no pacífica, como hemos visto, y la “paz” que entre ellos pudiera reinar es mejor definida como un estado de ausencia de hostilidades o lo que el escritor Ambrose Bierce denominó “el período de engaños que transcurre entre dos períodos de peleas”. Las relaciones entre Egipto e Israel o EE.UU. y la U.R.S.S . durante la Guerra Fría caben en esta segunda categoría, mientras que las relaciones entre Brasil y la Argentina o Suecia y Noruega en la primera. Reconocer que existen dos tipos de paz distintos entre las naciones, los que a su vez dependen de la naturaleza política de la entidad en cuestión, es entonces vital para la articulación de una política exterior consistente. De ahí que el proyecto democratizador estadounidense para Oriente Medio tenga el mérito de haber identificado correctamente la base real de la inestabilidad política regional en la ausencia de democracias. Un columnista del Wall Street Journal expresó esto con suma elocuencia al afirmar que “Durante los últimos 250 años, la libertad ha sido una aspiración política y económica válida. Ahora debería ser vista como un instrumento de la seguridad global”(24) (empleando abiertamente en este caso “libertad” y “democracia” como conceptos sinónimos).

Conclusión

El choque entre israelíes y palestinos no constituye un conflicto normal basado solamente en una disputa territorial. Mas bien, evidencia un problema de índole existencial que demanda distintas aproximaciones a las ya probadas en los numerosos e infructuosos intentos de resolución del mismo. En el marco de incertidumbre e inestabilidad global contemporánea, y frente a un conflicto cuyas raíces yacen a una profundidad que escapa al ojo del observador no avezado, los mejores esfuerzos diplomáticos deberían orientarse hacia la administración en lugar de la resolución del conflicto. La resolución del conflicto palestino-israelí, o más genéricamente árabe-israelí, está quizás más allá de las posibilidades de lo que puede lograrse independientemente de la buena voluntad de los diplomáticos u observadores externos. Este choque registra en su base una raíz existencial cuya remoción demanda cambios fundamentales en valores, actitudes y cosmovisiones por parte de numerosos países en la única región del globo apenas rozada por la ola democratizadora mundial de los últimos tiempos.

La administración del conflicto con miras a contener la disputa, en cambio, es factible al mediano plazo, y los esfuerzos internacionales orientados a acercar a las partes a la mesa de negociaciones son encomiables. El repliegue territorial israelí de porciones de zonas disputadas con los palestinos, el desmantelamiento de asentamientos, el desplazamiento de puestos de control, el cese de actos de terrorismo e incitación palestinos, la reactivación de lazos económicos y diplomáticos entre las partes, y la construcción de una atmósfera más propicia al diálogo y la componenda, son algunas de las iniciativas positivas que se han gestado y es de esperar que arriben a buen puerto.

Tan solo nos queda por comprender y aceptar que tales medidas se enmarcan dentro de lo que podemos denominar contención o administración del conflicto. Éstas son cuestiones necesarias pero insuficientes para solucionar definitivamente la disputa. Ellas no pueden, en sí mismas y por sí solas, resolver un conflicto signado por un choque de valores y actitudes mentales que requieren un giro fenomenal, medido en tiempos generacionales. Para que el cambio pueda gestarse a largo plazo, la iniciativa democratizadora para el Medio Oriente liderada por los Estados Unidos de América ha comenzado a sembrar las primeras semillas.

En cuanto al papel de Latinoamérica en este momento y coyuntura mundial, ella debería guiarse por un simple mandato: apoyar aquellas medidas conducentes a la paz, y repudiar aquellas que la alejan. Hemos visto que a mayor presencia de entidades democráticas  menor es el riesgo de la guerra. En consecuencia, vemos aquí un área en la que las políticas y actitudes de los líderes de nuestra región podrían tener impacto. Con una historia reciente signada por la transición de dictaduras a democracias, Latinoamérica está especialmente bien ubicada para contribuir a la difusión de la libertad. La esperanza de una entente política en Medio Oriente que cristalice una coexistencia pacífica y segura entre israelíes y palestinos es una aspiración que amerita el apoyo que Latinoamérica pueda brindar, particularmente a aquellos estados comprometidos con la promoción de la democracia a escala global.  

Referencias1 “Burst of Arab-Israeli Violence Shatters a Time of Calm”, The New York Times, 8/6/05.

