El arribo de George W. Bush a Tierra Santa acontece en un momento sensible. A casi diez años de su visita previa y la primera en su papel de Presidente de los Estados Unidos de América, los temas que preocupan a la administración norteamericana incluyen -pero trascienden- los contornos propios de la disyuntiva palestino-israelí. Con Israel como punto de partida de la gira regional, y las zonas autónomas palestinas la siguiente escala, es natural que la atención mediática se haya centrado en los asuntos del prolongado conflicto entre unos y otros. No obstante, el periplo oficialmente anunciado abarca también a Egipto, Kuwait, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita. Irak no figura en el itinerario oficial pero se ha especulado a propósito de una visita sorpresa. En cualquier caso, la estabilidad de Bagdad sigue siendo una alta prioridad en la política mesoriental de la Casa Blanca.
Los éxitos más sonados de la política exterior de Estados Unidos en esta región durante el mandato del presidente Bush han sido la liberación (aún incompleta la estabilización) de Irak y de Afganistán, el repliegue sirio de El Líbano, y el abandono por parte de Libia de su programa de armas de destrucción masiva. Los eventos del 11 de septiembre del 2001, las guerras en Irak y en Afganistán, y el programa nuclear de Irán, han reorientado la atención norteamericana del meollo palestino-israelí hacia problemas más vitales de la zona y más significativos para el mundo. Los palestinos habían sido reducidos a su escala adecuada en la constelación árabe», escribió el académico Fouad Ajami, «es el crédito singular del Sr. Bush el haber sido el primer presidente estadounidense en reconocer que Palestina no era la preocupación central de los árabes, o la fuente principal de las dolencias políticas». A diferencia de Bill Clinton, cuya indulgencia hacia Yasser Arafat ha sido legendaria, George W. Bush anticipó que no visitaría la tumba del fallecido líder palestino durante su estadía en Ramallah, ni mucho menos rendiría tributo a su figura. Su entereza moral será largamente añorada cuándo él haya abandonado el sillón presidencial.
Para un líder tan sobrio en su pensamiento estratégico y tan bien dotado para distinguir lo históricamente esencial de lo políticamente efímero, la última iniciativa que él ha impulsado -Annapolis- luce como un traspié desafortunado. Ciertamente, la lógica que animó el relanzamiento del proceso de paz entre israelíes y palestinos se basó en una premisa sensata: la de cooptar a las naciones árabes sunitas moderadas y pro-occidentales, alejarlas de la mala influencia de la república chiíta iraní, y así aislarla a ésta y a sus secuaces en Damasco, El Líbano, y la Franja de Gaza. Pero eso fue antes de la publicación del Estimado de Inteligencia Nacional (NIE), en el cuál sectores de la comunidad de inteligencia norteamericana interfirieron en la política exterior de Washington de manera tan espectacular que probablemente hayan motivado un giro de 180 grados en la política hacia Teherán en la actual administración republicana. El informe adujo que Irán detuvo su programa nuclear en el año 2003. Una nota al pie aclaraba que esta aseveración aludía a la fase armamentista del proceso nuclear, pero que otros aspectos críticos -tales como el enriquecimiento de uranio- continuaban en marcha y que Irán podría a futuro, si así lo deseara, cruzar el umbral nuclear. El reporte fue redactado de manera tal que llevara a la conclusión (errónea) de que la república islámica había abandonado su programa nuclear. Ello puso en tela de juicio los esfuerzos diplomáticos de los años pasados y dañó mortalmente a las opciones militares futuras. El especialista israelí en asuntos estratégicos Gerlad Steinberg ha señalado que en las siguientes dos semanas a la publicación del NIE, China y Malasia firmaron contratos de desarrollo y suministro de energía a Irán, Rusia despachó dos envíos de energía para la planta atómica de Bushehr (acción que había detenido durante el año anterior alegando incumplimientos de pago por parte de los ayatollahs), Egipto se acercó a Irán con el objeto de normalizar las relaciones interrumpidas desde el asesinato de Anwar el-Sadat en 1981, Arabia Saudita recibió a Mahmoud Ahmadinejad en la Meca, y la Alianza Árabe del Golfo invitó al presidente iraní a uno de sus encuentros. Cabe destacar que esta «alianza» fue inicialmente creada con el propósito de contener las ambiciones iraníes.
Ahora, Annapolis pasó a ser una distracción de los temas más graves. Puestos militares, cruces fronterizos, la valla de seguridad y los asentamientos nuevamente pasaron a captar titulares…mientras Irán continúa avanzando en el sendero nuclear. La continuidad de ataques con cohetes kassam (y también katyusha) contra ciudades israelíes y los intentos de atentados terroristas aún en curso (como el caso reciente de la «parejita enamorada» que, tomada de sus manos, se acercó a un puesto militar israelí y repentinamente abrió fuego) son un buen recordatorio de cuán distante se halla aún el horizonte de la paz. Peor aún, los palestinos todavía deben dar una señal creíble de que desean la paz verdadera, y el reconocimiento público de Israel como un «estado judío» sería un buen punto de partida para el reaseguro. Los israelíes aún esperan -ya por décadas- ello. Frente a esto, Har Homa es decididamente secundario.
El incidente de esta semana en el que naves iraníes hostigaron a buques de la marina norteamericana en el Estrecho de Ormuz, quizás sirva de llamado de atención al presidente Bush respecto del lugar real donde se encuentran las amenazas a la paz y a la seguridad global. Por esta ruta marítima pasa a diario el 40% del comercio mundial de petróleo y el 90% de las exportaciones de crudo de los países del Golfo Pérsico. Además por allí circula gran parte del abastecimiento militar para los más de 40.000 soldados norteamericanos apostados en la zona. Garantizar la libre navegación en esas aguas ha sido un objetivo estratégico histórico para Washington, conforme ha explicado Walter Russell Mead del Council on Foreign Relations. De allí mantuvo Estados Unidos alejados a los soviéticos durante la Guerra Fría, y protegió a los reinados del petróleo de las ambiciones de Gamal Abdel Nasser y de los designios de Saddam Hussein. Hoy, Estados Unidos continúa velando por la seguridad del Golfo ante la amenaza que encarnan los ayatollahs iraníes. Es bueno que Bush haya incluido en su itinerario a los países del Golfo, en tanto reafirma la importancia geopolítica que Washington le da a la zona que Winston Churchill llamó «aquellos desiertos ingratos» y nos devuelve un sentido de la perspectiva y de la prioridad que por momentos luce confuso.