Hace rato que hemos cruzado la línea en la que la sola presentación de hechos factuales sobre el conflicto palestino-israelí ante la comunidad internacional resulta ser las más de las veces inútil e irrelevante; y las cotidianas manifestaciones de persistente tendenciosidad en el campo de la prensa, la diplomacia y la intelectualidad así lo demuestran. La reciente declaración de la Corte Internacional de Justicia respecto de la ilegalidad de la valla antiterrorista israelí tan solo reafirma esta realidad.
El viernes pasado, catorce de los quince jueces-miembro de la Corte asentada en La Haya opinaron que la construcción de la valla de seguridad israelí es ilegal y que contraviene la ley internacional, ordenaron a Israel reintegrar tierras tomadas e indemnizar a los palestinos afectados, y recomendaron al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que adoptara acciones tendientes a forzar a Israel a detener su construcción. Este pronunciamiento era anticipado a la luz de la composición de la propia Corte, de su vinculación con la estructura de la ONU, y de la misma redacción en la solicitud de injerencia en el asunto en la carta originalmente enviada a la Corte por la Asamblea General, la que preguntó: «¿Cuáles son las consecuencias legales que se desprenden de la construcción del muro por parte de Israel, la potencia ocupante, en el territorio ocupado palestino, incluyendo Jerusalém Oriental y sus alrededores?”. Más la predictibilidad del fallo no oscurece su gravedad, en diversos órdenes: en la trivialización de la noción de justicia universal; en el desprestigio creciente de aún otro foro más de la ONU, en el deterioro del concepto de la soberanía estatal frente al de los derechos de los pueblos o las minorías a la autodeterminación, en el daño al principio de la defensa nacional, en la vindicación del terrorismo global, y en el estímulo a la perniciosa imagen colectiva de víctima de la sociedad palestina. No por nada afirmó el ministro del gabinete palestino Saeb Erakat al conocer el fallo de la Corte: «Este es un día histórico para la causa palestina.».
Y ha sido además un día histórico para el destino de la humanidad. Puesto que la opinión formada de la familia de las naciones, expresada a través del fallo de la Corte Internacional de Justicia, ha manifestado su simpatía por los perpetradores de actos de terror y no por sus víctimas; lo que si bien no es algo nuevo, no deja de repudiable serlo. «No tiene sentido que las Naciones Unidas se opongan con vehemencia a una valla que es una respuesta no violenta al terrorismo en lugar de oponerse al propio terrorismo», dijo la senadora demócrata Hillary Clinton, en un pronunciamiento portador de una verdad moral tan elemental que cuesta incluso admitir que exista disenso sobre el mismo.
La ONU tiene un largo y triste historial de apología del terror, producto de la politización interna del organismo y de su alevosa manipulación en manos de países árabes e islámicos que han inyectado tal dosis de radicalismo y distorsión, que al día de hoy este foro ha sido incapaz de acordar una definición sobre que es terrorismo y que no lo es, puesto que el terrorista para uno es el luchador por la libertad para el otro. Hasta tal punto esto es así, que una reciente iniciativa del Centro Simón Wiesenthal tendiente a lograr consenso mundial en torno a definir como crímenes contra la humanidad a los ataques suicidas, ha debido concentrarse en el método del terrorista -el asesinato de terceros por medio del suicidio personal- en lugar del perpetrador -el terrorista- dado que la confusión conceptual y moral reinante impide llamar a las cosas por su nombre.
Es en este contexto donde arribamos entonces a la conmemoración del décimo aniversario de la voladura del edificio de la AMIA-DAIA. Diez años han transcurrido desde aquél fatídico atentado en el que «luchadores por la libertad» musulmanes cegaron la vida de ochenta y cinco almas en la Argentina. Diez años de impericia y negligencia judicial. Diez años de cobardía o complicidad política oficial, o de las dos. Diez años de reclamos desatendidos y de dolorosa memoria. Diez años, en suma, de impunidad. De una impunidad que permite el crecimiento del monstruo terrorista, que lo alimenta con su complacencia e indiferencia, que lo sostiene con su injusticia y claudicación, y que lo catapulta hasta las alturas del tiempo inmemorial con su vergüenza y aprobación.
Vivimos en la era del aliento al terror, donde la injusticia de La Haya y la impunidad de Buenos Aires se entremezclan en una poción peligrosa de la que sólo pueden emerger más errores, mayor destrucción, y la postergación de la inevitable confrontación con el flagelo del mal que hoy el mundo libre está apaciguando con fútil devoción.