2 “Shin Bet: 54% increase in terror in April”, The Jerusalem Post, 4/5/05.

3 Citado por Charles Krauthammer, “Arafat´Heir”, The Washington Post, 7/1/05.

4 Ibid.

5 Citado por Daniel Pipes, “Dechipering Mahmoud Abbas”, The Jerusalem Post, 11/1/05.

6 Citado por Khaled Abu Toameh, “Fugitives to join PA security forces”, The Jerusalem Post, 16/2/05.

7 Ariel Merari & Shlomo Elad, The International Dimension of Palestinian Terrorism, (Colorado: Frederick A. Praeger, 1986), pp. 107-121; y Barry Rubin, Revolution Until Victory? (Cambridge: Harvard University Press, 1994), p. 25.

8 “Nuestro idioma árabe para 5to grado”, p. 67, de un abarcador estudio realizado por el Centro para el Monitoreo del Impacto de la Paz que revisó 140 textos escolares publicados por la AP.

9 Abbas en Al-Hayat (Londres-Beirut), 23-24/11/00, citado por MEMRI, “Palestinian Thoughts on the Right of Return”, 30/3/01.

10 Nasser en Neue Zuercher Zeitung, 1/9/60, citado por Ramon Bennett, Philistine, (Jerusalén: Arm of Salvation, 1995), p. 122.

11 Del discurso pronunciado por Sharon en Sharm El-Sheikh el 7/2/05.

12 Ibid.

13 Ibid.

14 Citado por Bennett, Philistine, p. 50.

15 Ibid.

16 “Sadam ready to ´destroy Zionism´”, The Jerusalem Post, 6/10/00.

17 “Syria´s Tlass calls on Arabs to kill all Jews”, The Jerusalem Post, 10/5/01.

18 “Islamic Conference endorses intifada”, The Jerusalem Post, 1/2/01.

19 Del discurso de Bush, Washington, D.C., 24/6/02.

20 Editorial “The Bush-Blair message”, The Jerusalem Post, 14/11/04.

21 Per Ahlmark, “La Tragedia de la Tolerancia: La Conciliación con las Tiranías”, en La Intolerancia (Barcelona: Ediciones Granica S.A., 2002), p. 104.

22 Arnold Beichman, “Peaceful democracies”, The Washington Times, 13/6/02.

23 Citado por Ahlmark, ibid.

24 Daniel Henninger, “Now Make Iraq´s Vote a Strategy For Our Protection”, The Wall Street Journal, 4/2/05.

Comunidades, Comunidades - 2005

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

Tan solo una cuestión de perspectiva – 14/12/05

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Cuando una mujer belga se inmoló en un atentado contra tropas estadounidenses cerca de Bagdad el pasado mes de noviembre, la prensa belga estaba muy sorprendida. ¿Por qué habría una ciudadana belga de enredarse en terrorismo-suicida en el lejano Irak? Cuando jóvenes franceses de los barrios periféricos de París se alzaron en una ola de violencia y destrucción contra el estado galo desde fines de octubre a mediados de noviembre, la prensa francesa parecía estar totalmente desorientada. ¿Por qué protestaban tan furiosamente en este momento los marginados de siempre? Cuando ciudadanos ingleses de ascendencia paquistaní hicieron estallar subtes en Londres el último julio, la prensa británica reaccionó con similar aturdimiento. ¿Cómo explicar que ingleses atentaran contra sus conciudadanos?

La raíz del problema aparente yace en la típica incapacidad de la prensa occidental en identificar claramente el componente islámico presente. Muriel Degauque, la belga arriba mencionada, además de haber nacido en Bélgica era una conversa al Islam, y fue en nombre de Alla que se mató a ella misma para matar a otros en Irak. Los famosos “jóvenes franceses” de la intifada parisina eran mayoritariamente musulmanes, además de haber nacido en Francia. Y los terroristas de Londres, además de ser ingleses eran musulmanes. Como también lo era Mohammed Bouyeri, el musulmán nacido en Holanda que asesinó a puñaladas en la vía pública y a plena luz del día al cineasta Theo Van Gogh el año pasado. Y como también lo eran los terroristas que atentaron en Madrid, Nueva York, Netanya,  Chechenia, Sharm el-Sheikh, Ammán y en otras partes. El común denominador a todos ellos es su religión (islámica) independientemente de su nacionalidad (marroquí, saudita, palestina, iraquí, etc).

