El pasado mes de noviembre, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas llevó a cabo un acto inusual en materia de procedimiento: sesionó fuera de Nueva York por primera vez en casi dos décadas. El lugar elegido fue Nairobi, el propósito fue analizar la «situación» en Sudán. Esa palabra-código alude al genocidio de más de dos millones de personas en el marco de la guerra civil que azota al norte y al sur desde 1983, y a las atrocidades que acontecen en la región del oeste del país, Darfur, en la que se estima han sido asesinadas 70.000 personas y más de un millón han sido desplazadas.
En esta oportunidad, el Consejo logró adoptar una resolución de condena al Sudán, para lo cuál algunos de sus miembros tuvieron que abandonar la idea de imponer sanciones, con lo que dicha resolución quedó inserta en el plano de lo simbólico/diplomático y carente de efectividad. Dos miembros permanentes con poder de veto -Rusia y China, importantes proveedores militares y socios comerciales de Sudán- ya han expresado en el pasado su rechazo a la imposición de sanciones de ningún tipo sobre el régimen sudanés. Otros dos miembros no permanentes Argelia y Pakistán- en forma similar se han opuesto a partir de nociones extravagantes de «solidaridad musulmana». Razón por la cual, se debió negociar el texto de una resolución de condena que excluiría la inclusión de sanciones. (A la semana siguiente al encuentro de Kenya, la Asamblea General de la ONU sesionó en Nueva York y votó en contra de una resolución condenatoria del gobierno sudanés por su complicidad en tales matanzas. Países africanos, tercermundistas e islámicos se unieron como es penosamente habitual y derribaron esta resolución).
Lo que resulta especialmente llamativo es que el propio representante especial de la ONU para Sudán, Jan Pronk, también se oponga a las sanciones. «Deberían ser el último recurso» dijo a periodistas el mes pasado y, que sólo debían adoptarse si todos los esfuerzos diplomáticos han fracasado. Su fría y evidente indiferencia frente a las gravísimas violaciones a los derechos humanos que las milicias árabes llamadas janjaweed (hombres a caballo) cometen contra población indefensa en ese país africano, empleando las violaciones como una de las armas y la protección oficial como escudo, es poco menos que escandalosa… pero muy típica de la actitud de oficiales de la ONU respecto de masivas y horribles carnicerías, más allá de la cháchara sentimentalista a la que estos diplomáticos de corazón sensible nos suelen someter. Tómense como precedentes los casos de Rwanda y Bosnia-Herzegovina.
En 1994 la pequeña nación africana de Rwanda se sumió en una limpieza étnica escalofriante en la que en un plazo de 100 días extremistas hutu y sus seguidores, bajo el estímulo de la incitación radial, mataron de la manera más bestial a unos 800.000 tutsis. Según un raconto de Dore Gold (ex embajador israelí ante la ONU), el general Romeo Dallaire, el comandante canadiense responsable de las fuerzas de la ONU allí asignadas, informó a sus superiores con antelación sobre los planes de exterminio de los hutus y sugirió que se les quitaran las armas. La respuesta del Departamento de Operaciones de la Paz de la ONU, que presidía en aquel entonces un tal Kofi Annán, fue clara: no hacer nada, lo que en la jerga de la ONU fue expresado así en un mensaje a Dallaire: «La consideración determinante es la necesidad de evitar entrar en un curso de acción que podría conducir al uso de la fuerza y a consecuencias no anticipadas» y se le instruyó para que evacuara a extranjeros solamente. Cuando la masacre comenzó, la ONU retiró a todo su personal asignado allí cuya misión era «garantizar la paz». Diez años después, Kofi Annán reconoció públicamente su responsabilidad en este genocidio al decir: «Yo creí en aquel entonces que estaba haciendo lo mejor. Pero me di cuenta luego del genocidio de que hubo más que yo pude y debí haber hecho para hacer sonar la alarma y obtener apoyo». Por su parte, el general Dallaire cayó en una depresión suicida luego de regresar a su patria porque la ONU no envió refuerzos cuando los rwandeses le rogaban ayuda, según un informe del periódico The Guardian de Nigeria.
Entre 1992-1995, Bosnia-Herzegovina estuvo sacudida por feroces ataques de serbios contra musulmanes. Los primeros contaban con el apoyo estatal bajo el liderazgo de Slobodan Milosevic y estaban decididos a limpiar étnicamente a Yugoslavia de la minoría islámica. La ONU había ubicado tropas allí para proteger a los musulmanes, a quienes distribuyó en seis «zonas seguras» entre ellas Srebrenica. Los serbios no tuvieron problema alguno en asesinar a miles de musulmanes en esta ciudad dado que las tropas de la ONU abandonaron el lugar dejándolos a merced de los atacantes serbios La responsabilidad criminal de la ONU en esta tragedia ha sido agravada por el hecho de que fue esta misma institución la que estimuló a los musulmanes a desplazarse a esta «zona segura» bajo supuesta protección internacional. Tal como afirmó el académico estadounidense Joshua Muravchik en un análisis de este episodio, “La organización los había, en efecto, reunido para la matanza”.
El manejo por parte de la ONU de estas graves crisis humanitarias en Sudán, Rwanda y Srebrenica no solamente ilustra de manera shockeante la ineptitud política y la deriva moral de este organismo internacional, sino que también pone en evidencia una singular negligencia criminal de varios de sus oficiales de alto rango por la que algún día deberían responder.