Parte de la confusión se debe a un enfoque distinto entre occidentales y musulmanes en torno a la organización de los grupos humanos en la actualidad. Tal como lo explica el orientalista Bernard Lewis en su libro La Crisis del Islam, en Occidente vemos al mundo dividido en naciones dentro de las cuales conviven diferentes religiones; mientras que los musulmanes ven al mundo dividido en religiones dentro de las cuales habitan distintas nacionalidades. Así, uno es primero musulmán y luego holandés, francés o belga. En Occidente se tiende a ver el asunto al revés: uno es holandés, francés o belga y luego musulmán, (o cristiano o judío, etc). De ahí la gran incomprensión en Occidente a propósito de las motivaciones –inexplicables desde esta perspectiva- de los terroristas islámicos. Sin la adición del elemento religioso resultaría prácticamente imposible entender racionalmente el hecho de que individuos de tantas y tan disímiles nacionalidades se vean cada vez más enredados en actos de terror anti-occidental.  

Richard Reid es un británico que ocultó explosivos en la suela de sus zapatos con el objeto de hacerlos explotar durante un vuelo París-Miami. Steven Smyrek es un alemán reclutado por el Hizbullah para atacar a israelíes. Domenico Quaranta es un italiano condenado a veinte años de prisión por incendiar una estación de subte de Milán e intentar atacar templos griegos en Sicilia. Clement Rodney Hampton-el, es un norteamericano que participó del plan de hacer estallar el World Trade Center. Pierre Richard Robert es un francés condenado a cadena perpetua por haber planeado atentados terroristas en Marruecos. Lo que tienen en común todos ellos no es su nacionalidad (el hecho de que sean alemanes, franceses, norteamericanos, etc, que de hecho no la comparten), sino su religión (pues todos ellos son conversos al Islam). Es decir, son miembros de una sola grey, la Fe musulmana, independientemente de que sus pasaportes hayan sido emitidos en tal o cual país. Advirtiendo entonces la existencia de un común denominador que los aglutina en una religión única -religión que parece estar en colisión con el resto del mundo y muy especialmente con los occidentales- vemos pues el hilo conductor que enhebra los atentados en Medio Oriente, Europa, EE.UU. y otros lugares en una misma red de violencia global. Los perpetradores de todos estos atentados cometieron sus actos de terror no por ser ingleses, holandeses o italianos, sino por creer firmemente en las consignas jihadistas del Islam fundamentalista.

Así es que cuando nos enteremos de próximos atentados (¿que duda cabe que los habrá?) lo primero que debemos observar es la religión de los partícipes, al margen de su nacionalidad. Si resultara que la absoluta mayoría de ellos comparten la Fe, y si resultara que dicha Fe es la islámica, y si resultara que este patrón se viene repitiendo ya por varios años, entonces deberíamos tener la voluntad de remover los velos que cubren nuestros ojos (y en el caso de los periodistas, los burkas que cubren la totalidad de sus cerebros) y reconocer que detrás de todos estos atentados-suicidas que cada vez con mayor estupor presenciamos se encuentra una cuestión de religiones –y no de nacionalidades- enfrentadas.

Se podría decir que es tan solo una cuestión de perspectiva. Más se trata de una perspectiva vital si aspiramos a comprender la dimensión terrorista de la realidad geopolítica actual.

Comunidades, Comunidades - 2005

Comunidades

Por Julián Schvindlerman

  

Los Árabes y el terrorismo – 30/11/05

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Los árabes no fueron los creadores del terrorismo político, pero incuestionablemente han sido sus principales propagadores a escala global. A partir de la década de los años sesenta del siglo pasado, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había mundializado el terrorismo con un alto factor de atrocidad mediante el secuestro aéreo, naval y terrestre, los ataques contra embajadas, la toma de rehenes, y los atentados en centros urbanos, entre otros crímenes. Desde la década del ochenta, agrupaciones musulmanas tales como el Hizbullah generaron el terrorismo de índole suicida, modalidad posteriormente adoptada por el Hamás y la Jihad Islámica, por citar tan sólo dos de los varios grupos imitadores. Ya en los años noventa, el movimiento fundamentalista Al-Qaeda perfeccionó la técnica hasta convertirla en un oficio diabólicamente espectacular, cuya expresión más espantosa hasta la fecha la hemos presenciado a comienzos del presente siglo con la masacre simultánea de cerca de 3000 personas en los Estados Unidos de América en un único atentado múltiple.

Durante todo este período, el mundo árabe se ha resistido a tildar de terrorismo al asesinato deliberado de civiles indefensos con fines políticos, con el propósito de validar los ataques anti-israelíes perpetrados por militantes palestinos bajo la consigna de la liberación nacional. Y así, por décadas, los debates al respecto en las Naciones Unidas quedaron trabados por la voluntad de mayorías automáticas que veían al terrorista como un fedayeen (guerrero) al servicio de la liberación (para los nacionalistas) o como un shahid (mártir) al servicio de Allah (para los ortodoxos). Inclusive los atentados no efectuados contra israelíes o judíos como blanco principal -tales como los llevados a cabo por Al-Qaeda contra occidentales en Londres, Madrid o Nueva York- no sólo no despertaron mayor encono en la sociedad árabe, sino que –al menos en lo relativo al ataque contra el World Trade Center- dispararon manifestaciones de euforia en algunos rincones del Medio Oriente.

Una vez que los islamistas comenzaron a atacar a sus hermanos en Bali, Ryhad, Bagdad y Sharm el-Sheikh, entre otros lugares, entonces los árabes parecieron evidenciar alguna predisposición a considerar al terrorismo…terrorismo. Solamente entonces surgió en las sociedades árabes el debate acerca de las virtudes o defectos del terrorismo suicida en nombre del Islam. Pocos casos ilustran esto tan claramente como el reciente ataque simultáneo a tres hoteles en Ammán, en el que las víctimas fueron mayoritariamente musulmanas, árabes y palestinas. De esta forma, durante el primer año de la guerra en Iraq, el apoyo popular en Jordania a los atacantes-suicidas islámicos anti-americanos rondaba el 70% según la encuestadora Pew Research Center. Hoy, el 91% de los jordanos considera a Al-Qaeda una agrupación “muy negativa” o “algo negativa” conforme a una encuesta citada por The New York Sun. Similarmente, una encuesta realizada en la Universidad Jordania en el 2004 mostró que 2/3 de los encuestados veía a Al-Qaeda en Iraq como una “legítima organización de resistencia”. Después de los atentados en Ammán, una nueva encuesta indicó que nueve de cada diez encuestados que previamente habían visto con agrado a Al-Qaeda habían cambiado de opinión. (Vaya el crédito al analista estadounidense Daniel Pipes por las cifras arriba citadas).

Análogamente, la tribu Al-Khalayleh -de la que surgió Abu Musab al-Zarqawi, el líder de Al-Qaeda en Iraq que se atribuyó la autoría de los atentados en Ammán- recién ahora decidió desligarse de su pariente. Según un cable de Associated Press, el clan tribal  publicó un solicitada de media página en los tres principales diarios jordanos en la que anunciaba que cortaba vínculos con él “hasta el apocalipsis”. Vale decir, la tribu no halló necesidad alguna de desvincularse de al-Zarqawi cuando los miembros de su agrupación atacaron la sede de la ONU en Bagdad, ni cuando masacraron a niños iraquíes mientras recibían caramelos de las manos de soldados norteamericanos, ni cuando hicieron explotar mezquitas repletas de feligreses islámicos, ni -por supuesto- cuando los luchadores de al-Zarqawi decapitaron a periodistas occidentales y trabajadores orientales frente a sus macabras cámaras de televisión. Solo cuando los secuaces de al-Zarqawi mataron a ciudadanos jordanos en suelo jordano, entendieron sus familiares nacidos en Jordania que había que distanciarse de su agresivo pariente.

No obstante lo arriba relatado, sería prematuro albergar alguna ilusión en torno a un posible cambio sustancial en las percepciones árabes hacia el terrorismo al corto o mediano plazo. Las sociedades árabes e islámicas están demasiado impregnadas de la ideología extremista que fomenta el terrorismo, ellas habitan en una cultura saturada de exaltación al sacrificio y a la muerte, en la que la violencia política es parte y parcela de la experiencia nacional. A excepción de la protesta auténtica de unos pocos valientes intelectuales, la condena al terror en el mundo árabe-islámico es temporaria y basada en el cálculo del interés. El rechazo al terrorismo por razones morales es inexistente. Y mientras este siga siendo el caso, seguiremos topándonos con nuevas y variadas manifestaciones de oportunismo y llana hipocresía.